Unas 30 mil personas viven en 35 de las 365 islas del archipiélago de Guna Yala, el territorio de un pueblo montañero de la selva del Darién que hace más de un siglo llegó al Caribe panameño huyendo de enfermedades y terratenientes. En su lengua, Abya Yala es la forma de nombrar América y otros pueblos del continente han reconocido esa autonominación. Paradójicamente, se considera que será el primer pueblo indígena desplazado por el aumento del nivel del mar debido al calentamiento global. Esta es la crónica de un viaje a esa tierra
Texto y fotos: José Ignacio De Alba
COMARCA GUNA, PANAMÁ.- El Valle de Antón es un pueblo que se instaló en el cráter de un volcán dormido. Rodeado de montañas nubosas, es el sitio ideal para los anfibios en peligro de desaparecer, como la rana dorada. Su clima benigno albergó una población antigua, que dejó unos petroglifos de más de mil años; pero poco se sabe de sus autores. En ese pequeño paraíso planeo mi ruta a Colombia, por el camino que cruza del norte al sur, y del pasado al presente: el Abya Yala.
Día 73.
El camino por Centroamérica se corta en el Tapón de Darién, una selva inexpugnable que se alza como barrera natural entre Panamá y Colombia. No hay carretera ni vía lícita que la cruce, por sus trochas recónditas y enmarañadas solo se aventuran migrantes, que quedan a su suerte, en uno de los parajes más peligrosos del mundo.
El cruce legal entre ambos países solo se puede realizar por avión o en lanchas de cabotaje que bordean la Comarca Guna Yala, donde viven los guna, indígenas irredentos que defienden su autonomía. Yo opto por la vía marítima, la forma más complicada y alucinante.
El viaje comienza en la Ciudad de Panamá con dirección a Puerto Cartí; primero por la carretera Panamericana y después, en El Llano, doblamos en un camino tan desvalido que es necesario hacer el recorrido en un vehículo cuatro por cuatro.
La vía se intercala entre grava, añicos de asfalto y baches que se parten en socavones. Entre laderas y barro se avanza en un camino anudado por la profusión de montañas. En un retén, la policía panameña revisa a la gente que transita por la ruta, verifica pasaporte e interroga sobre el propósito del paso. Esta es una salida no oficial de Panamá. Metros después hay un retén guna. Los indígenas casi repiten las preguntas de la policía, pero en vez de documentos, piden veinte dólares para entrar a su territorio.
La vegetación se alarga en espesuras, pero después de cinco horas el camino permanece en un declive largo que recae hasta una ensenada. Desde una colina se divisa un mar refulgente y los cayos que se conocieron como Islas San Blas hasta 2011 y que sobresalen como barcos astados por palmeras.
Puerto Cartí, es la salida de Panamá, pero también una puerta al delicioso Caribe.
Nada pasa sin supervisión de los gunas. “No puede tomar fotografías”, “no puede ir”, “tiene que esperar”, “nada más aquí”, y el abuso: “no puede ver”. Los gunas son celosos y tajantes cuando se trata de su nación. En varias ocasiones durante el viaje no necesito entender el dulegaya para saber que me están insultando y que les molesta mi presencia.
El insulto es razonable. La historia ha demostrado que mantener los lugares lejos de la mirada occidental es lo mejor para su supervivencia, pues nuestro mundo no permite la existencia de otros por mucho tiempo.
Aunque los gunas han enfrentado con tenacidad a ese destino. En los años veinte respondieron al gobierno de Panamá con fuego, cuando abiertamente les pretendió “civilizar”. La nación indígena se sobrepuso al estado panameño. Desde entonces, los nativos viven en autonomía en un vasto territorio en Darién y la zona de archipiélagos del Caribe.
