Miguel Ángel Jiménez no tenía un familiar desaparecido. Pero formaba parte de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero y encabezó las brigadas de familiares para buscar a los estudiantes. Tiempos después fue asesinado
Texto: Ernesto Santillán
Fotos: Ximena Natera
A Miguel Ángel Jiménez Blanco lo mataron dos veces. La primera fue un rumor. La segunda, dos semanas después, mientras trabajaba su taxi en su pueblo, Xaltianguis, en el municipio de Acapulco.
En los últimos meses de su vida, había pasado de ser un promotor de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg), una organización que se creó a partir de la fractura de la policía comunitaria, a encabezar las brigadas de familiares que comenzaron a buscar a sus desaparecidos en Iguala a partir de que se encontraron las primera fosas, poco después de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
Miguel temía a la muerte, pero no a la suya, sino a la muerte que se extendía por el estado y el país. Cuando lo conocí, en noviembre de 2014, me impresionó su conciencia de que su muerte estaba cercana.
— ¿No tienes miedo de que algo te pase?
— No, ya vivo extra. A la hora que quieran que me vaya me voy, por mi mejor (…) Esto de las denuncias es delicado. Al rato van a empezar a pasar accidentes: que se quemó la casa de uno, que chocó en su coche otro, que lo atropellaron.
— ¿Has recibido amenazas?
— En mi pueblo me pusieron 500 mil pesos de recompensa porque me tumbaran. Yo no valgo eso, están idiotas. Aparte, quien se atreva a matarme se va a meter en un problema, y no porque yo valga mucho, sino porque tengo nombres y datos de toda la gente que ha participado. Con mi muerte hasta van a salir beneficiados porque vamos a acabar con toda esa pinche gente.
Eso no pasó. De hecho, a su funeral fue muy poca gente. Ni siquiera se presentaron sus compañeros de la Upoeg.
Silvia, la esposa de Miguel, con quien tuvo tres hijos —el más pequeño de 10 meses— recuerda que dos meses antes de su muerte, Miguel, regresó a su casa, tras varios días de ausencia, con una fuerte infección estomacal, enfermo de la garganta y con los pies hinchados de caminar por los cerros buscando fosas clandestinas. Ella nunca estuvo de acuerdo en que Miguel dedicara su tiempo a eso.
— ¿Para qué evidencias todo esto, Miguel? Te van a matar– le decía.
— Tenemos que difundir y dar a conocer toda esta impunidad y violencia que nos acosa, es la única manera de recibir apoyo y generar un cambio.
Miguel fue asesinado el 8 de agosto de 2014. Julia Alonso, representante de Ciencia Forense Ciudadana, asegura que Miguel le había dicho días antes que pensaba dejar el pueblo. «Me dijo que ahora si las cosas sí se están poniendo calientes y que temía por su seguridad y la de su familia», dice.
Silvia lo confirma y asegura que sólo esperaba vender una camioneta para juntar dinero: «Ya teníamos todo listo. El día anterior al que nos íbamos a ir Miguel comió en la casa y al terminar se fue para entregar el taxi a quien lo iba a trabajar, mientras se calmaban las cosas o veíamos qué hacer».
Ya no hubo tiempo. En la madrugada del 8 de agosto unos compañeros taxistas le fueron a avisar que el taxi de Miguel estaba abandonado a un lado de la carretera. Ahí encontró el cuerpo, perforado por las balas.
Silvia habló a la Policía Ministerial para que fueran a recoger el cuerpo. Esperó cuatro horas, frente al cadáver de su esposo. Nunca llegaron. Al final, ella y otros compañeros recogieron el cadáver como pudieron y se lo llevaron a su casa para velarlo y enterrarlo. Así, sin necropsia, ni acta de defunción.
«Después de todo esto me di cuenta de que a Miguel nada más lo usaron, los periodistas para sacar sus notas y, las autoridades, para hacer lo que ellos nunca han querido hacer: buscar desaparecidos», dice Silvia, quien en septiembre, cuando se realizó esta entrevista, seguía batallando para que las autoridades iniciaran una investigación.
A pesar de que la noticia de la muerte de Miguel dio la vuelta al mundo y que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenó el asesinato, la viuda y los huérfanos de Miguel viven en el poblado de Xaltianguis donde se sienten amenazados. No tienen protección ni dinero. Silvia sigue renegando del abandono de todos.
«Si tan sólo Miguel hubiera sido tantito más ambicioso tendríamos por lo menos un hogar, pero no tenemos nada».
Periodista visual especializada en temas de violaciones a derechos humanos, migración y procesos de memoria histórica en la región. Es parte del equipo de Pie de Página desde 2015 y fue editora del periódico gratuito En el Camino hasta 2016. Becaria de la International Women’s Media Foundation, Fundación Gabo y la Universidad Iberoamericana en su programa Prensa y Democracia.
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