Ascenso al Fuego 

24 septiembre, 2022

Esta es la crónica del ascenso a uno de los volcanes más activos del mundo, al que sus pobladores tienen como un prodigio por regalar tierras fecundas, mientras los turistas temen a su iracundo estallido…

Texto y fotos: José Ignacio De Alba 

ANTIGUA, GUATEMALA.- Guatemala tiene 32 volcanes y cuatro fallas tectónicas. Su vieja capital, Antigua Guatemala, fue mudada a la actual Ciudad de Guatemala tras varios terremotos, y hace apenas cuatro años, el Volcán del Fuego se tragó a un pueblo entero. Formados en una cordillera a 50 kilómetros del Pacífico, los volcanes han atestiguado las erupciones de un país que conjuga la guerra y la corrupción con una exuberante geografía y profundas raíces culturales.

29 de agosto de 2022

Día 15.

Cuando se inicia el ascenso a la zona volcánica se camina por tierras fértiles: En un pueblo cercano la gente se jacta de sembrar “el mejor frijol del mundo”; en los mercados de la zona se venden una rica variedad de legumbres, vigorosos calabacines, yucas del tamaño de un tronco, rábanos carnosos como una manzana y zanahorias tan grandes, que una de ellas basta para alimentar a una familia. El guía me explica que “es porque todas estas tierras son nuevas, recién las echó el volcán”. 

El suelo es tan generoso que los pobladores de la región lograron domesticar una especie de maíz chaparrito, que permite a los locales -de baja estatura- cosechar sin dificultad. Las cenizas que permean el aire ayudan a nutrir los sembradíos. Por eso los indígenas quichés se arriesgan a sembrar en las laderas y terrenos quebradizos, que se encuentran cuesta arriba. 

La tierra volcánica es movediza, fina como granos pétreos. También es negra y casi brillante como la obsidiana. En las partes bajas la lluvia se presenta suave, como una caricia, lo que provoca que las hortalizas no se dañen con los temporales.

Las poblaciones avecindadas al volcán han disfrutado de los beneficios de los baños en aguas termales. Por acá se sabe de los poderes rejuvenecedores de los lodos azufrados.

El clima ofrece lluvias muy buenas y todo el año se recolectan alimentos que se codician en otras localidades. Los animales domésticos gozan de buena salud, su carne es rica y sustanciosa. Buena para los enfermos y los niños que se fortalecen bajo el resguardo del volcán. 

También asisten a las cercanías personas que recolectan flores, con sus atados colmados de alcatraces y otros brotes bajan de prisa, como si entre las manos llevaran un tesoro. 

Estos sitios siempre fueron habitados por poblaciones indígenas, pero durante la invasión europea, el bárbaro Pedro de Alvarado fue encomendado para conquistar estos territorios en busca de tesoros. Aunque su camino fue pasajero, logró accidentalmente nombrar uno de los pueblos del lugar: Se cuenta que cuando el adelantado expresó “aquí parramos” con la intención de pernoctar, alguien atendió el avisó como un nombramiento; desde entonces, Parramos es una de las poblaciones más importantes de la zona, también afamada por sus ricas habichuelas.

Pedro de Alvarado atestiguó las erupciones del volcán. A Hernán Cortés le relató en una carta: “En esta tierra hemos hallado una sierra, do está un volcán, que es la mas espantable cosa que se ha visto, que hecha por la boca piedras, tan grandes como una casa, ardiendo en vivas llamas, y cuando caen se hacen pedazos y cubren toda la sierra de fuego”. 

El Fuego fue bautizado por los lugareños y el propio volcán ha defendido su nombre: la gente de Alotenango cuenta que, a la llegada de los españoles, unos sacerdotes intentaron rebautizarlo con el nombre de Catarina, pero el Fuego se enfureció tanto que, al recibir las aguas bautismales, inició una erupción tan violenta que lanzó la cruz que llevaban los religiosos hasta el palacio del Obispo, en la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala. 

