Esta es una crónica sobre el ascenso a una de las montañas más altas de Bolivia. Un viaje a la Cordillera Real andina y su centenar de picos nevados. Un camino arduo sobre el techo del mundo, que de pronto adquiere los rasgos de un infierno glacial
Texto y fotos: José Ignacio De Alba
BOLIVIA. – En las calles de La Paz, las agencias turísticas promocionan subir a las montañas más altas del país como si se tratara de ir a un paseo en el campo. En plena banqueta uno puede contratar una expedición a alguno de los picos más altos de América.
A diferencia de otros lugares, hacer alta montaña en Bolivia es muy barato, así que aquí se dan cita alpinistas profesionales y entusiastas de momento. La expedición de tres días, para subir el Huayna Potosí, cuesta unos 155 dólares. El precio incluye guías, comidas, hospedaje y equipo de alta montaña. Eso sí, en la banqueta nadie advierte que mucha gente ha muerto en el Huayna Potosí, que las temperaturas pueden llegar a menos 20 grados Celsius, que el clima es impredecible y puede suspender la escalada, que solo unos pocos llegan, que el oxigeno es escaso y la altura desbarata atletas.
Día 328.
Me animo a ir al Huayna Potosí y por la noche apenas duermo unas horas, algunas imágenes me persiguen. Mi lado más fatalista me divisa muerto en la frialdad de la nieve. Por otro lado, pienso que es muy probable que no lo logre llegar a la cima y divago horas pensando en si eso es fracasar. ¿Por qué de pronto tengo la necesidad de subir a esa montaña nevada? Sin duda, sucumbí a una especie de encantamiento desde que llegué a los Andes.
Día 329.
El despertador me hace levantarme de la cama con malestar en la garganta. Tengo las amígdalas inflamadas. En los minutos antes de que pase el guía por mi voy a una farmacia y la dependienta me surte antibióticos sin necesidad de una receta, como si me estuviera vendiendo chocolates.
Mantengo en secreto el malestar y empiezo a tomar las dosis de antibióticos como un drogadicto que se esconde para pincharse. Mis preocupaciones sobre la montaña se duplican cuando todavía no le he puesto un pie.
El grupo que irá al Huayna Potosí es de siete personas. Nos reunimos para probarnos el equipo y para llegar hasta el primer campo base, ubicado a 4 mil 700 metros sobre el nivel del mar. En el primer día, cuatro personas renuncian a la aventura. La altura les provoca vómitos, dificultades para respirar, pero también intuyo que algo de miedo.
Quedamos tres personas; una boliviana con una valentía admirable a quien llamaré Puma. También sobrevive un personaje que para términos prácticos llamaré Caín.
Los guías deciden hacer dos equipos y determinan que Caín y yo intentemos la cima juntos. Iremos amarrados con una cuerda junto a uno de los guías. En este punto nos explican la regla dorada: si uno de los dos no puede seguir el camino hacia la cúspide los dos estamos obligados a retornar. Es decir, además de preocuparme por mí, tengo que ver por mi compañero. Qué difícil es el trabajo en equipo…
También nos explican que el oxígeno suplementario es solo para volver al campo base, no para seguir el camino hacia arriba.
En la primera noche en el campamento nos dedicamos a beber té y a aclimatarnos. Evito hablar con Caín, que es tan insoportable y egoísta que tengo el pensamiento demencial de hundir a voluntad a mi propio equipo. No diré su nacionalidad, para no exacerbar prejuicios.
El frío alcanza los cero grados. El aire parece más ligero con la altura. Nos circundan otros picos de la Cordillera Real. Huayna Potosí me parece increíblemente hermoso, también me parece imposible, con sus enormes masas de hielo, sus paredes de roca, la cima es la punta de una cresta.
Nadie concilia el sueño. La altura provoca un poco de dolor de cabeza y el oxígeno es tan escaso que de pronto se tiene que hacer el esfuerzo de respirar. Entre sueños otra vez las imágenes del fracaso, pero también la cima recóndita.
Día 330.
Huayna Potosí, se encuentra a un par de horas de La Paz y no requiere tantos conocimientos técnicos para subirla, aunque no deja de ser un reto. El calentamiento global ha provocado que la escalada se vuelva más peligrosa. El deshielo del glacial ha vuelto a la cumbre muy inestable y la ha vuelto mortal.
Por la mañana tomamos un desayuno ligero y caminamos entre pedregales empinados hasta el último campamento base. Cargamos con el equipo, casi 20 kilos; botas de alpinismo, sleeping, crampones, piolet, arnés, cuerdas y ropa especial para el frío. Descansamos a una altura de 5 mil 200 metros, lo que equivaldría a pasar la noche en la cima del Iztaccíhuatl.
El guía nos explica que hay muy buen clima para hacer cima, llegar solo depende de nosotros. Yo tengo las emociones tan revueltas que olvidé la infección de la garganta. Nos recostamos a sabiendas que no dormiremos nada. El refugio cruje con el viento.
Por una ventana se ven lo cascarones de hielo, la noche es tan limpia que la vía queda expuesta a cielo raso. En la oscuridad se pierde la cima de la montaña, pero de alguna forma se siente su presencia. En este punto me siento lejos del mundo, muy lejos de mi casa.
