La Sierra de Santa Marta, una de las regiones más biodiversas de Colombia, es resguardada por cuatro pueblos indígenas que han logrado conservar su cultura y sus sitios sagrados a pesar de las amenazas que representan la coca, la minería y el turismo
Texto y fotos: José Ignacio De Alba
SIERRA NEVADA, COLOMBIA.- La covid y una visita imprevista cambian el ritmo del viaje. Mi encuentro con el único país de Sudamérica que había conocido antes, es gustoso. En las tres ocasiones anteriores, siempre con poco tiempo, conocí pueblos de Antioquia y Chocó que le plantaron cara a la guerra con una ejemplar cultura de paz; en Medellín viví el plebiscito sobre los Acuerdos de Paz, visité las comunas.
Ahora repaso Colombia más despacio, me doy oportunidad de conocer sus sitios históricos, sus pueblos indígenas, su apabullante diversidad biológica. Me quedo tres semanas en Magdalena, visitando pueblos de los que nadie habla, pero que son importantes para la historia de los pueblos vivos de todo el continente.
Día 78.
La entrada a Colombia por Capurganá requiere paciencia tibetana. Llego un viernes por la tarde y la aduana permanecerá así hasta el domingo. Debo permanecer en Colombia en estatus de llegado, pero no recibido. La espera se prolonga en un pueblo con una combinación extraña: traficantes de drogas, migrantes y colombianos salseros. Cuando por fin llega el lunes, la oficina abre, pero no hay luz, así que toca esperar. Cuando por fin la electricidad se restablece, la oficina ya está cerrada. Cuando abre y hay luz, el encargado de poner los sellos no está.
En un momento del medio día coinciden tres cosas, como un eclipse raro: la oficina abre, hay electricidad y el hombre que pone los sellos aparece en camiseta. Los extranjeros nos apelotonamos urgidos por obtener el deseado permiso para pasar. Me preparo para el interrogatorio, pero el oficial ya revestido con camisa oficial pone la marca sin preguntar, como disgustado porque hay luz y la oficina está abierta.
Día 79.
Ya oficialmente en Colombia tomo una lancha que me lleva a Necoclí y de ahí un par de autobuses hasta Cartagena de Indias. Llego por la noche y la ciudad no cabe en alborozo: está por celebrar su Independencia, así que hay carnaval con semanas de anticipación. Colombia es el país con más festividades en el mundo, después de la India.
Duermo envuelto en un vaho que sopla desde el Caribe. En la calle, el baile y la música mantienen a la ciudad en una exaltación caótica.
Día 20.
Me despierto titiritando de frío y caigo en la cuenta de que estoy enfermo. Solo una afección logra fríos en este puerto. Paso los días encerrado, desarrollando síntomas de covid. Por estos días, Colombia tiene semáforo epidemiológico naranja. Pasar por los lugares implica, a veces, compartir sus enfermedades. Me enclaustro con paracetamol, en un sopor que se extenderá dos semanas.
En la enfermedad uno extraña doble. Por primera vez desde que inicié el viaje, me dan ganas de regresar a casa.
Día 9}3.
Los síntomas de covid se fueron, excepto la fatiga que tengo instalada. Y ahora tengo una acompañante inesperada: Mi hermana encontró un vuelo barato a Cartagena y en menos de una semana ya estaba aquí. El abrazo que necesitaba llega en forma de embestida.
Ana puede ser una persona peligrosa. Llegó a Cartagena el domingo 13 a las cuatro de la mañana y antes de las seis ya le habíamos dado la vuelta a la ciudad amurallada y repasado los antiguos cañones de las almenas. Para las nueve de la mañana yo ya tenía temblorina.
En Cartagena, el carnaval continúa. Cuando logro salir de nuevo encuentro un grupo de mulatas que bailan en la calle con piñas en la cabeza y un rumboso movimiento de caderas. Me recompongo con jugos de mandarinosa fresca y caldos de pescado.
Maravilloso país de frutas, flores y café.
Día 100.
Dejamos Cartagena el 16 para viajar a Santa Marta, donde nos separamos unos días. Ana se fue con un tour y yo me quedé a escribir el trabajo atrasado por la enfermedad, de la que aún no me repongo del todo. Pero no soporté el calor del Caribe y después de unos días huí a Minca, una zona más montañosa.
Nos reencontramos cuando ya está la euforia del Mundial de fútbol en Qatar. En un momento soporífero de un partido, Ana encuentra en un estante un libro llamado “Cañones de Colombia”. En los peñascos agrestes de una fotografía localiza un pequeño sendero que apenas se logra trazar en la impresión. Me dice emocionada: “Mira, hay un camino, eso significa que podemos llegar”. Me estremezco
Teyuna, a donde iremos, es uno de los sitios arqueológicos más importantes de Colombia, un lugar aún sagrado para los indígenas Kogui, Wiwa, Arhuaco y Kankuamo, herederos de la cultura tairona. En los últimos 40 años, estos pueblos han padecido la intromisión de actividades perniciosas: la minería, el narcotráfico y el turismo a gran escala.