Durante más de 100 años han vivido en hermetismo y a la defensiva, en un estado permanente de alerta. En Puerto Cartí ondean las banderas Guna Yala, con dos antebrazos cruzados con arco y flecha. También el estandarte de su revolución, una insignia amarillo y rojo con una esvástica, cuyo origen no tiene relación con los nazis -aunque no logro disociarlos y eso me perturba-.
En el puerto abordo una lancha bautizada como San Discovery. Viajo con un grupo de extranjeros que se aventuraron al cruce marítimo. El capitán y marinero son gunas, siguen el derrotero de memoria, eludiendo escollos y bancos afilados. Después de una barrera de arrecifes el agua se apacigua y permanece en una quietud de llano.
De pronto, el color turquesa es tan transparente que el fondo de arenas blancas se hace visible. Hay peces plateados, nadando en un espacio que parece vacío entre nosotros y el lecho marino. La rotación de la propela provoca una estela de espuma blanca que rompe la ilusión de que flotamos.
Nuestra primera parada es un cayo tan pequeño que apenas cabe una construcción empalizada, el único habitante del lugar se llama Apio. El hombre de sesenta años se dedica a la venta de cocacolas y solo acepta pagos en dólares. En esta lejanía, esa moneda y ese producto me parecen todo un símbolo.
El hombre aguarda en su hamaca -su paraíso secreto- a que alguna lancha, velero o yate arribe para comprar. Luego, Apio queda solo, acompañado de su radio que lo pone al corriente de las noticias de la tierra continental, que desde aquí parece otro planeta.
La gente del lugar habla dulegaya, pero ha tenido un contacto confuso con el exterior, lo que ha provocado nombres desatinados. A un pez del lugar los locales le llaman itsfain. Cuenta la gente que un anglosajón observó a un pescador y su excelente presa, que valoró con un ”it´s fine”. El guna entendió que así se llamaba ese tipo de animal y el nombre de a poco se propagó en la nación. San Discovery y Apio también son erratas sin fe.
Muchas veces el error nos ha marcado, el más grande: América. En 1492 Cristóbal Colón pensó que había llegado a unas islas en la costa oriental de Asia, cuando conoció a los primeros habitantes los llamó “indios” porque se creía en las cercanías de las Indias. Años después, cuando Colón ya había muerto, los cartógrafos y navegantes aducían que en realidad estas tierras pertenecían a un continente desconocido por los europeos.
El piloto Américo Vespucio escribió un par de obras, muy protagónicas, donde conjetura sobre las tierras halladas. Los textos tuvieron circularon en ambientes ilustrados, fue entonces cuando el respetado cartógrafo alemán Martin Waldseemüller se aplicó a realizar un mapamundi actualizado, donde se contempla por primera vez el continente (1507). Pero erróneamente atribuyó el primer viaje a Américo, así que en su honor bautizó América.
Pero estas tierras ya tenían nombre, los gunas la habían bautizado como Abya Yala, “tierra en florecimiento”.
Ni los gunas ni los europeos conocían la completitud del continente, pero aún así, el nombre que otorgaron los conquistadores fue el que prevaleció. Aunque desde hace unos años varios pueblos indígenas han recogido la idea de devolver al continente el nombre propuesto por los gunas. Creo que nos tomaría otros 500 años acostumbrarnos, pero vale la pena.
Cuando consigo autorización para entrevistar a un local, quien me explica que habla a nombre suyo, Juan, y no a nombre de la comunidad.
Le pregunto sobre Abya Yala:
Para nosotros es importante que se reconozca que somos los habitantes ancestrales de este lugar, también que nuestros abuelos tenían una relación de conocimiento y de profunda espiritualidad con las cosas que hay aquí, antes de que llegaran ustedes -sí, dijo ustedes-. Nosotros no teníamos necesidad de que nos inventaran ni de que nos descubrieran. Nosotros todavía estamos luchando por sobrevivir a un proceso que empezó hace 500 años”.