Para llegar al Fuego primero se sube a Acatenango, que ofrece una vista privilegiada de las erupciones. Aunque el camino no recorre tantos kilómetros —se estiman poco más de 7— su altimetría demora a los escaladores muchas horas hasta que alcanzan los 3 mil 600 metros de altura. La brecha inicia en los sembradíos del pueblo de La Soledad, luego se sube hasta la altura de las nubes. En este punto la atmósfera se vuelve pesada. 

El paisaje se torna sombrío y se inicia un bosque húmedo, con musgos y orquídeas. Entre nubes la densidad desorienta, el sol desaparece y la luz irradia desde una bruma espesa. En ese ambiente condensado hasta el sonido pierde su capacidad de trasmisión, es un sitio sordo donde el tiempo parece perdido. También las brechas se disuelven en las nubes. Es común que los visitantes queden perdidos en este punto.

Cuando los guías mantienen la avanzada, el grupo sigue su viaje en ascenso. La concentración de nubes nos acompaña en un paisaje que se fue volviendo borrascoso, los relámpagos liberaron una tormenta tan fría que cristalizó las gotas en un granizo pulido. El camino de pronto se vuelve un arroyo que debía ser recorrido contracorriente. Con los lodos dentro del zapato alcanzamos el campamento base de Acatenango. La densa nubosidad se corre como un telón, entre nosotros y el volcán.

Pero el sonido del Fuego se vuelve claro a esta altura, los truenos de las erupciones hacen pensar que un rayo parte a una montaña por la mitad. Las exhalaciones son tan fuertes que cimbran los cerros vecinos. 

Cuando las nubes se apartan, hay oscuridad, pero el Fuego resplandece con su color lava. La viveza de las explosiones le arrebata la serenidad a la noche, la nube ardiente desfoga material piroclástico en variaciones, a veces prende sus laderas como brasas, en otras apenas deja ver su boca ardiente. Cada cierto tiempo escupe de nuevo en estallido. Imprevisible, caprichoso y violento: hermoso. 

Pasamos la noche en el campo base. El frío arrecia y el cielo se torna definitivamente limpio. Como si la lluvia hubiera depurado la atmósfera, nos techamos de estrellas, frente al volcán sedicioso. El paisaje se vuelca en una danza sin ritmo, la pirotecnia volcánica alcanza el firmamento, la noche descansa sobre el volcán. Las estrellas y la lava brillante se entretejen en una sinfonía de hecatombe; un orgasmo sostenido rebela el principio de la vida. 

En la noche nadie logra descansar, las explosiones y sismos ahuyentan el sueño. A las tres de la mañana decidimos iniciar un segundo viaje, ahora para subir el Fuego. La vida se vuelve menos posible conforme avanzamos al volcán. El generador de la fertilidad es un coloso solitario, sus pies son desiertos de arena. Después de algunas horas alcanzamos una meseta, a unos doscientos metros del cráter en ebullición; un sitio inestable y peligroso, la trayectoria del material arrojado por el volcán es impredecible. Desde este sitio se aprecia parte del cinturón de fuego de Guatemala: Pacaya, Volcán de Agua, Tolimán, Atitlán, San Pedro. Sobre el occidente el mar Pacífico y sus nubes cargadas de agua. 

El amanecer va apagando la intensidad de rojos, la luz solar se sobrepone a cualquier fuego. El volcán se vuelve más humo que brasa. Los arreboles extienden el día y el calor se asienta en la tierra. 

El Fuego se ha mantenido en actividad desde hace cientos de años, el primer registro escrito se remonta a la llegada de los europeos, en 1524. Pero lo más probable es que su actividad date de muchos años atrás, los relatos de los indígenas lo confirman. El volcán ha definido el destino de las poblaciones vecinas, a veces, también en terribles tragedias. 

La última gran explosión sucedió en 2018, cuando el Fuego comenzó una escalada de estallidos con una columna de humo que alcanzó los siete mil metros de altura. El 19 de noviembre el volcán expulsó flujos de lava tan largos que alcanzaron a varias poblaciones; oficialmente 202 muertos y 229 desaparecidos. La mayoría de los afectados fueron poblaciones indígenas, muchos de ellos aseguraron que no fueron evacuados a tiempo y que el número de víctimas fue mayor. Hasta la fecha hay gente que no ha podido recuperar los cuerpos de sus seres queridos, aún enterrados en la tierra volcánica. 