El territorio ancestral abarca desde el Caribe hasta los picos Colón y Bolívar Pico (las montañas más altas de Colombia). Es una de las geografías más singulares del mundo, una zona donde se resumen todos los climas: sobre el mar y las dunas, comienzan los manglares y la jungla, que desaparece entre montañas selváticas, que a su vez se tornan en bosques con cumbres nevadas de nieves perpetuas.
En los próximos días, mientras termino el trabajo, nos dedicaremos a preparar el viaje a Teyuna, “donde nacen los pueblos de la tierra”.
Día 104-
La coca.
Salimos del puerto de Santa Marta, para seguir esta sucesión de climas, hasta llegar al poblado de La Aguacatera, donde se avecindan la costa y la selva. Ahí tomamos un vehículo cuatro por cuatro para adentrarnos a la sierra. La elevación se rige en altibajos, los caminos se sobreponen en torceduras y el vehículo avanza a marchas forzadas.
Llegamos a Machete Pelao, un pueblo que ahora se dedica a recibir turistas. Hace años, la vocación del lugar era la venta de pasta base de coca y marihuana. Aquí se encontraban los traficantes y los agricultores a negociar. Cada domingo las calles se convertían en bazar. Luego, la droga seguía su curso a Estados Unidos y la gente volvía a las comunidades. Pero basta echar un vistazo al pueblo para entender que aquí nadie se hizo rico con la “bonanza marimbera”. Las calles son ruinosas, casas inacabadas, mulas flacas, comercios escasos.
Colombia produce el 70 por ciento de la cocaína que se consume en el mundo y cada día se consume más, a pesar de las duras políticas antidrogas, auspiciadas por Estados Unidos, el principal consumidor. Según la encuesta anual de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito la producción de cocaína creció 47 por ciento en 2021. En los últimos años la presencia de organizaciones criminales mexicanas es cada vez mayor. Los cárteles de Jalisco y Sinaloa han desplazado a organizaciones locales y se encargan del negocio desde el cultivo. Las zonas de mayor producción de estupefacientes se concentran en el Pacífico y en sitios de alta vulnerabilidad, como Nariño, Putumayo y Norte de Santander
En la Sierra de Santa Marta, la demanda de drogas de Estados Unidos convirtió la planta espiritual de los indígenas en un monocultivo, los campesinos encontraron, por fin, un producto redituable y desmontaron selva para parcelar. También se introdujo marihuana. Un guía que se dedicó a estos menesteres relata que era tan grande la producción que “se necesitaban 600 mulas para sacar un cargamento de droga”.
En los años 90, el gobierno inició la fumigación de algunos sembradíos, las tierras quedaron inservibles y los agricultores más pobres que antes. El paisaje quedó cicatrizado, los lomeríos quedaron desmochados, estériles.
A partir de Machete Pelao se sigue el camino a pie, durante tres días para llegar a Teyuna. El camino de tierra se disuelve en fango, el piso se hunde y las subidas cobran el doble de esfuerzo. El cielo se vuelve etéreo, la humedad se convierte en llovizna. Las nubes se cierran y nos barre un chaparrón. Sobre las cumbres de las montañas se pueden ver las zonas en que la gente solía sembrar coca.
Actualmente, grupos paramilitares están en conflicto por el control territorial de la región. Hay desapariciones, asesinatos y extorsiones generalizadas. Según la Defensoría del Pueblo de Colombia, en la Sierra Nevada de Santa Marta hay más de 800 personas desplazadas. En 2003, unos turistas que viajaban a Teyuna fueron secuestrados. Uno de los tres extranjeros resultó tan mal caminante que los captores decidieron abandonarlo en la selva, con un mensaje. La autoría del rapto se la atribuyó el Ejército de Liberación Nacional, la finalidad no era obtener dinero sino llamar la atención del gobierno sobre la situación que vivían los campesinos de la zona, azolados por paramilitares.
Le pregunto a nuestro guía si la empresa turística para la que trabaja paga extorsión. Me da la respuesta que daría cualquier guía “no”. Que pregunta tan boba… Desde el 2003, nadie volvió a ser molestado. Pero no hay forma de llegar Teyuna sin un tour, a pesar de que se podría realizar el camino en solitario.
Llegamos a un campamento, la lluvia vigoriza los ríos. Dormimos con el sonido del agua exaltada.
Día 105.
Los pueblos.