La tónica de la entrevista es clara y severa. Le pregunto sobre los problemas de la que actualmente enfrentan:
Aquí hay problemas de desnutrición y salud, hay necesidad de que traigan más centros de salud y que haya no solo posibilidad de acceder a educación, sino que haya oportunidad real de trabajo. Mucha gente de la comunidad, aunque tiene estudios, solo los contratan como empleados de limpieza en Panamá. Lo que te quiero decir es que hay un problema serio de racismo. Lo que hace falta es que ustedes se eduquen y entiendan nuestros propios procesos. Que respeten lo que somos”.
El encuentro no dura mucho, Juan me explica que tiene cosas que hacer. Como quien dice que no quiere perder tiempo con un extranjero. Sin saberlo, somos el infierno de alguien más.
Dormimos en un pequeño cayo donde dispusieron hamacas. Los gunas aprovechan sus cientos de islas para apartarnos, dormimos en su territorio, pero no entre ellos; digamos que el agua funciona como cerco cultural.
Los Guna vive de la pesca artesanal y de la cosecha de coco. Por la noche nos piden disculpas, en este lugar solo se consume la presa del día. Entonces traen cinco kilos de langosta fresca.
El atardecer cae en un rojo ardiente, las nubes cenizas, el mar es un reflejo de cielo.
Por la mañana me dedico a nadar. La isla es pequeña pero está rodeada de un prolífico arrecife coralino, me pongo mis googles y me sumerjo en un mundo marino. Encuentro colonias de peces, que se esconden entre pólipos. La corriente suave provoca que la arbolada acuática se sacuda con suavidad.
Este entorno es uno de los más biodiversos del mundo, una selva del mar. Gigantescas esponjas, algas y hiervas dan cobijo a los temerosos pececillos, algunos son tan coloridos que parecen parvadas de pericos. Las formaciones cálcicas dan estructura a la arquitectura subterránea. Es un paisaje definido por los colores, ciertos patrones de viveza alertan la portación de venenos. Los erizos mantienen las puntas en guardia, hay conchas, almejas y pulpos que se guarecen en cuevas.
El arrecife rodea el cayo, avanzo absorto. Por mi lado izquierdo la vida marina y de mi lado derecho el mar, que se abre como desierto misterioso.
Procuro el braceo lento para ver con detalle aquel mundo extraño. Cuando poso la vista al frente, después de una distracción, encuentro un tiburón. El animal, de unos cuatro metros, aletea con parsimonia. Basta menos de un segundo para que yo entre en pánico. El miedo más ancestral me ahoga, me siento atascado en el océano, cuando pataleo y nado para intentar escapar apenas y avanzo. Maldito cuerpo terrestre. Me siento francamente derrotado. Cuando vuelvo la vista al monstruo, el escualo abandona la escena, como exasperado por haber visto a un animalillo nervioso.
Salgo a prisa del agua, lo que me toma unos diez minutos. Me arrojo en la arena aliviado de pisar tierra. Un guna me explica que los tiburones rara vez atacan, se mofa de la conmoción que me ha dejado el encuentro.
(La imagen de aquel animal majestuoso se quedó grabada en mi mente, solo con los días me pareció hermoso; nadando fenomenal en aquel universo marino. Días después intenté un nuevo encuentro, sin suerte. Pero hallo una medusa gigante, una sombrilla imperturbable que navega en succiones de agua. Un animal que no ha necesitado de cerebro para sobrevivir, pero que ha logrado habitar el planeta por 500 millones de años).
Recientemente la nación Guna Yala tiene un frente de batalla nuevo: el cambio climático está matando este ecosistema, lo que ha provocado que el sustento de vida de los indígenas se venga abajo. Las cifras son de terror: según Naciones Unidas, solo en los últimos 10 años ha muerto el 14 por ciento de los arrecifes del mundo.
Además, el mar se ha crecido y los cayos, algunos habitados, empezaron a desaparecer. La población Guna es una de las más afectadas en el continente. El ritmo de alteración es extremo. Le pregunto al marinero de la lancha donde viajo si el aumento del nivel del mar es perceptible, “Sí, esto que ves allá hace unos meses no estaba inundado”.
