El Carnaval Barranquilla, el más importante de Colombia, no es cosa menor. La gran fiesta congrega a millones en una euforia explosiva de cantos, bailes y disfraces que componen al país más festivo de Latinoamérica.
Texto y fotos: José Ignacio De Alba
BARRANQUILLA, COLOMBIA.- Colombia es el país donde más tiempo he permanecido desde que inicié este viaje. Y no es la primera vez que estoy aquí. Pero no importa el tiempo que lo recorra, siempre me queda el sentimiento de apenas conocerlo. Es un lugar deslumbrante, a pesar de su atormentada historia. Un país que siempre reverdece —como su arrogante diversidad biológica—, y donde la alegría siempre encuentra la forma de sobreponerse a la tragedia. Un lugar donde la vida es más abrumadora que la guerra.
Día 188.
Me dirijo a Barranquilla y me sumo a una peregrinación colectiva. Desde los sitios más remotos de Colombia —y del mundo — la gente se alista para asistir al Carnaval más famoso. Con meses de anticipación los viajeros planean su visita, muchas veces la única vacación que se toman.
—¿Por qué? —, le pregunto a un comerciante que viaja desde Bucaramanga.
—Porque ahí uno baila y grita, es la oportunidad de sacar la rabia que lleva uno dentro, es como un golpe de felicidad que dura todo el año— responde.
El rabioso y yo solo tenemos que compartir unos minutos en una sala de espera. Pero me parece que su respuesta es la síntesis de lo que va a suceder: una bacanal catártica.
Llego a Barranquilla y no tengo reservación en ningún sitio, lo cual es una osadía. La fiesta más grande del país agota todas las habitaciones de la ciudad. Yo llego trasnochado y sin haber previsto nada (hace meses que navego al garete). En un hostal encuentro una cama en una litera por 40 dólares la noche. El dueño me jura que tengo suerte. Y tiene razón. En esos días una cama no se consigue por menos de 150 dólares.
Día 189.
El tiempo y el lugar se transforman, como en todo ritual. El carnaval ofrece una ventana de libertad en una sociedad normada, esta rebelión convoca al ridículo: el hombre se viste de mujer, como el personaje de María Moñito, que es imitada por cientos de hombres disfrazados de la señora, con labios pintados, faldas y moños arrebatan besos a los asistentes. Enmascarados la vida se vuelve una comedia. La fealdad se celebra. El pecado se paga con risas.
En esa consecución, la inauguración también es antípoda, el carnaval inicia con la Batalla de Flores, un desfile con ciento veinte años de tradición, que también celebra el fin de la Batalla de los Mil Días. Esta es también una burla de la guerra, las flores, caramelos y espuma son los proyectiles de un disparate. Desde carros alegóricos los personajes del carnaval avivan la parranda.
Pero si hay un rey en el carnaval es el personaje de Marimonda, una burlesca forma de representar a los poderosos. Se sabe que los esclavos confeccionaron este disfraz. Con unos pantalones al revés, un chaleco viejo, calcetines como guantes, corbata boba y una máscara con orejas de elefante. La idea de los negros era satirizar a las clases altas y a los funcionarios que los oprimían. En las juergas y farras se enmascararon del patrón para burlarse de él. Entre risas se cuela la irreverencia.
Hubo un tiempo en que este disfraz fue motivo de persecución, pero en Barranquilla se utiliza ahora como el rostro más importante del carnaval. Esta fiesta también celebra la rebelión y la transgresión. Las clases sociales quedan abolidas, la máscara permite todo. ¿Sin máscara también podremos liberarnos?
Hay afrodescendientes que se embadurnan la piel de grasas aún más oscuras. El negro se vuelve más pardo, como una reivindicación del origen. Solo el carnaval puede regalar está ficción. Porque somos este presente nostálgico, pero también somos el futuro tan incierto.
