Viaje a la tierra donde estudiar es un privilegio

20 noviembre, 2015

Esta es una crónica la región más pobre del estado de Guerrero y una de las zonas más pobres del país: La Montaña, el lugar de origen de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa

Texto: José Ignacio De Alba y Luisa Cantú

Fotos: Ximena Natera y Archivo de Jacinto Rodríguez

TLAPA, GUERRERO.- Serranías tan altas que las corona el cielo límpido de Guerrero, un estado donde la gente aún se muere de gripe o de tener hijos, y que tiene municipios que compiten en pobreza con Mali o Malawi.

Es la Montaña de Guerrero, una tierra de no mestizos, de rasgos originarios y vestimentas coloridas; de perros flacos y plantaciones de café y de amapola, que se da de maravilla en zonas altas pero sobre todo en zonas pobres (su rentabilidad es mejor que la del café, pero a precios de campesinos, no da para más de lo necesario).


El laberíntico camino para llegar a las comunidades más alejadas lleva de la era de las telecomunicaciones a la era del fuego. El pavimiento es un privilegio y la señal del teléfono celular se vuelve un acto de fe. En el municipio de Malinaltepec, los pobladores viven en chozas idénticas a las que se exponen en museos. Aquí la hora la definen los crepúsculos. El hambre amaga en niños panzones. El fuego es un instrumento sagrado que se dispone en el centro de la casa; está en medio de las actividades familiares y a él se acercan el friolento y el enfermo.

El tiempo de viaje a estos poblados no es equiparable a la distancia. Toma menos tiempo ir de la Ciudad de México a Londres en avión que llegar a estas comunidades, que en tiempos de lluvia son inaccesibles. Afuera, pinos y arbustos retienen la neblina espesa como la espuma. Los venados y los jaguares aparecen con mayor frecuencia que algún funcionario de desarrollo social.

Después de que las tormentas Ingrid y Manuel azotaron las comunidades de la Montaña, en 2013, centenares de personas quedaron sin casas. El gobierno federal ofreció «apoyar» a las familias con viviendas nuevas y, de paso, traer el «progreso». Así que les contruyó pequeñas casas idénticas, formadas en hilera, con prácticos baños cuyos desagües dan al patio del vecino, y mandó el fuego a un cuarto de dos metros que los arquitectos llaman cocina. Las tierras comunales y los patios centrales quedaron en ninguna parte.

La Montaña es tierra de otro tiempo, donde la única posibilidad de salir de la miseria es aprender español y mudarse a la ciudad. En Cochoapa el Grande —el municipio líder en pobreza extrema de este país— los niños asisten a la escuela, pero no tienen pantalones, así que ir encuerado es lo menos lo malo. Estudiar la secundaria o el bachillerato puede implicar varias horas de camino. Y la universidad es un lujo que muy pocos pueden darse, a menos que se enlisten en el Ejército o sean aceptados en alguna de las 16 normales rurales que quedan en el país.

De esta región, una de las siete en las que se divide el estado, y de otras dos igual de pobres —la Costa Chica y la Costa Grande— proviene buena parte de los 140 estudiantes que cada año entran a la Normal Rural Isidro Burgos. Otra buena parte es de Tixtla, el municipio donde está la escuela, y alguno que otro llega de Tierra Caliente o de otros estados. De estas zonas, las más pobres del estado, son también la mitad de los 43 normalistas desaparecidos por la policía de Iguala desde el 26 de septiembre de 2014.

Antes de ese día, los tortugos, como se autonombran los estudiantes de Ayotzinapa, habían marchado, bloqueado, reclamado y gritado para no desaparecer, o más bien, para que no desapareciera su única posibilidad de estudiar y tener una plaza de maestros. Pero como siempre pasa con los pobres, la atención que durante décadas reclamaron llegó por la vía de la tragedia.

Tras el ataque de Iguala, llegaron a Ayotzinapa causas de todo tipo: Médicos Sin Fronteras, grupos cristianos que rezan por los ausentes, periodistas de diversos países, activistas, escritores, artistas, estudiantes urbanos y de escuelas privadas. Todos hicieron suya la escuela, hasta entonces desconocida para la mayoría de los mexicanos y del resto del mundo.

Ayotzinapa se convirtió en el ícono de la inconformidad. Los alumnos que entraron en julio de 2014 y sobrevivieron al ataque viven observados por un país que los convirtió en símbolos de la rebelión contra la pobreza, la violencia, la impunidad, aunque muchos de ellos sólo querían dar clases, jugar futbol o tocar la guitarra.

Los de segundo grado, que inevitablemente cargan con la etiqueta de «sobrevivientes» guardaron su lugar para dormir a los desaparecidos durante el resto del ciclo escolar.

Ahora se han mudado de dormitorio, cedieron su auditorio a la Asamblea de Padres, y perdieron los salones del segundo piso, que ahora funcionan como cuartos de hotel para los visitantes que nunca faltan.

En uno de esos raros días sin visitantes, todavía se puede ver a los estudiantes en su normalidad. Dentro de sus cuartos tienen escondidas cajas de Zucaritas. Escuchan música pop en sus celulares y cantan a todo volumen las canciones de banda de moda. En la comida no sólo hablan de teoría marxista sino de la cascarita de fut de la mañana o el talento de los cocineros. Algunos de los cubis, como se llama a los dormitorios, tienen grafiteados mensajes de amor para mujeres.


Este año, la tragedia los marcó y por primer vez tuvieron que esforzarse para llegar a la cuota de 140 estudiantes por generación que evitará el cierre de la escuela por falta de quórum.

Las normales rurales fueron la estrategia del gobierno federal en la primera mitad del siglo XX para que los campesinos pudieran tener una educación que les fuera útil, es decir, se crearon con la idea de dar clases de matemáticas, pero también de agricultura o docencia.

Sin embargo, después del gobierno de Lázaro Cárdenas quedaron en el abandono presupuestal y en las últimas décadas han estado en la mira de los gobernantes, que han buscado desaparecerlas con el argumento de que ya no se necesitan más maestros rurales.

«La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa ha sido como una migraña en la cabeza de los poderes políticos», escribió el periodista Jacinto Rodríguez Munguía. En un reportaje hace una selección de 220 tarjetas informativas de la Dirección Federal de Seguridad que muestran que esta escuela-internado siempre tuvo»atención especial» del espionaje en México. En ellas, que están en el Archivo General de la Nación, se reportaba la vida cotidiana, los conflictos internos, sus causas sociales, sus ideas, asambleas, marchas, huelgas y hasta manuales de buena conducta.

****

Capítulos

Inicio
Un nuevo horizonte para Iguala
Cosecha de Huesos
Buscadores
«Pudieron ser muchos más»
Sin personal, ni presupuesto
Viaje a la tierra donde estudiar es un privilegio
Un normalista que no quiere salvar al mundo
Créditos

Portal periodístico independiente, conformado por una red de periodistas nacionales e internacionales expertos en temas sociales y de derechos humanos.

Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).

Periodista visual especializada en temas de violaciones a derechos humanos, migración y procesos de memoria histórica en la región. Es parte del equipo de Pie de Página desde 2015 y fue editora del periódico gratuito En el Camino hasta 2016. Becaria de la International Women’s Media Foundation, Fundación Gabo y la Universidad Iberoamericana en su programa Prensa y Democracia.