América Latina tiene la selva tropical y la región con más especies de seres vivos en el mundo. Nueve países comparten este corazón verde, atravesado por la línea ecuatorial. Después de cientos de años de ganadería y explotación, la Amazonia se conserva inasible, indómita, inabarcable
Texto y fotos: José Ignacio De Alba
RÍO AMAZONAS, PERÚ.- En mi recorrido a Ushuaia me he encontrado en muchas selvas y entornos naturales, en todos me he quedado con la sensación de visitar sitios frágiles, lugares endebles, tan subyugados que hasta son cómodos de visitar. Pero en la Amazonía la sensación es opuesta: se convive con una vitalidad áspera. Aquí, la vida y la muerte son imperiosas. Es una naturaleza sin escrúpulos, sin sentido, despejada de conciencia. Una vida que arremete en todos lados y se consume a sí misma.
Día 229.
Llegué a Manaos hace seis días y me he dado a la tarea de escribir de Venezuela. Pero los textos me han dado más dolores de cabeza que el efecto secundario de la vacuna de la fiebre amarilla que debo ponerme para el siguiente tramo del viaje. También me he dedicado a conocer la ciudad y a planear mi recorrido por el río más grande del mundo: el Amazonas. Es tan extenso, que una de sus islas (Marajó) es más grande que Bélgica.
El plan es muy incierto. Mi idea es recorrer prácticamente todo el Amazonas a contracorriente. Hay decenas de pueblos que bordean el río y pequeños barcos que los mantienen comunicados. Eso es todo lo que sé. Busco embarcarme en estos botes para atravesar el continente de este a oeste, desde Brasil hasta Perú.
Manaos es una de las ciudades más exóticas que he conocido. Ubicada en medio de la selva, tiene uno de los teatros más elegantes que haya visto. En algún tiempo, las amazónicas fueron algunas de las ciudades más ricas del mundo. Los reyes del caucho financiaron casas y obras arquitectónicas estrafalarias. Como un empresario que compró una casa hecha por Eiffel y la mandó por piezas hasta Iquitos, Perú, donde la armó frente a la Plaza de Armas. Ahí sigue el armatoste de metal, un cafetín que se convierte en horno con el calor tropical.
Los pobladores de Manaos heredaron algo de esa vida excéntrica. Este lugar en medio de la selva tiene más presentaciones de ópera que Ciudad de México y en estos días se anuncia la temporada de ópera que está por llegar.
Día 243.
En el puerto de Manaos consigo un barco que va a Tabatinga, la ciudad brasileña más profunda de la Amazonia. El boleto incluye un espacio para colgar mi hamaca y tres comidas al día: arroz con pollo para las comidas y cenas. Por las mañanas café y dos bolillos. Me llevo matalotaje para componer las comidas.
El Montero zarpa a contracorriente cargado por cientos de pasajeros. En la crujía vamos como en el vientre de un gran animal metálico. Envueltos en nuestros capullos colgantes. Desde entonces entramos en un somnoliento letargo. La humedad de la selva está tan cargada que las manecillas de mi reloj quedan suspendidas.
Nos alejamos de la ciudad y de pronto me parece que fuimos arrancados del presente y arrojados a un pasado arcaico. Un mundo agreste y virginal.
El Amazonas es tan grande que, de pronto, la orilla se pierde en el horizonte. Parece una inundación, como si no hubiera parado de llover en mil años. Sobre el agua flotan plantas y árboles arrancados desde la raíz. En algunos lugares el río pasa, incluso, por dentro de la selva; rodea islas y se convierte en extensos pantanales.
Es una miríada de corrientes, sobre la afluente recaen cientos de ríos y escurrimientos. Una marejada de casi siete mil kilómetros de entramados caminos que llegan hasta el mar.
Navegar por estas aguas es engañoso. Bajo la superficie se hacen y deshacen dunas que atascarían el barco. En algunos remansos se forman remolinos que entrampan y succionan.
El Amazonas tiene su propia química. Cuando se le une otro río corren como agua y aceite por horas, con sus colores distintos, hasta que al fin logran entremezclarse; luego se vuelven indisolubles.
Días 244.
Las aguas del Amazonas están repletas de piratas y buscadores de fortuna. Los ataques a embarcaciones son comunes. Pero una señora que vuelve a Jutaí, después de llevar a su hija a una consulta a Manaos, me dice que le da menos miedo viajar en bote que en avión. “Imagínate, debe ser horrible viajar tan despegado de la tierra”.
Los europeos encontraron este río por accidente. Desde la hamaca leo la relación del fraile dominico Gaspar de Carvajal, uno de los testigos y sobrevivientes en la expedición de Francisco de Orellana.