La reina del carnaval, Natalia de Castro, y el Rey Momo, Sebastián Guzmán, inauguran las festividades con ropas de brillante lentejuela y plumas. Cada año estos dos papeles son muy disputados entre los barranquilleros; son roles exclusivos de una sólida carrera folclórica y una vocación social distinguida. Este es su reinado de cuatro días, son la chispa que prende la ciudad.
El desfile acaba apenas se mete el sol. Pero el carnaval inició un fuego que parece inextinguible, por las calles se propaga una euforia festiva que dura días. En los barrios se suscitan fiestas múltiples. Entre bocinas se arma el baile, las banquetas se convierten en sitio de encuentro. La brisa del mar parece avivar los ánimos, noches de bebidas espirituosas, cerveza por galones, empanadas, brochetas y mondongo.
Yo aquí caigo, en las fiestas de los barrios y también aquí me pierdo. Quedo contagiado por esta epidemia de brincos y zapateos; embebido del éxtasis y el reventón. Pierdo la noción del tiempo, sudo copiosamente, entre cervezas y amigos, deambulo en barrios y la noche se vuele eterna. El carnaval aquí bate sus alas.
Día 190.
Despierto con un guayabo (cruda, en mexicano) bárbaro; apenas es medio día y retomo el hilo de la borrachera. La fiesta no para. Me ducho, desayuno y me alisto para el segundo día de carnaval. Sobre una de las calles principales de la ciudad se instalan vallas y gradas para presenciar el paso de victorias y carruajes alegóricos. Sobre la banqueta se instalan gradas y palcos, para sentarse en algunos de estos sitios hay que desembolsar hasta 200 dólares por persona. Busco un sitio de poca categoría, casi gratis para entrar.
Desde aquí se aprecian los grupos folclóricos, en un admirable despliegue musical. Las rítmicas de los pescadores, llaneros, insulares y hasta montañeros. Colombia integra una amalgama de ritmos increíble, es tan diversa que solo en el Caribe conviven varias regiones musicales.
Por ejemplo, en las zonas cercanas a la Sierra Nevada nace el vallenato; en las regiones de Magdalena y Atlántico, la cumbia, la puya, el jalao, el garabato la guacherna y el chandé; en Bolívar, Sucre y Córdoba suena el porro, el fandango, el bullerengue, la gaita, el mapalé y la champeta; y en el territorio insular (San Andrés, Providencia y Santa Catalina) están los ritmos de calypso y el mento, pero en esa zona marítima también se allegan los bailes europeos, las vibraciones antillanas, el rico español y los cantos en creolé.
Esta fuerza de crisoles musicales estalla entre serpentinas, confeti y flores. Entre máscaras y disfraces. Entre la tradición de las velas, los habanos, el ron y aguardiente.
Este día, en la llamada Gran Parada de Tradición, se honra especialmente al mapalé, música afrocolombiana que nace de los pescadores costeños. El baile zangolotea las caderas como un pez fuera del agua.
Varios bailarines llevan machete al cinto. Esta herramienta de trabajo se ha convertido en un signo de identidad, incluso existe el género de champeta, un ritmo inventado por los trabajadores de la zafra.
Champeta, que significa machete, también fue la forma en que las clases acomodadas apodaron a las poblaciones negras del campo. Pero con el tiempo fueron los explotados quienes se reivindicaron con su herramienta de trabajo y con sus músicas.
El carnaval es inasible, cuando uno elige estar en un sitio también elige perderse otros eventos. En la Parada de Orquestas, el merenguero Sergio Vargas recibió el Congo de Oro por su trayectoria artística. Este galardón es el más importante del carnaval. Al lugar llegan más de 15 mil espectadores que bailaron, con una decena de orquestas tropicales.
El caos encuentra un cauce. El Carnaval de Barranquilla le da nombre a esa personalidad desbordada del Caribe. Yo aquí soy un cohete que despega y que estalla antes de salir de la atmósfera. Apenas es el segundo día y mi cabeza hace “crack”. Intento conciliar el sueño con un sonido de maracas en el fondo.
