24 horas en Honduras: un retrato de la desigualdad

17 septiembre, 2022

Unas cuantas horas en Honduras bastan para mirar lo disminuido que está el régimen de derechos en Centroamérica. Las revisiones en este país expulsor de migrantes son un atisbo de lo que viene (El Salvador y Nicaragua). Por error llego a la ciudad más peligrosa del continente…

Texto: José Ignacio De Alba

Foto: Ximena Natera / Archivo PdP

SAN PEDRO SULA, HONDURAS.- Entro a Honduras para conocer Copán, una zona arqueológica donde se encuentran las escrituras jeroglíficas más extensas del mundo maya. Pero en el camino me topo con un atisbo de realidad: el régimen de derechos disminuido de Centroamérica. En 8 años de reportero, jamás me han sometido a una revisión tan dura como la que tengo en las 24 horas que estoy este país, el segundo más pobre del continente y uno de los mayores expulsores de migrantes.

25 de agosto de 2022

Día 11.

Me dirijo a Puerto Barrios con el plan de llegar hasta Copán. Honduras. Las ruinas de este sitio son una de las mejor conservadas del mundo. Pero el viaje se vislumbra complicado: Honduras tiene fama (bien ganada) de ser un país peligroso.

En Puerto Barrios abordo un autobús que se dirige a la frontera. Tomo una siesta que me ayuda a reponerme del reventado aguacero de la noche anterior. En la casa de campaña, las tormentas se suelen colar hasta el sleeping. 

Filas kilométricas de camiones de carga estacionados en la carretera indican que llegamos al límite del país. Cuando paso migración me doy cuenta de que llegué a Corinto, a unos 100 kilómetros del cruce fronterizo al que pretendía llegar. Mierda.

En este momento me encuentro más o menos perdido. Sé, gracias a la gente, que la única manera de remontar el viaje es dirigirme a San Pedro Sula —la ciudad marcada como la más peligrosa del continente, por la tasa de homicidios— y de ahí tomar un autobús a Copán. En pocas palabras: debo meterme al ojo del huracán para salir de la tormenta.

En Corinto me suelto a andar en la carretera, listo para aceptar más derrotas. Supongo que para este punto llevo cara de perro abandonado. Un automóvil para y desde el interior me indican que me acerque. Mierda. Son tres mujeres. Una de ellas me explica: “nosotras vamos para San Pedro Sula. Si quieres te llevamos”.

Al volante va hija Almita, de copilota mamá Alma y en el asiento trasero abuela Alba. Después de pasar varios días viajando en escabrosos autobuses subirme al automóvil me parece una delicia. Mamá Alma me platica que es enfermera en San Pedro Sula, pero que le gusta escaparse en viajes cortos con su hija y su mamá. Estas tres viajeras vienen de pasar un par de días en Guatemala, ahora vuelven y recogen a un desconocido en la carretera para llevarlo a San Pedro Sula. La hospitalidad de la gente siempre ha logrado avergonzarme de mis prejuicios sobre los lugares. Abuela Alba asegura que fue dios quien me hizo el favor, no me atrevo a responderle que no le reste mérito a su hija.

En el camino hacemos una parada en un puente que cruza el Río Masca, las mujeres me dicen que se van a bañar y caigo en la cuenta que me urge un baño. Bajamos una pequeña ladera y nos metemos a las aguas heladas que irrigan las montañas de La Esperanza.

En el río me surten shampoo y la plática se extiende entre la enjabonada de axilas. Alguien saca un café, no termino de entender de dónde, y me sirven en un vaso. Desde que me trepé al coche todas han dado por hecho que la comida se divide entre cuatro (estos gestos me pueden conmover hasta las lágrimas). En la siguiente hora, nadamos, platicamos, tomamos café y nos bañamos al mismo tiempo. En este arroyo, Honduras me parece el sitio más seguro del mundo. 

De vuelta al carro se afanan en peinarse entre ellas. Cuando me ven el pelo hirsuto me dan crema para el pelo. Hace años que no me peino, pero en el coche decido peinarme de lado. Ya en San Pedro Sula, paramos en una pizzería. Piden un paquete familiar y me regañan cuando intento pagar: “Que no, tú eres nuestro invitado”. 

Entramos un poco a prisa a la ciudad, dejamos a mamá Alba en el hospital donde tiene que atender su turno de trabajo. Almita y Alba me llevan hasta la central de camiones y se bajan del coche para cerciorarse que me suba al autobús correcto. En la despedida nos abrazamos. Dejo San Pedro Sula comido, bañado, peinado y con una bendición en la frente.

El viaje a Copán es largo. En dos ocasiones, el trayecto es suspendido por retenes policiacos. La autoridad afecta a ser útil baja del camión a los dos únicos extranjeros (un irlandés y yo) y decide hacer una revisión tan exhaustiva que quebrantaría cualquier orden legal. 

—¿Qué viene a hacer a Honduras?

—Soy turista.

—Pero aquí no vienen turistas

—Ya se imaginará usted por qué…

Pregunto qué buscan y me dicen que “cualquier cosa”. No me creo que alguien tan zopenco pueda andar armado. Me explican que no puedo seguir el viaje si no les doy acceso a las conversaciones de mi celular y a las fotografías. Es de noche, el camión repleto de locales lleva media hora con la urgencia de continuar. Así que cedo. Emprendemos el viaje de nuevo hasta que alcanzamos otro retén, donde pasa más o menos lo mismo.

Llego a Copán de noche, ceno una tradicional baleada y me instalo en un hostal cercano a las ruinas. 

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27 de agosto

Día 13.

Después de perderme en al arbóreo Copán, salgo de Honduras para volver a Guatemala. En El Florido, a unos cuantos kilómetros de la frontera, me encuentro con cientos de migrantes. Mochilas ligeras, chamarras desarrapadas, algunos papeles, suelas gastadas antes de empezar el viaje. En la mano llevan botellones de agua, la ropa es tan vieja que se va cayendo sola, el camino está llena de jirones. Van en grupos, en familias, gente sola, van al asecho. Duermen en las brechas del camino, improvisan fogatas, pillan de las cosechas de los campesinos para comer y viajan escondidos en su escape de la pobreza; un escape prohibido. 

La diáspora hacia el norte se va nutriendo de los países por donde pasa, el río de gente se va volviendo cada vez más heterogéneo, más grande. Todos comparten la meta “hacia el norte”, así, tan poco concreto. Ni siquiera saben que tan al norte.

—¿Cuánto te falta para llegar—, le pregunto a un hombre que viene de Venezuela y no tiene ni idea. 

—A finales de año—, se arriesga en la respuesta. 

A diferencia de ellos, yo supero el camino en camiones. Mi viaje por estos lugares marginados a veces me incomoda y me parece un exceso. Voy buscando el sur por curiosidad; ellos se empeñan en el norte por necesidad urgente. La brecha es el retrato de la desigualdad. 

Llego hasta Antigua Guatemala. Encuentro un sitio para poner la casa de campaña en un restaurante con jardín. La lluvia se ha vuelto costumbre. En Guatemala sólo hay dos estaciones: verano, de octubre a marzo, e invierno, de noviembre a abril.

Ahora es invierno y esta temporada se distingue por los chaparrones.

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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).

Periodista visual especializada en temas de violaciones a derechos humanos, migración y procesos de memoria histórica en la región. Es parte del equipo de Pie de Página desde 2015 y fue editora del periódico gratuito En el Camino hasta 2016. Becaria de la International Women’s Media Foundation, Fundación Gabo y la Universidad Iberoamericana en su programa Prensa y Democracia.