En 1541, Francisco Pizarro cruzó los Andes hasta llegar a la Amazonia en busca de un país riquísimo en especies y oro. Cuando la expedición se adentró en la selva, la tropa empezó a morir por las inclemencias del ambiente y la falta de alimentos, aún después de haber echado cuchillo a sus perros y caballos. El capitán encomendó a su hombre de confianza, Francisco de Orellana, que se embarcara en el río Napo para ir en busca de alimentos y volver a su rescate. De Orellana instruyó la construcción de un par bergantines y partió con unos 60 hombres. Pero la expedición no pudo volver. La corriente del río los arrastraba hacia un paisaje cada vez más incógnito. Después de algunos días desembocaron en el enorme río. Durante un año navegaron entre peligros, enfermedades y hambre. Pelearon contra las tribus indígenas. Un grupo de poderosas mujeres guerreras que tenían avasallados a varios pueblos llamó la atención de los europeos. Por ellas nombraron al río Amazonas, como las guerreras de la mitología griega.
Día 247.
Se navega entre el rumor de la selva, entre cantos de chicharras, loros y sapos. Algún rugido lejano despabila a los tripulantes por las noches. Hay luciérnagas verdes, azules y rojas.
El agua avanza silenciosa, en muchos puntos pareciera que vamos sobre un extenso lago. La noche se llena de estrellas, la lejanía con las ciudades deja que la vía láctea se escurra desde la región más alta del cielo.
También la noche es aprovechada por pescadores que navegan en pequeñas pangas de madera. De estas aguas sacan peces monstruosos, como el piracurú que llega a medir hasta tres metros y puede pesar hasta 250 kilos. Las escamas son tan grandes como placas de una cota de malla; además, tiene una lengua ósea y espinada. A pesar de su impresionante apariencia, es inofensivo y su carne tiene un sabor delicioso.
Por el bajo Amazonas hay tiburones toro, capaces de nadar en aguas dulces. Hay tantas formas de pescados que el río parece un bestiario. Hay delfines rosas en todos lados. Las tribus de la zona tienen la creencia de que seducen a las mujeres y las embarazan.
En los sitios mejor preservados hay manatíes. En las aguas estancadas abundan las pirañas. Pero el pez más temido es el candirú, que según las historias que se han contado muchos años sobre esta zona se mete por la uretra de los bañistas.
En el agua lodosa no es posible tantear qué es lo que sucede bajo la superficie. De pronto los coletazos hacen sospechar lo que pasa en ese mundo subacuático. Algunos caimanes adormecidos descansan a la orilla del río.
La Amazonia es plana, apenas con algunas zonas montañosas. Junto a la rivera se aprecia la selva cerrada. Apenas unos metros más allá de la primera línea de árboles se cierne la oscuridad en un verdor angustioso.
Los chubascos arremeten con furia, dentro del barco las cosas quedan empapadas. Después del agua parece que llueven gigantescos escarabajos enloquecidos. Andan con torpeza en todos lados, después de un rato quedan patas arriba sin remedio, hasta que mueren.
El vapor de agua que sube a la atmósfera desde el Amazonas provoca verdaderos ríos flotantes que ayudan a estabilizar y a regular patrones climáticos en todo el mundo. Esta es la reserva de carbono más importante del planeta.
Día 249.
Llegamos a Tabatinga y me instalo en un pequeño hotel. Por la mañana cruzo el río para llegar a Santa Rosa, en Perú. El pueblo está tan anegado que camino por las calles y el agua me llega hasta las rodillas. Me parece la frontera más abandonada del mundo. Apenas un cuarterón sirve para albergar a un funcionario relegado al culo del país. Cuando entro a la oficina, sella mi pasaporte de salida de Brasil sin hacerme una sola pregunta. La entrada a Perú es la más fácil que he hecho en todo el viaje.
Día 251.
Viajo en lancha a Iquitos, la ciudad más perdida del planeta. Sus habitantes estuvieron más cerca de Europa que de Lima, la capital del país, hasta que llegó la aviación. Por río llegaban hasta el mar, pero hacia el oriente llegaban hasta la selva y luego a los Andes que se levanta como un muro imposible.
Aquí esperaré algunos días mientras el barco que me llevará a Pucallpa, que está comunicada al río y por carretera al interior del país. En el mercado de Belén, un chico intenta venderme una hermosa boa, pero en los ojos del animal percibo una especie de tristeza, como si instintivamente supiera que va a morir.
Bajo unos hoteluchos del mercado hay niñas con caras aindiadas prostituyéndose. Hay también miles de turistas. La atracción del lugar es la ayahuasca, una fusión de plantas utilizada por los nativos como conducto espiritual. Varias decenas de extranjeros vagan en las calles, ya bajo el efecto de la locura, después de haber tomado el brebaje sin prudencia.
Día 252.
En Iquitos conozco a Gundrun Sperrer propietaria de un refugio de animales. La austriaca llegó aquí en los años 80 para poner un mariposario, pero un día, un pescador le dejó un cachorro de jaguar moribundo. Me explica que el hombre tenía el animal porque quería venderlo.
—¿Cuánto cuesta un animal así?
