Con Guatemala, nuestro otro país fronterizo, hay bastantes parecidos. Belice, en cambio, es un país que se siente como isla, a pesar de estar atado al continente… con esta crónica arranca la serie del #CaminoaUshuaia
Texto y fotos: José Ignacio De Alba
CIUDAD DE MÉXICO Y SAN IGNACIO, BELICE.- ¿Qué llevar a un viaje de un año? La respuesta es casi nada. La preparación para salir es una especie de desprendimiento material. Las cosas son un arraigo a los lugares. Tener es quedarse. Entonces, a la mochila de viaje uno procura llevar casi nada. Lo verdaderamente necesario es lo único que uno está dispuesto a cargar y, una vez en la marcha, uno decide deshacerse de otro tanto de cosas. Vivir con la casa a cuestas, implica moverse lento pero constante. Como caracol, uno se agazapa en los caminos.
Cuando inicio el viaje veo el mapa volteado, camino hacia el cono sur como si fuera el norte. En estos días se ha tornado para mi muy significativo un dibujo del pintor uruguayo José Torres García llamado “América invertida”. En su momento el artista propuso aquella obra desde una poderosa perspectiva política: convertir el sur en nuestro norte, que América orientara sus aspiraciones identitarias en el sur.
Pero todavía veo la Patagonia demasiado lejos, todavía me parece inverosímil. Cuando digo que voy a Ushuaia (la ciudad más austral del mundo) lo hago en tono de broma. Bajo esta meta se formula un fracaso: la imposibilidad de conocer a fondo los lugares. Sé que tendré la oportunidad de conocer mucho, pero aún así habrá otro tanto que ni siquiera llegaré a ver. Lo difícil ha sido descartar. Voy de paso a todos lados.
Mis últimos días en la Ciudad de México los paso visitando amigos que no veré en mucho tiempo, también con mi familia. También paso horas en la computadora viendo mapas y lugares. Trato de darle seguridad a la gente que se queda, les digo que sé lo que hago (aunque no tenga ni puta idea).
Un día me propongo dormir en el sleeping que compré para el viaje. Renuncio a la cama por una noche para probar la suerte que me espera. Me instalo en el cuarto, me meto en el saco de dormir y me despierto con un dolor lumbar de antología. Me cuesta todo el día reponerme de la noche.
Unos días después me propongo limar asperezas con el sleeping, pero ahora instalo la casa de campaña y me meto con todo y saco de dormir. Pasadas un par de horas me parece que estoy durmiendo en una vaporera, sudo como si me acabara de bañar. Cuando despierto estoy adolorido de la espalda y con seguridad un poco de deshidratación. En esos días me preguntan ¿cómo van los preparativos? “De ensueño, es el viaje de mi vida”.
Decido no humillarme más y renunciar a las pruebas de sleeping y casa de campaña. No puedo empezar el viaje moralmente derrotado, me hago a la idea de que en el camino las cosas se irán arreglando.
Me preocupa el dinero. Hago malabares, cobro deudas que parecían olvidadas, me resigno a la idea de que nunca va a haber posibilidades de tener un viaje ideal. En un principio planeé hacerlo en motocicleta, hice números: imposible. La idea de hacerlo en bicicleta me guiñó el ojo, pero concluí que pasaría la mayoría de tiempo pedaleando. La fórmula casa de campaña y viajar en autobuses y de dedo me parecen lo más viable.
Día 1.
Mi papá me lleva al aeropuerto de la Ciudad de México, muy preocupado porque me vaya bien comido al viaje procura que nos echemos un “desayuno norteño”. Con un buen atracón de machaca nos despedimos, nos abrazamos y nos damos un beso. Un día antes de partir yo bromeo en la mesa y explico que a veces creo que no voy a llegar a Ushuaia. La gente que está en la mesa me dice que obviamente voy a llegar, pero mi papá contesta: “No te preocupes, hijo, no tienes que llegar a Ushuaia, yo ya estoy orgulloso de ti”.
Su respuesta me quita un peso de encima, también me conmueve. Mi papá siempre con más amor que orgullo. No importa el disparate en el que me enrolle, siempre es un asidero.
Llego en avión a Chetumal. Me propongo iniciar el viaje en un sitio cercano y distante: Belice.
Qué paradoja: Yo diciendo que América Latina es toda hermana por su historia, que no somos uno mismo porque no queremos, llego a Belice y experimento una sensación de extravío desde el principio. Aquí se tiene por reina a la señora Isabel II, el rostro de la monarca con su pelito algodonado brilla en los dólares beliceños, en algún grafiti, hasta en las escuelas se enseña que estas tierras son una colonia.
