Una de las primeras cosas que tendrían que saber quienes quieren entender sobre Yucatán es que este pedazo de tierra ha sido configurado también por la presencia, resistencia y acción de los pueblos mayas que la habitan desde varias centurias, antes de la llegada de los invasores españoles y del Tren Maya
Texto: José Ángel Koyoc Kú
Fotos: Robin Canul
HALACHÓ, YUCATÁN.- Hay ideas sobre los mayas peninsulares que de cuando en cuando se repiten en medios de comunicación y en general en el discurso público estatal y nacional.
Muchos creen, por ejemplo, que los pueblos mayas son homogéneos, que su relación con el medio ambiente se halla petrificada y es en general siempre en armonía y equilibrio; y finalmente que solo un grupo de mayas que cumplen ciertos estereotipos merecen ser llamados como tal.
Quizá historiadores y otros científicos sociales tengan bien claras cuan erradas son estas ideas y les parezca obvio y/o hasta redundante. No obstante, parece ser que esta información no es ni tan difundida ni tan conocida. Para cuestionar esas ideas y para contribuir a la discusión sobre el presente de la Península son los motivos por los que escribo este texto.
Una de las primeras cosas que tendrían que saber quienes quieren entender sobre Yucatán es que este pedazo de tierra ha sido configurado también por la presencia, resistencia y acción de los pueblos mayas que la habitan desde varias centurias, antes de la llegada de los invasores españoles.
Aunque en redes sociales, canales de YouTube y portales de internet mucho se diga sobre el «fin de los mayas», estos no se han ni extinto ni se han acabado. Sobrevivieron al proceso de colonización que inició en el siglo XVI y continuó con la independencia de México. Una de las pruebas más fehacientes de esto es la forma en que la auto adscripción al pueblo maya se ha fortalecido en los años recientes, no solo para exigir derechos lingüísticos y culturales sino también territoriales.
Pero si superamos el mito de los mayas extintos, aún hay que lidiar con la idea de que los mayas son un pueblo monolítico y uniforme, de que existe un solo pueblo maya y que no ha sufrido ningún cambio ni modificación. Lo cierto es que ni ahora ni en el pasado ha existido un pueblo maya políticamente unificado: no existió en el siglo XV en el Posclásico cuando más de una docena de provincias se disputaban la hegemonía política del Mayab, tampoco durante las rebeliones para enfrentar a los invasores españoles en el siglo XVI ni durante la rebelión de Canek de 1761.
El último gran conflicto encabezado por los mayas peninsulares y en donde también participaron afrodescendientes, mestizos y blancos que fue el de la rebelión de Tepich de 1847 tampoco logró unificar a los mayas descontentos con el gobierno por impuestos y la venta indiscriminada de «baldíos».
De la misma manera después de quinientos años los pueblos mayas peninsulares cuentan con historias y experiencias diferenciadas. Valga la pena señalar que, por ejemplo, el periodo conocido como el “auge henequenero” se circunscribió en gran medida al noroeste del estado de Yucatán y los henequenales solo comenzaron a dominar el paisaje rural de esta región a finales del siglo XIX.
Como podría esperarse, la experiencia es bastante diferente de aquellos pueblos que se reivindican como descendientes directos de los “maseualoob”, los mayas que durante más de medio siglo no solo combatieron al Estado mexicano desde el este de la Península de Yucatán, sino que tuvieron de facto el control territorial de una amplia superficie de lo que es actualmente Quintana Roo.
Así, la idea de Yucatán o su Península como automáticamente un paisaje henequenero corresponde más a un imaginario que a las modificaciones del paisaje documentadas. Si bien la hacienda yucateca que dominó durante más de un siglo el paisaje yucateco no llegó a la franja oriental eso no significa que sus aguadas, selvas, cenotes y cavernas no hayan sido tocados o que se encuentren en un entorno prístino.
Los conflictos y las guerras en la Península no solo configuraron un paisaje social con mayas que se enfrentaron abiertamente al Estado nación mexicano y otros que lo hicieron de forma menos frontal a partir de 1847 sino también configuraron el paisaje natural en tanto que en esta parte de la Península sobrevivió durante gran parte de tiempo la milpa como actividad de subsistencia junto con cierta explotación forestal de maderas preciosas, concesionada por los jefes militares de Noh Cah Santa Cruz para mantener la guerra.
Los cenotes peninsulares, tan referidos y llamativos hoy en día, no escapan de haber sido impactados de forma considerable por la actividad de los humanos. Muchos de estos cenotes fueron apropiados como norias, o bien, en torno a ellos la cubierta forestal fue devastada para reducir la vegetación diversa a henequenales. Homún, Chablekal, San Fernando y Kinchil, pueblos que han reivindicado su derecho a decidir lo que sucede en su territorio con respecto a las mega granjas porcícolas se encuentran en zonas fuertemente impactadas por la agroindustria henequenera que devastó miles de hectáreas de montes.
No obstante, sus procesos de organización y resistencia nos muestran que también pueden construirse otras vías que no sean la devastación ambiental bien cuidando que la cubierta forestal se recupere (el caso de Chablekal es bastante ilustrativo sobre ello) o de resignificar las fuentes de agua y su vínculo con los pueblos mayas (en el caso de Homún).