—Aquí la gente los cambia por nada, por un tanque de queroseno— dice con tristeza.
Las poblaciones de la Amazonia son las más olvidadas por el gobierno, me dice un funcionario de aduanas de Perú que conozco en un bar. Sobre el piso del sitio hay aserrín para contener los olores a orines y vómitos.Un indígena duerme en el piso.
Día 255.
Después de preguntar entre estibadores encuentro un barco que va hasta Pucallpa, una ciudad que está comunicada por carretera con el interior del Perú. A la embarcación suben mercancías que irán repartiendo en comunidades. De pronto pienso que vamos colonizando. Dejamos cerveza, televisores y combustible.
Sobre el río navegan barcos en sentido opuesto que llevan petróleo en gigantescos tanques, maderas, minerales.
La Amazonia tiene el mayor número de pueblos no contactados del mundo. Más de un centenar de tribus viven aisladas de nosotros. Viven ahí sin saber que llegamos a la luna, sin saber que una crisis nuclear nos puede borrar a todos, sin dios crucificado. Viven aquí, semidesnudos, sin patria, ni revolución industrial, sin modernidad, ni internet. En otra forma de felicidad y de vida.
Pero esos pueblos saben que el verdadero peligro somos los humanos que venimos de otras tierras. Por eso se fueron a sus sitios recónditos. Desde la conquista y la fiebre del caucho se han retraído. Para sobrevivir siendo ellos. Para salvar sus dioses.
Día 257.
El genocidio de pueblos de la Amazonia es uno de los relatos menos contados de América. Su exterminio vivió su etapa más intensa con la extracción del caucho de estas zonas. Los primeros reportes de estos se supieron a Benjamín Saldaña Roca, un periodista que desapareció después de publicar sobre el tema (hoy apenas y se recuerda su nombre).
Después, el gobierno inglés mandó al Putumayo a Roger Casement, quien hizo un informe muy valiente sobre las operaciones de la Peruvian Amazon Company en la región. Para extraer caucho en esas regiones tan remotas, los barones del caucho hicieron cacerías en comunidades indígenas, para obligarlos a trabajar. Los esclavizaron, humillaron, se les infligieron castigos físicos, los violaron, los mutilaron, los asesinaron. Una crueldad como pocas. Se cree que dos terceras partes de los habitantes de estas selvas murieron en ese periodo.
Sobre el trabajo de Casement, me llama la atención el testimonio de un capataz, encargado de fustigar a los indígenas. Cuando lo entrevistaron para el informe, el hombre dijo que el sólo cumplía órdenes: “Yo también soy una víctima”.
La historia humana en el Amazonas es de despojo, asesinato, robos y conflictos fronterizos. Hasta hoy se extiende la codicia sobre este sitio; oro, petróleo, madera. Una violencia desconocida para los que viven fuera de aquí.
Después de su estadía en el Amazonas Casement escribió: “el Estado es parte inseparable del sistema de explotación y de exterminio. Los indígenas no deben esperar nada de semejantes instituciones. Si quieren ser libres tienen que conquistar su libertad con sus brazos y coraje”.
Qué complejos son los sistemas de explotación. ¿Cuántos no seremos un engranaje inconsciente de su rol dentro de una maquina con fines perversos?
Día 259.
Dejamos el Amazonas y remontamos el río Uyacali, uno de los ríos más grandes de Perú, que corre desde la zona andina.
El río parece indiferente a todo, por eso mis ojos lo buscan. Quizá esa indiferencia a todo lo que sucede en el mundo es paz.
Un día cae una tormenta tan poderosa que el capitán detiene la embarcación sobre la rivera y manda echar amarras sobre el tronco de un árbol gigante. Pasamos la noche anclados a la tierra. De no haberlo hecho, la lluvia y la corriente nos hubieran regresado río abajo. Este sitio me parece peligrosamente bello.
Las nubes de mosquitos son tan despiadadas que el repelente no surte efecto. Me envuelvo en una frazada y dejo solo mi nariz afuera para poder respirar. Me pican tantos insectos que me da fiebre.
Las arañas salen en la noche a cazar, en cualquier ángulo de la embarcación tejen sus redes y telarañas para capturar insectos. El barco flota con miles de animales dentro. Un día descubro un helecho que viaja sobre el techo.
Día 263.
Por la mañana divisamos Pucallpa. Sobre el río hay peces muertos. El agua parece aceitosa y sucia. El puerto está lleno de aserraderos. El periódico local informa que nació un niño con cola de pescado.
*El 15 de agosto de 2022, José Ignacio De Alba emprendió un camino de miles de kilómetros en busca de las historias de una América latina inexplorada: la de sus márgenes y sus periferias. El viaje arrancó en Belice, nuestro pequeño y extraño vecino del sur. El objetivo es llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del continente, a través de veredas y rutas olvidadas, donde se pueda contar la vida cotidiana de la gente común. En este espacio iremos publicando las historias que irá encontrando…
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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