Desde que cruzo la frontera de Santa Helena todo se paga en dólares. Es caro, de hecho, esa es una de las razones por los que los migrantes indocumentados que buscan llegar a Estados Unidos evitan pasar por aquí. Pero Belice se mantiene atractivo a turistas de habla inglesa, sus cayos situados en el Caribe son un atractivo internacional. La “Isla Bonita” de Madona no es otra que San Pedro. En lo personal, me inclino por el caribe mexicano.
Tierra adentro, es una planicie dedicada a la caña, al petróleo; tan colonia ella.
Belice es un país bastante caribeño, con sus negros y sabores, pero también es bastante maya, con sus ruinas y sus nativos. Sus pobladores son también una mezcla de negro-mayas, en el virreinato les llamaban zambos (ahora el término es políticamente incorrecto). Pregunto en español y me contestan en inglés. Me empeño y en una nueva conversación pregunto en inglés y me contestan en español. Pago en dólares beliceños y me dan dólares norteamericanos, me deshago de los dólares norteamericanos y me transan con la conversión. Hay una mezcla de todo esto que me gusta, hasta me parece el futuro.
Pero yo que voy diciendo que las naciones son un mal invento, dejo Belice creyendo que las historias patrias son mejores que ser un país tan poco original. Espero que esto no lo lea ningún beliceño (no hay tantos, apenas 400 mil).: La arquitectura, las marcas (que extraño que las marcas comerciales de nuestros países nos doten de cierta identidad), la lengua, no parecen estar ancladas a la región. Con Guatemala, nuestro otro país fronterizo hay bastantes parecidos. Belice, en cambio, es un país que se siente como isla, a pesar de estar atado al continente.
Viajo todo el día por Belice y en la noche me veo caminando solo en la carretera. Me pendejeo un rato por no haber previsto ni siquiera la primera noche. Pero logro hallar una zona para acampar, me atiende Miguel, un maya que se siente más a gusto hablando en inglés. Me platica de algunos atractivos de la zona, me emociono, me dice los precios y me decepciono. Acampo bajo un árbol y pienso que he tenido suerte.
Día 2.
Huyo de Belice. Necesito más tiempo para cacharlo, para entenderlo. También necesito más dólares, así que prefiero salir de esta isla y tomar rumbo a Guatemala. El chofer del transporte que tomo rumbo a la frontera beliceña me explica: “Éstos se siente ingleses, pero no se crea amigo, Guatemala vale más la pena: es la Nueva York de Centroamérica”. Creo que ahora sí ya no entendí nada.
Tomo un camión en la frontera guatemalteca y me bajo en Las Flores. Tengo un hambre de los diablos, encuentro una pollería y me chuto medio pollo. Me doy cuenta de que los comensales de enfrente están armados, pero no importa, ellos también están con su pollo. Desde la entrada de Guatemala encuentro a varias personas con gorras que dicen “701” o “El Chaparrito”. Nadie me lo tiene que decir para entender que el Petén está a ligado al Cártel de Sinaloa.
Saco dinero de un cajero y compro un poco de despensa y frutas. Me preparo para ir a Tikal. No pienso gastar dinero en los restaurantes para turistas. En el mercado de Las Flores un personaje destaca entre los demás. Es una mujer rubia, de ojos azules, va vestida como las lugareñas: de larga falda con bordados de flores. Se desenvuelve con mucha naturalidad, en una mano lleva bolsas de las que sobresalen unas acelgas gigantes, en la otra lleva de la correa a un par de perros pulgosos. Camina con ella su hijo, de unos 15 años. Encuentro la oportunidad de acércame a ellos y preguntarles qué hacen. Ella me responde que son suizos y que llevan un par de años viviendo en el Remate, que están encantados por el clima y la selva, que los guatemaltecos son las personas más amables del mundo. “Suiza es una porquería, es un país chiquito, con mentalidad chiquita. La gente vive encerrada en sus inseguridades”, me dice.
Viajo a Tikal y me instalo junto a una arbolada tupida. Paso mi segunda noche entre el aullido de los monos.
*El 15 de agosto, José Ignacio De Alba emprendió un camino de miles de kilómetros en busca de las historias de una América latina inexplorada: la de sus márgenes y sus periferias. El viaje arrancó en Belice, nuestro pequeño y extraño vecino del sur. El objetivo es llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del continente, a través de veredas y rutas olvidadas, donde se pueda contar la vida cotidiana de la gente común. En este espacio iremos publicando las historias que irá encontrando…
Con Guatemala, nuestro otro país fronterizo hay bastantes parecidos. Belice, en cambio, es un país que se siente como isla, a pesar de estar atado al continente….
Por José Ignacio De Alba
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Por José Ignacio De Alba
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Por José Ignacio De Alba
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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