Por la noche llego a Isla Caledonia, uno de los principales poblados de la comunidad Guna Yala. Paso la noche en un pequeño hotel, los mosquitos emboscan con ferocidad.
De las más de trescientas islas controladas por los gunas, Caledonia es la más importante. Aquí vive buena parte de los 30 mil indígenas que habitan en la zona. A su pequeño muelle llegan barcos colombianos llenos de mercancías, los gunas pagan con cocos el aceite, el azúcar y el café, que llegan del exterior.
Cuando se me permite conocer el pueblo (“bajo mi propio riesgo”) me da la sensación de que los niños están amotinados, juegan y se divierten en la calle con todo desparpajo. Encuerados y a medio vestir se trepan a todos lados, con gritos y carcajadas hacen un barullo tremendo. Camino y tengo que esquivar pelotazos, botellazos y pedradas. En cuestión de minutos unos chiquillos se me cuelgan del cuello y juegan a que me ahorcan.
Las niñas apenas caminan y ya se sienten mamás, llevan en rebocitos bebés de verdad. Todo lo utilizan como juguete, encuentran un fierro y lo hacen añicos para formar un camioncito; con vidrios rotos sierran una palmera para derribarla. No veo adultos, honestamente creo que todos están escondidos de los niños.
Todas las casas están construidas de varas y techos de palma. Es un lugar donde uno queda perdido con facilidad, las calles son laberínticas y no hay montañas o postes que sirvan de referencia.
Un grupo de niños me acompaña mientras camino. Me agarran de las manos y me dan una ternura enorme. Pero cuando intento regresar al sitio donde me hospedé, ellos juegan a perderme y llevarme a los peores lugares de Caledonia: al corral de un marrano mordelón, a la casa de una anciana que me recibe furibunda, a un caño roto infestado de moscas y humores nauseabundos.
Me escapo de la pandilla y encuentro la Casa de Chicha Fuerte y el Congreso, una gran construcción de cañabrava. Aquí las abuelas y abuelos deliberan sobre la gobernanza de la comunidad. También aquí se hacen las celebraciones más importantes, la mayoría, relacionadas con la feminidad.
Cuando nace una bebé, la gente del pueblo se congratula durante días con chicha fuerte, una ardiente bebida de maíz. Cuando crece la niña, la familia se reúne para la Ico Inna, una celebración en la que perforan la nariz de la infanta con un hilo; con los años se le pondrá una argolla dorada. Cuando llega la primera menstruación, las mujeres de la comunidad preparan baños tibios y aromáticos, en el llamado Inna Muus Tiki. En esos días se hace Ina Suit, para cortar el pelo de la adolescente, entre cantos.
Los varones tienen solo una celebración en la adolescencia, donde hay bebidas alcohólicas. Pero para conseguir matrimonio, deben probar a sus suegros que están preparados. Durante una semana, el galán se pavonea en casa de la novia haciendo cantos alusivos al casamiento. En caso de ser aceptado, mudará sus cosas a la casa de la esposa.
Las danzas son primordiales para la nación Guna. En el centro del pueblo me toca presenciar una celebración. Los hombres y las mujeres danzan sin tocarse, en lo que me parece un cortejo inocente. La música la componen los propios danzantes, con flautas dulces y sonajas. Los varones ataviados con camisas coloridas y sombreros. Ellas llevan vestidos con molas, pulseras de chaquiras, velos estampados, con las mejillas espolvoreadas de axiote. Sobre hojas secas llevan a cabo baile cadencioso.
El resto de la comunidad presencia la danza alrededor, los viejos desde un sitio privilegiado. El respeto por los adultos mayores me admira, aquí es impensable que un anciano muera en la soledad de su casa. Son ellos los portavoces, la memoria del pueblo y los custodios de los cantos sagrados.