Día 191.
La alcaldía de Barranquilla asegura que el Carnaval congrega a más de cuatro millones de personas. Las bromas y las trampas son parte del ambiente, entre nubarrones de maicena la gente se sorprende en juegos de persecución. También hay espumas y pirotecnia.
Las calles se convierten en urinales públicos. A uno le cobran por orinar en una cubeta. Arroyos fétidos recorren las calles de la ciudad.
En el tercer día de carnaval, al ritmo de tambores, gaitas, flautas de millo y maracas se hace la Parada de Compasas. Un desfile integrado por grupos de danza profesionales. Entre cumbias, congos, mapalé, garabatos, son de negros y otras danzas los participantes se presumen como los mejores.
Las calles y gradas se llenan de latas de cerveza, en medio del alboroto hay niños que se cuelan entre las patas de las sillas para alcanzar los envases de aluminio. Sigilosos van llenando costales con los deshechos. Le pregunto a Josué de nueve años cuánto gana. Me dice que por cada 10 latas gana mil pesos colombianos (20 centavos de dólar). Al día este chico gana unos cuatro dólares.”Lo que gano es para ayudar a mi mamá con los gastos”, me cuenta Josué, que no tiene papá, pero sí cinco hermanos que dependen de la recolección de latas.
La miseria también se cuela en este jolgorio, pero es silenciosa. No llama la atención con gritos, ni palmadas. Se asoma tímidamente, para llevarse algunos desperdicios. Los asistentes a penas y se percatan.
La fiesta tiene sus contrastes, según el gobierno de Barranquilla durante los cuatro días que duró el Carnaval veintiún personas fueron asesinadas.
Esta es mi última noche en Barranquilla, apenas y pruebo el alcohol. No puedo más con este pandemonio.
Día 192.
Por la mañana salgo de la ciudad y me propongo huir lejos de Barranquilla. A bordo del taxi que me lleva a la terminal de autobuses, veo la tropelía que ha dejado el carnaval. Pero en las calles aún hay gente, miles de personas asisten al último evento: el entierro de Joselito Carnaval.
La gente sale de sus barrios cargando un féretro, dentro de él va un muñeco de trapo que representa a Joselito Carnaval. Los hombres se travisten de viudas, las mujeres asisten con falsas barrigas de embarazadas. Entre llantos y risotadas, entre cantos y aguardiente se prepara el simbólico entierro de la parranda.
En las calles el féretro es detenido por la gente, se arriman a llorar y a consolarse. A Joselito Carnaval lo manosean. Entre pellizcos, las viudas se pelean entre bromas para decidir cuál de ellas es la Verdadera. Incluso, ante la caja fúnebre llevan otros muñecos, presuntos hijos de la fiesta.
Despiden a Joselito, pero ¿a quién engañan? La parranda aquí es eterna.
Día 194.
Huyo a Tayrona, en la costa norte de Colombia, una de las reservas naturales mas importantes del país. Para llegar hasta sus playas se necesitan un par de horas de caminata.
Por fin me acuesto en la arena, lejos de aquel estridente pueblo musical. Me concentro en el sonido de las olas galopantes.
El mar aquí es impetuoso. Me encuentro en esa ensoñación que solo la naturaleza sabe regalar. De pronto, a unos metros de mi, alguien prende un altavoz con cumbia a todo volumen. Me quiero morir.
*El 15 de agosto de 2022, José Ignacio De Alba emprendió un camino de miles de kilómetros en busca de las historias de una América latina inexplorada: la de sus márgenes y sus periferias. El viaje arrancó en Belice, nuestro pequeño y extraño vecino del sur. El objetivo es llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del continente, a través de veredas y rutas olvidadas, donde se pueda contar la vida cotidiana de la gente común. En este espacio iremos publicando las historias que irá encontrando…
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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