La generosidad de la gente en esta zona, de la que solo sabemos por las tragedias, es abrumadora. Los turistas, en cambio, provocan aversión. Vienen a que les sirvan en inglés, a viajar sin el esfuerzo de entender. Me confunden con gringo y niego al imperio en todas sus formas…
Texto y fotos: José Ignacio De Alba
RÍO DULCE, GUATEMALA.- Mi encuentro con Guatemala es amor a primera vista. El país más diverso de Centroamérica, marcadamante montañoso, es un lugar donde la geografía ha ayudado a la gente a conservar sus formas de vida, aunque también la ha arrojado a un especie de abandono. La segunda semana del #CaminoaUshuaia recorro una ruta que va de Tikal, en el Petén, a Cobán y Semuc Champey, en la Alta Verapaz, y luego a Río Dulce, en el lago de Izabal.
Día 4.
Despierto en la Península de San Miguel, el lago Petén Itza amanece plateado con una neblina baja que abraza las montañas. Desde que duermo en casa de campaña y en hamaca me levanto apenas salen los primeros rayos del sol, a las cuatro o cinco de la mañana salgo para nuevos caminos. Esta vez voy a Semuc Champey, que en q’eqchí significan “donde el río se esconde”.
Semuc Champey es un paraíso reciente. Sobre su descubrimiento se dicen muchas cosas, todas relacionados con un percance. Hay quien alude que un accidente de avioneta provocó que los rescatistas se arriesgaran a las peñas de la selva, donde encontraron unas pozas de aguas celestes. Otra versión es que la gente avisó a las autoridades sobre un lesionado y al llegar hallaron el paraíso natural. Lo cierto es que uno se puede accidentar fácilmente si se aventura en los riscos de Semuc Champey. Pero difícilmente la gente deja de intentarlo.
El gobierno de Guatemala se dio por enterado de que existía este lugar paradisiaco desde la década de los años 50. Pero antes de los accidentados, el lugar ya era conocido nada menos que por sus habitantes: mayas que´chí. Supongo que cuando las autoridades descubrieron las pozas, también se dieron cuenta de que había gente. Me pregunto cómo se registra cuando los gobiernos descubren a sus propios pobladores.
En Guatemala se viaja, sobre todo, en van o busitos. Yo salí de Las Flores a Sayaxché, donde tomé una balsa para cruzar el río que da entrada al pueblo homónimo. Después tomé un camión que me llevó hasta Cobán, de ahí a Lanquín y después un cuatro por cuatro que me llevó a Semuc (en ese punto, ya en la selva remota, se ocurrió buscar un cajero que obviamente no encontré). En una parada de ese trayecto, que me tomó unas 10 horas, se subieron a la camioneta cuatro muchachos con casquete militar y gorras. “Fuerza Kaibil”, decía el logo de una calavera mordiendo un cuchillo filón de las cachuchas. Es un grupo de élite del ejército guatemalteco especializado en contrainsurgencia, tan sanguinario que ganó fama mundial.
Cuando era estudiante de periodismo leí una historia de Roberto Saviano que me impresionó mucho. En su libro Cero, Cero, Cero, el escritor relata la fama de los kaibiles, entrenados por los gobiernos estadounidense e israelí y considerados “máquinas de matar”. En el Petén y otras partes de Guatemala, los kaibiles están involucrados en casos de tortura, violaciones y desaparición. Durante la Guerra civil guatemalteca, cuando se pretendió aniquilar el soporte campesino de la guerrilla, estas fuerzas especiales llegaron a actuar bajo una lógica de “tierra arrasada”.
Pensando todo esto siento que alguien se me recuesta en el hombro. Veo si es una broma, pero no: el kaibil se me durmió.
Avanzamos por la carretera en Alta Verapaz, zigzagueantes entre las colinas que van tomando altura, entre los baches y los “tumultos” (topes), hasta un sitio cercano a una estación militar. Cuando los muchachos bajan de prisa, se va mi compañero de asiento y le entrego la gorra que se la cayó en el zangoloteo del camino. En el viaje pasan cosas raras todo el tiempo.
Cuando llego a Semuc Champey la noche se cierne y la congestión de nubes promete lluvia. Me refugio en el terreno de Dionisio, un q’eqchí que me deja acampar en su propiedad. Frente a la casa de campaña queda el torrente del río Cachabón, bien nutrido y lodoso por las lluvias. Estoy exhausto. La esposa de Dionisio me da de cenar. Llego a la casita donde me esperan, en la mesa un pequeño mantel sobre una mesita, en un cuenco me espera una sopa de chayote hervido y zanahoria. Me conmueve el gesto, la generosidad de la gente en esta zona, de la que solo sabemos por las tragedias, es abrumadora.
En la choza duerme la familia: tres niños y la pareja. Dionisio me platica que su hijo más pequeño tiene apenas un mes, me cuenta que el recién nacido pesó siete libras (cerca de 3.2 kilogramos). Lo dice con mucho orgullo. En este sitio perdido de Alta Verapaz el éxito de la sobrevivencia todavía se mide por el peso de los niños. Dionisio, que en realidad es apenas unos años más grande que yo, me platica que va a comprar unas cabras para alimentar a sus hijos, porque esa leche “es bien nutritiva”.
Dionisio es de esos hombres que se imaginan negocios todo el tiempo. Me dice que, con suerte, se podrá dedicar a la manufactura de queso de cabra. Él nunca lo ha probado, pero jura que son quesos de buena calidad. Quiere saber si yo lo he probado, le dijo que sí. Curioso, me pregunta cómo es. Le respondo que es cremoso. “Oh, sí así me lo imaginaba”.