Cuando cae la noche en Caledonia la oscuridad es total. No hay luz eléctrica. Desde una bocacalle donde domina la penumbra escucho la insurrección de los niños. Decido huir y meterme bajo las cobijas, aunque no tenga sueño.
Salgo de Caledonia en lancha para llegar, por fin, a Colombia. Avanzo sobre la costa, bordeando el Darién. Durante todo el viaje no dejo de pensar que detrás de la primera línea de montañas hay migrantes cruzando esa tierra inclemente. En la costa, la brisa marina refresca; sobre la sierra, el sol cae como plomo fundido.
La selva es casi impenetrable, la vegetación es cerrada y las alimañas peligrosas. Durante semanas los migrantes se internan en ese ambiente terrible, controlado por paramilitares y traficantes de drogas. Algunos gunas cobran servicios de guías a los indocumentados, pero según me explica un residente de Armila, los indígenas también viven las consecuencias de la crisis humanitaria.
El hombre me relata que los gunas que participan en la migración terminan con problemas psicológicos. “Ven cosas tan feas que terminan alcohólicos o drogadictos”.
No se sabe la cantidad de gente que muere en el Darién, los cuerpos quedan abandonados en las brechas. “Hay ríos que se contaminan por la cantidad de cadáveres”, me asegura el hombre, y cuenta que hay comunidades indígenas que han tenido problemas porque sus fuentes de agua están infestadas.
El Darién es el paso obligado para los migrantes. Ellos no bordean en lanchas, ni veleros. Su condición furtiva los empuja a caminar entre peligros, donde no hay gobierno, ni organización que se decida a intervenir. Ese infierno está construido por el abandono del mundo.
El final de mi paso por Centroamérica me da esta escena, tan contrastante que enferma: europeos en sandalias y embadurnados de bloqueador, turisteando por el idílico Caribe, mientras a unos kilómetros, tras una hilera de montañas, hay familias desesperadas caminando por la selva hacia Estados Unidos.
Si los migrantes indocumentados, en lugar de seguir hacia el norte, se decidieran a subir las montañas del este, descubrirían tras el telón que hay personas gozando en despilfarro. Hay revoluciones que empiezan por menos que esto.
¿Y si los turistas vieran lo que pasa del otro lado? Al menos compruebo con un grupo que sí saben. Pero una alemana nos revela el secreto de la felicidad: “La situación es trágica, pero a veces es mejor no saber”,
Día 76.
Llego a Colombia por el puerto de Capurgana. Después de instalarme, dedico un par de horas a ver lo que pasa en el muelle. Familias enteras llegan al poblado en su preparación para cruzar el Darién. Niños y mujeres con bebés en brazos. Mochilas con comida, botellones de agua, botas de hule, lámparas y navajas. Prendas de vestir que no dejan pedazo de piel al descubierto, ya vienen prevenidos para la insolación y las alimañas. Según el gobierno de Panamá este año se batió el récord de personas que cruzan por la selva: 158 mil según datos oficiales.
El embarcadero es insignificante, pero, a veces, da la sensación de que recibe gente de todo el mundo. Porque el viaje no comenzó aquí, hay gente que lleva meses o años de travesía. Este será un obstáculo más.
Diviso un par de chiquillos felices de hacerse cargo de la casa de campaña de la familia, como si se prepararan para un día de campo. Mañana entrarán al Darién. Mundo ruin.
*El 15 de agosto de 2022, José Ignacio De Alba emprendió un camino de miles de kilómetros en busca de las historias de una América latina inexplorada: la de sus márgenes y sus periferias. El viaje arrancó en Belice, nuestro pequeño y extraño vecino del sur. El objetivo es llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del continente, a través de veredas y rutas olvidadas, donde se pueda contar la vida cotidiana de la gente común. En este espacio iremos publicando las historias que irá encontrando…
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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