Apenas sale el sol y la lluvia se apacigua, aunque no escampa por completo. La caminata prosigue por las cuestas, el sendero se vuelve cada vez más selvático. Embadurnados de lodo, encontramos al primer indígena, un Kogui montando una mula. La imagen es contrastante: el muchacho lleva una túnica blanca, impecable, a pesar de los encharcamientos. Luce una melena larga y negra, muy tersa. El rostro moreno y de facciones suaves, me parece hermoso. Nosotros indignos en el encuentro, sudorosos en el fango, tan entierrados como una lombriz. La impresión es tan fuerte que la primera pregunta que hace uno de los turistas cuando hay oportunidad es “¿por qué tienen la ropa tan blanca?”.
Un indígena responde: “La lavamos con el cepillo y jabón en el río”. Que pregunta tan boba…
Les pregunto por qué llevan el pelo largo. “Es como las montañas, que llevan sus árboles y sus ramas”. Cuando cuestiono sobre el gorro níveo que suelen llevar me responden que imitan la nieve que lleva el Pico Colón.
Los pueblos indígenas de Colombia están repartidos en la diversa geografía del país. Oficialmente se estima que hay más de un millón de indígenas, agrupados en un centenar de etnias. Aunque, como en toda América latina, el país cruza por un proceso de reconocimiento identitario que ensancha las cifras.
Los pueblos de la Sierra Nevada no solo veneran a la naturaleza, se mimetizan con ella. Comúnmente se dice que tienen una conexión con su entorno, pero no; ellos son las montañas. Incluso, las casas hechas con barro y varas replican la posición de las cordilleras. Algunas hasta tienen copetes de palma para imitar las cumbres prominentes.
Occidente tiene una división muy tajante entre el mundo natural y lo que es humano; incluso las personas se suelen ubicar fuera del reino animal. Aquí esa fórmula no existe, uno es con todo. Un animismo vital.
Apenas es el segundo día de viaje, pero la pesadumbre me tiene abatido. Me decido a probar la coca. Meto una docena de plantas en la boca y una pizca de calcio salitroso. Masco de a poco, el sabor es amargo, parecido al mate, la boca se adormece. De a poco se liberan los jugos paliativos y salivo en exceso, me habitúo al gusto sobre la marcha.
El recorrido me vuelve a parecer agradable. Disfruto del paisaje abrazador de la selva, la caminata pasa del desafío al gozo. Tomo ritmo y, para cuando llego al campamento, ni siquiera tengo hambre. Apenas cansado, me dedico a nadar en el río Buritaca, corriente helada y alborotada que baja de la sierra nevada. El afluente es diáfano y rico en minerales.
En este punto nos encontramos a los pies de Teyuna. Pasamos la noche a pocos kilómetros del sitio arqueológico. De las 15 personas que hacemos el viaje, cinco ya padecen de diarreas, gripes y vómitos. La fatiga quiebra. Yo apenas y duermo.
Día 106.
La Ciudad Perdida.
Antes del alba iniciamos el tercer día de recorrido. Los taironas construyeron una red de caminos para llegar a Teyuna, algunas calzadas atravesaron las montañas hasta llegar al mar, lo que facilitó el comercio con comarcas de pescadores y agricultores. Algunas tan bien construidas que aún se conservan, a pesar de tener casi mil años. Son empedrados angostos y serpenteantes. De hecho, para arribar al sitio sagrado se necesita pasar por una escalinata con más de un millar de peldaños de piedra.
Teyuna se encuentra sobre una loma alta, en medio del sistema montañoso. Desde el sitio arqueológico se aprecian cascadas con caídas que desaparecen en el verdor vigoroso. El lugar remoto es también un refugio de animales, anfibios diurnos, gallinetas de monte, pavones piquiazul y el ave más grande del mundo, el cóndor; desplegado a maravilla en el cielo (ave sagrada en todos los pueblos andinos).
En el año 700 —antes de Machu Pichu o Tenochtitlán—, Tenyuna ya era un asentamiento con importancia comercial y como sitio sagrado. Los colonizadores europeos no alcanzaron a penetrar las montañas de la Sierra Nevada, pero los patógenos de Europa sí asediaron a los habitantes del lugar. La ciudad perdió vitalidad y para el siglo XVI quedó deshabitada. Aunque los pueblos siguieron visitándolo para realizar ceremonias religiosas.
En el siglo pasado, desde los años 70, los buscadores de tesoros se aventuraron durante semanas de viaje a lo que llamaron Infierno Verde, para expurgar las ruinas en busca de ornamentas y piezas de oro macizo. El yacimiento era tan grande que se le consideró una mina. En las cantinas de Magdalena se chismorreaba sobre una ciudad con tesoros escondidos. Cuadrillas de guaqueros profesionales se adentraron al territorio ancestral para hurtar. Muchas de las piezas acabaron en colecciones privadas y en museos de Europa o Estados Unidos. El gobierno de Colombia decidió intervenir y planeó la excavación del área, pero aún hay cientos de terrazas sin desenterrar. Se estima que solo el 10 por ciento del lugar ha sido excavado.