Día 331.
A la una de la mañana nos alistamos para escalar hasta la cumbre, después de tres días de no dormir y de cansancio físico acumulado nos lanzamos al día del “ataque”. Me parece que la fuerza de este último día es pura adrenalina y voluntad. Con lámparas nos abrimos paso hasta llegar al glaciar del Huayna Potosí.
Los crampones se clavan sobre el hielo con dificultad, como si se intentara encajar sobre piedras. En el cielo una enigmática luna rojiza. Solo se escucha el crujir del hielo y las respiraciones agitadas. De pronto el mundo es de cristal, hasta el frio corta.
El ritmo de caminata es pesado. Las manos van protegidas con dos fundas de guantes. Con una mano se sostiene una cuerda que nos mantiene a los tres juntos, si alguno llega a resbalar los demás tendremos que sostener el peso para evitar que caiga en la profundidad de la ladera.
El piolet ayuda a conseguir agarre, pero de pronto pienso que con las púas de los crampones y el pico metálico lastimo la montaña. Cada vez que clavo hiero. Ojalá que Huayna tenga clemencia.
A pesar de las capas de calcetines, las botas y la pequeña elevación de los crampones el frío me entumece los dedos de los pies. Mientras camino intento moverlos para ganar temperatura. Procuro no tomar agua, para evitar la operación de quitarme uno de los pares de guantes y exponerme más al frío.
El camino es terriblemente engañoso, pasamos sobre puentes de hielo, estalactitas de varios metros y grietas hondas. Cuando me asomo con lampara a una de esas gargantas no logro encontrar el fondo, pero miles de cristales reflectan la luz. Las formaciones pueden cortar como vidrios.
Caminamos junto a estas quebradas, sobre un piso resbaloso y apenas con agarre. La concentración en el camino apenas permite hacerle caso al miedo que llama desde el fondo del vacío.
A veces, el paso se vuelve amable y es solamente nieve suelta, aunque de pronto demasiado profunda y cuesta sacar las botas. Sobre una rimaya pasamos a otros grupos de escaladores. Mi equipo logra buen ritmo, pero 400 metros antes de la cima nos entramos por radio que Puma y el otro guía tuvieron que volver a causa del cansancio y el frio. Me da pesar que la única boliviana del grupo no pueda seguir.
Nosotros seguimos el camino, hacia la punta cada vez más inclinada. En algunos puntos escalamos ángulos de más de 60 grados sobre subidas de hielo. También llegamos a un campo lleno de pináculos de nieve que vuelven el paisaje singular.
Con la elevación vemos las luces de La Paz, también otras montañas de la Cordillera Real ganan prominencia. Desde esta altura se alcanzan a ver cientos de montañas nevadas, lagos escondidos y las nubes ya muy por debajo de nosotros.
El final del camino es terriblemente duro y peligroso, caminamos sobre una arista, como quien camina sobre la cresta de una ola. Los pedazos de nieve que caen a nuestro paso se deslizan en un desfiladero de cientos de metros. Nunca he temido a las alturas, pero en este paso el vértigo me aterroriza.
Cuando llegamos a la punta, tengo la sensación de estar sobre la cima del mundo. Hacia el oeste la vista alcanza el lago Titicaca y Perú, hacia el este la tierra se sumerge entre nubes y puntas de montañas. El sol empieza a surgir en una furia de anaranjados. Siento unas terribles ganas de llorar. Aquí culmina el miedo, el cansancio, el frío. Pero también es la felicidad y la belleza de pertenecer a todo esto.
Algo tienen las montañas que completan el espíritu, algo de divino se esconde en estos lugares. Quizá son la manifestación más pura de la magnificencia de la naturaleza.
En la cima, Caín y yo no reconciliamos, después de este viaje nada en el mundo puede ser tan malo. Apenas pasamos 20 minutos en la cúspide y ya tenemos que empezar a bajar. Con la salida del sol hay descongelamientos que vuelven muy peligroso el descenso.
El sol se eleva como un dios que calienta al mundo. La nieve resplandece en su pureza azulada. La radiación aquí es tan alta que es conveniente utilizar gafas solares, intento ponerme bloqueador pero la crema está totalmente congelada.
El descenso es mucho más rápido que la subida. Cuando llegamos al campamento encontramos a Puma, que no ha terminado de temblar de frío. A veces solloza. Pero aún no se recompone cuando dice algo que parecería inexplicable: “el próximo año voy a intentar de nuevo subir el Huayna”.
De vuela a La Paz me siento otro, como si ahora llevara una montaña dentro de mí.
*El 15 de agosto de 2022, José Ignacio De Alba emprendió un camino de miles de kilómetros en busca de las historias de una América latina inexplorada: la de sus márgenes y sus periferias. El viaje arrancó en Belice, nuestro pequeño y extraño vecino del sur. El objetivo es llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del continente, a través de veredas y rutas olvidadas, donde se pueda contar la vida cotidiana de la gente común. En este espacio iremos publicando las historias que irá encontrando…
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