Dionisio se dedica a ser guía de turistas y a ser campesino. De a poco quiere convertir su casa en un hotel, pero el reto es mayúsculo. Ya entrado en la plática me cuenta que le gustaría irse a Estados Unidos. Quiere saber si conozco ese país, le digo que sí. Me pregunta cómo es y no encuentro la forma de explicarle que Estados Unidos no es una ciudad, como él lo tiene por cierto.
Paso la noche entre aguaceros. El agua se cuela por todas partes. Los relámpagos iluminan la negrura nocturna. Interrumpo el sueño varias veces para supervisar goteras y poner a salvo mis cosas. Lo que menos quiero es tener que ponerme ropa mojada. Amanece y el chubasco sede, el sol se impone y el día raya en la incandescencia.
Día 5.
Me paso todo el día nadando en las pozas. El rayo de sol es tan limpio que no necesito toalla para secarme. Al atardecer, los saraguatos se cuelan por la arbolada; unos estadounidenses les gritan y los changos contestan.
Estos turistas me provocan aversión, vienen a que les sirvan en inglés, a resolverlo todo con dinero, a viajar sin el esfuerzo de entender, a imponer su “yo” en todas partes, a someter los lugares a una mera forma paisajística. Una turista francesa me explicó su lógica de viaje: “vine a Guatemala porque es como Costa Rica, pero más barato”.
Cuando vuelvo con Dionisio le digo que las pozas son una maravilla y le pregunto si a él le gustan. “No me queda de otra”, me responde. El paraíso no es igual para todos.
Día 6.
Dejo Semuc Champey y me dirijo hacia Río Dulce, en el lago de Izabal. Paso el día entre camiones. Me aficiono a los tayuyos, unas tortillas rellenas de frijol que son portables y baratas (un quetzal la pieza). El clima cambia radicalmente. Bajo de las montañas el calor vuelve cargado, picante. Pero llegan las frutas melosas: guanábana, lichis, plátanos, mangos, sandías.
Llego a Río Dulce en la noche, con una lluvia ligera, vaporosa. Los lentes se empañan (llevo medio viaje viendo vaho). Lo primero que busco es dónde instalar la casa de campaña; le pregunto a un policía si conoce algún lugar. La autoridad, afecta a ser útil, me responde que bajo del puente. Me arrepiento de haberle preguntado a un policía. Pregunto en otros sitios; llego a un hostal que cobra 50 quetzales la noche en habitación compartida. Nadie más llega, 25 camas para mí solo y una araña del tamaño de mi puño.
Recupero contacto con el exterior gracias al wifi. Tener “conexión” se vuelve un paradigma de la distancia. Aunque esté lejos estoy en contacto. En estos tiempos, perder “conexión” significa realmente estar lejos.
Día 7.
Por la mañana me propongo tomar raid y me dirijo al camino que lleva hasta el Castillo de San Felipe de Lara. Me pongo a pie de carretera, levanto dedo y al tercer vehículo se detiene una camioneta. Antes de poder evaluar la situación ya estoy adentro del automóvil. Son tres hombres borrachos, el más beodo es el chofer. Me pongo un poco tenso, pero los extraños me piden que me relaje, me dan una cerveza para el susto y así nos vamos tomando y agarrando confianza.
Ya en un momento de franqueza me dicen que no creen que sea mexicano, aunque les aseguro que sí. Me toman por gringo. Me preguntan si he viajado a Estados Unidos. Esta es una discusión que no estoy dispuesto a perder, así que aseguro que no. Niego al imperio en todas sus formas posibles: la lengua y costumbres. Me dicen que no hablo mexicano. “¿Cómo es eso?”, pregunto. “De guey y chingados”. Al final, nadie cede y caemos en el fango del sospechosísimo.
Apenas son las 8 de la mañana y la cosa no pinta bien. Mi viaje a conocer un fuerte que se defendió contra la piratería en el siglo XVI parece no llegar a buen puerto. Pero me sobrepongo a los borrachos y me despido de la generosidad de la farra. Pago mi entrada al parque y entro a la pequeña construcción, llamada por los locales “castillo”, aunque en realidad es un fuerte. La visita merece una Cartohistoria.
Salgo del Fuerte de San Felipe y recorro las playas cercanas. En las parrillas comunes se hacen carnes y chorizos. La cerveza recompone del calor a los nadadores. Los niños son supervisados por mamás regañonas que les advierten que “ya se están yendo muy lejos”. Las muchachas se toman fotografías, apenas y meten los pies al agua; muy pendientes del celular. Pelotazos por todas partes y comadreo en barullo.
Escucho el llamado: “¡güero, ya te olvidaste de nosotros! Véngase a nadar”. Voy. Me tomo un redoble de cerveza, como pollo asado con mis anfitriones que alargan una discusión sobre mis posibles nacionalidades. Uno de los tres propone muy genuinamente: “haz de ser rumano”. Ni que fuera vampiro, respondo.
Después de pasar el día en el balneario me dirijo a la carretera, levanto dedo y, para mi sorpresa, se para una motoneta. El conductor es un hombre bajito, de camisa y pantalón, muy serio. “¿A Río Dulce?”, pregunta. Me monto en la parte trasera y disfruto de los chorros de aire que se generan con la velocidad. No cruzamos ninguna palabra durante todo el trayecto. No hace falta. Disfruto de la serenidad del paisaje.
*El 15 de agosto de 2022, José Ignacio De Alba emprendió un camino de miles de kilómetros en busca de las historias de una América latina inexplorada: la de sus márgenes y sus periferias. El viaje arrancó en Belice, nuestro pequeño y extraño vecino del sur. El objetivo es llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del continente, a través de veredas y rutas olvidadas, donde se pueda contar la vida cotidiana de la gente común. En este espacio iremos publicando las historias que irá encontrando…
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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