La actividad sísmica en la zona es tan alta que Guatemala tuvo que cambiar su capital de lugar en 1773, cuando los terremotos de Santa Marta arruinaron Antigua Guatemala. 

7 de septiembre

Día 24. 

He decidido quedarme unos días en Antigua, para escribir. El viaje por Guatemala suele caer en la trampa de los lugares turísticos, pero intento colarme por debajo de la epidermis de la vieja capital, para entender un poco más este país que ha sobrevivido a un genocidio la población maya (entre 1981 y 1983, enmarcado dentro de la larga Guerra Civil) y que suma una decena de expresidentes procesados por corrupción o crímenes de lesa humanidad.

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Guatemala es el país más poblado de Centroamérica, con más de 16 millones de personas habitando 108 kilómetros cuadrados. También sus ingresos son los más importantes de la región. Aunque su motor económico está en Estados Unidos, las remesas que llegan desde el norte sostienen al país. De hecho, hay más guatemaltecos en Estados Unidos que en Ciudad de Guatemala, la capital. 

El segundo ingreso más importante del país es el turismo. Los circuitos turísticos extienden garantías para los visitantes, a los que los pobladores locales rara vez tienen. Hay sitios colonizados completamente por extranjeros, transportes que se pagan en dólares a los que solo los turistas pueden acceder. Si uno desea llegar sin contratiempos de la capital a Antigua Guatemala, por ejemplo, solo hace falta contratar un shuttle; un medio de transporte paralelo al oficial, pero más eficiente.

Ahora, esta ruta del turismo me lleva a Atlitlán, el lago rodeado de volcanes y nubes que aloja una serie de pueblos invadidos por turistas. Para llegar a ellos hay que tomar una lancha en Panajanchel. Desde la embarcación se divisa un complejo turístico espantoso, el mismo en el que hace cuatro años fue detenido Javier Duarte, el exgobernador de Veracruz que se robó hasta el dinero de los pensionados.

La riviera del lago Atitlán contrasta la abundancia con la pobreza. Me recomiendan subir la “Indian Nose”, una montaña bautizada por los turistas. Aunque un local me aclara que se llama Rostro Maya; también me dice que no existe tal cosa como “chicken bus”, como la gente refiere a los coloridos transportes locales. “Son simplemente camiones”. 

9 de septiembre

Día 26.

La única forma de llegar a la Nariz del Indio es por medio de un tour. El grupo en el que me inscribo consiste en siete franceses, dos estadounidenses, una canadiense y yo (mexicano). Los únicos guatemaltecos son guías y están encargados de subir la comida de todos nosotros. Explotados en su país y su propia montaña. Los extranjeros, en cambio, posan para la fotografía, viendo al horizonte con las dos manos extendidas: ellos sobre el mundo. 

En línea recta, esta cumbre está a unos cincuenta kilómetros del Fuego. Después de una subida de un par de horas vuelvo a contemplar el amanecer desde la altura. Las nubes cubren la tierra, pero sobresalen los picos de algunas montañas. Contemplo el paisaje por algunos minutos, hasta que una explosión me sobresalta. Un paseante que también disfruta de la salida del sol me tranquiliza: “No se alarme amigo, es el Fuego”. Cuando enfoco la vista al volcán lejano, veo con asombro el humo que sube en forma de hongo hasta el cielo. 

*El 15 de agosto de 2022, José Ignacio De Alba emprendió un camino de miles de kilómetros en busca de las historias de una América latina inexplorada: la de sus márgenes y sus periferias. El viaje arrancó en Belice, nuestro pequeño y extraño vecino del sur. El objetivo es llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del continente, a través de veredas y rutas olvidadas, donde se pueda contar la vida cotidiana de la gente común. En este espacio iremos publicando las historias que irá encontrando…

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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).