En este proceso de cambio y transformación del medio ambiente es donde vale la pena insertar las luchas contemporáneas por el territorio que, valga la pena aclarar, anteceden al Proyecto Tren Maya. Quizá lo que tengan en común estos procesos es la propuesta de relacionarnos de manera diferente con nuestros entorno pero anclando las reivindicaciones en conceptos e ideas que provienen de la cultura maya: desde la lucha que encabeza la Unión de Pobladores de Chablekal por conservar los montes y denunciar el expolio y deforestación hasta la lucha de Kanan Ts’ono’ot por defender el agua y los cenotes de la contaminación de la industria porcícola, una lucha a la que también se han unido los pueblos mayas del poniente de Yucatán del colectivo Chik’in Ja. La Unión existe desde 2014 y Kanan Ts’ono’ot desde 2017, ambos antes de la llegada del presidente López Obrador.
Uno de los mitos también más saludables sobre los mayas peninsulares tiene que ver con la vigencia del estereotipo sobre lo que debe ser un maya «completo»: alguien que hable maya, que viva en un «pueblo maya» o que vista de tal o cierta forma (con huipil, filipina o alpargatas). Aunque el criterio básico para ser maya es la auto adscripción, como han remarcado recurrentemente pueblos que defienden sus montes y aguas, aun hoy en redes sociales y en la vida cotidiana uno se encuentra con ese imaginario esencialista de la identidad indígena.
Sin embargo, se discute mucho menos la asociación de lo maya únicamente con el espacio rural, idea que proviene de estos estereotipos que difícilmente puede sostenerse históricamente. De hecho, algún historiador afirmaba desde finales del siglo pasado que la invasión y colonización española trajo como consecuencia la desurbanización de los mayas peninsulares al confinarlos a los espacios rurales y simplificar las complejas estructuras políticas prehispánicas.
La presencia de mayas en las ciudades coloniales fue permanente y continua: barrios indígenas en las ciudades de Campeche, Mérida y Valladolid sobrevivieron y vivieron durante los siglos del dominio colonial con personalidad jurídica y gobierno autónomo propio. Esta presencia incluso continuó durante varias décadas después de la independencia de México: durante el sangriento conflicto denominado Guerra de «Castas» los caciques de los barrios urbanos sufrieron las consecuencias del racismo de la sociedad de la época y se vieron obligados a tomar partido frente a la guerra total.
Las ciudades, es cierto, se hallan vinculadas históricamente a experiencias como la servidumbre en las casas de los españoles y/o de los ricos, pero también es cierto que las urbes han formado parte de la experiencia de los pueblos mayas de una forma u otra desde antes del inicio de la colonización española. De hecho, hoy los mayas continúan habitando en ciudades del oriente de la Península como Cancún, Playa del Carmen o Tulum, lugares a los que no se les suele asociar con los pueblos mayas contemporáneos pero en donde hay una importante comunidad de mayahablantes que no solo llegó a trabajar en las décadas pasadas a ese lugar de Quintana Roo sino que ahora han nacido allí.
Esta existencia es a menudo negada no solo por un proceso de folklorización en donde se crea la idea de que los verdaderos mayas son los prehispánicos que usan plumas y penachos sino también por la idea de que los mayas deben estar exclusivamente en el ámbito rural y su existencia y reivindicación por ser mayas es menos válida por hallarse en esas ciudades.
Estas ideas pasan por alto procesos de reapropiación del espacio peninsular que se han dado desde hace cientos de años. Tampoco puede obviarse que es una práctica antiquísima negar la experiencia y la espacialidad de los pueblos mayas para instaurar proyectos coloniales: en el pasado se categorizó como «despoblados» o «desiertos» a las zonas donde en realidad habitaban mayas cimarrones que escaparon a las autoridades coloniales primero y a las mexicanas después.
¿Cuál es el territorio de los pueblos mayas? Si los mayas y su relación con el medio ambiente se han transformado con el tiempo lo mismo podríamos decir para la relación entre los mayas y la «tierra». De tal manera que el ejido posrevolucionario no necesariamente es equivalente al «territorio» maya. Aunque en lugares como Kanxoc, al oriente de Yucatán ha sido el ejido el encargado de defender los montes que este pueblo ha ocupado desde tiempo inmemorial frente a la “nacionalización” de tierras por parte del Estado mexicano, en muchos otros lados la reivindicación del territorio maya va más allá de los límites del ejido cuando no se contrapone directamente a él como en el caso de Chablekal, ampliamente documentado.
Las luchas por el territorio no pueden entenderse tampoco sin el cuestionamiento de las mujeres sobre la forma en que tal pareciera que el acceso a la «tierra» y el territorio es exclusivamente de los varones: desde el inicio del reparto agrario las mujeres fueron marginadas ya que solo se incluyó en el ejido a los agricultores varones. Esta exclusión es histórica en el sentido que el monte ha sido en las mas de las ocasiones el espacio de los varones, algo que está modificándose de forma acelerada. Desde diferentes aspectos de la vida en el monte, sea en la agroforestería o revitalizando el sistema milpa frente al cambio climático, las mujeres hacen visible la exigencia de que ese espacio ha sido y será suyo.
Algún observador agudo quizá podrá decir que en muchos pueblos mayas estos procesos no son la «norma», entendiendo que el racismo, la colonización y la idea de continuar el proceso de homogeneización por parte del Estado mexicano sigue bastante vigente. Sin embargo, este pequeño panorama es una muestra no solo de la forma en que la Península de Yucatán se está transformando sino también es una muestra de cómo los pueblos mayas están influyendo en esas transformaciones. No solo existen sino son además protagonistas activos de su transformación.
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