En el Museo del Oro de Bogotá se exhiben algunas piezas de orfebrería, vasijas, copas y cerámicas. Con el tiempo se popularizó el nombre de Ciudad Perdida y desde hace veinte años agencias turísticas organizan recorridos a Teyuna. El viaje de cuatro días cuesta unos 300 dólares. Unas 30 mil personas visitan cada año, el sitio, considerado Parque Arqueológico Nacional.
Las comunidades indígenas han denunciado que el desarrollo turístico les ha quitado territorio, sobre todo en el área costera. Incluso, Teyuna ya solo les pertenece a los indígenas un mes al año, cuando el lugar cierra para extranjeros y los pueblos de la montaña realizan ceremonias.
Hay quienes piensan que podría haber otras ciudades como Teyuna, pero los indígenas han optado por ocultar su localización. Los taironas hicieron un mapa con las localizaciones de otros lugares de importancia. En una piedra tallada que aún se conserva en el sitio arqueológico se puede indagar sobre otros sitios de importancia. Cuando uno indaga sobre el relieve, mil veces escudriñado por saqueadores, resulta demasiado críptico.
Pasamos un par de horas en las terrazas, los acueductos y calzadas. Antes de partir, el chamán más famoso de Colombia se presenta para vender pulseras. Romaldo, que es kogui, está retratado en el billete de más alta denominación, 50 mil pesos colombianos. Pero el hombre se dedica a poner pulseras protectoras a cambio de algunas monedas. Alguien pregunta cuánto tiempo dura la protección. Impávido responde: “Lo que caiga”.
Los turistas reciben la pulsera como si recibieran un bautismo espiritual. Hay veces, cuando los turistas están muy entusiasmados, que los koguis los ponen a dar vueltas a unas piedras, que supuestamente representa al mundo. Los nativos contemplan entre risillas la ceremonia inventada y a los crédulos que gastan sus energías antes de volver caminando.
Día 107.
El oro.
La Sierra Nevada de Santa Marta ha sido codiciada por proyectos extractivos, a pesar de que es un área protegida. Algunas empresas ilegales se han instalado para minar las montañas. En 2015 se descubrió que una draga extraía metales de un arroyo, la policía colombiana capturó a los saqueadores y devolvió el oro a los indígenas. Estos, fueron a un rio y arrojaron los metales preciosos a donde pertenecen: a la tierra.
Los 30 mil koguis, wiwas, arhuacos y kankuamos cohabitan y son los protectores de la Sierra Nevada. Hablan idiomas diferentes, pero están enraizados culturalmente. Cuando la brecha a Teyuna llega al caserío Mutenzhy el guía nos explica que los hombres y las mujeres de las comunidades habitan en chozas diferentes, solo se mezclan para hacer labores y para formar asamblea.
Cuando llega el momento el mamo (chamán) elige a los jóvenes que han de formar nuevas familias, las parejas se internan en las montañas para engendrar hijos. Los castigos más severos están reservados para los adúlteros, quienes deben pagar el embuste con trabajos forzados para la comunidad.
Cuando los niños crecen dan su paso a la adolescencia en un ritual, donde el iniciado debe permanecer durante cuatro días y noches velando en meditación, escuchando los consejos que le dan sus mayores.
Al finalizar la escucha, el joven recibe un poporo, un recipiente hecho de calabazo seco, donde se almacena polvo de conchas marinas, que ayudan a preparar la mascada de coca. Del poporo extraen el polvo que se meten en la boca, ya en el buche lo mezclan con la coca. El calcio que contiene la concha libera el alcaloide, la fusión libera los poderes medicinales de la planta sagrada.
El poporo tiene significaciones divinas, además es símbolo de que el muchacho ya participa en los asuntos de asamblea, también es una licencia que le permite desplazarse con libertad en el territorio. Cuando encontramos a algún Kogui lleva en la mano su inseparable utensilio.
Después de pasar la noche en las cercanías de Teyuna comienza el regreso. En un día recorremos lo que hicimos en tres. El camino es largo, pero generoso en los descensos.
De vuelta a Santa Marta me entero que este mes, la Unesco reconoció a los cuatro pueblos de la Sierra Nevada como “patrimonio cultural inmaterial de la humanidad”.
*El 15 de agosto de 2022, José Ignacio De Alba emprendió un camino de miles de kilómetros en busca de las historias de una América latina inexplorada: la de sus márgenes y sus periferias. El viaje arrancó en Belice, nuestro pequeño y extraño vecino del sur. El objetivo es llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del continente, a través de veredas y rutas olvidadas, donde se pueda contar la vida cotidiana de la gente común. En este espacio iremos publicando las historias que irá encontrando…
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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