Conocí a Rogelio en marzo del 2014, uno o dos días después de que saliera de prisión. Yo estaba a pocos días de parir a mi primera hija. Nos encontramos con su familia y los otros muchachos en una especie de escuela-convento en el centro de la Ciudad de México; a donde los llevaron las abogadas y defensoras para recibirlos y prepararlos para su regreso a Ciudad Juárez. Había imaginado desde hacía casi cuatro años atrás este encuentro, esta entrevista
Texto: Daniela Rea*
Fotos: Cortesía de la familia
CIUDAD DE MÉXICO.- Una noche de agosto del 2010, Daniel Amaya y Mayra Contreras se presentaron en la redacción del periódico Reforma. Acababan de llegar desde Ciudad Juárez y necesitaban hablar: decir que no era verdad lo que salía en las noticias, no era verdad que Rogelio —hermano de Daniel y esposo de Mayra—, y cuatro amigos de la infancia, fueran narcos y descuartizadores de policías.
Entonces yo era reportera y me tocaba la guardia en la redacción, así que me enviaron a entrevistarlos. Tomé mi libreta y grabadora y los encontré en un cubículo pequeño con las paredes de cristal, expuestos a la vista de todos. También estaban las mamás de los otros muchachos. Recuerdo que se veían cansadas con ropas de dos, tres días; recuerdo su desesperación por hablar, por empezar a decir de manera atropellada qué sucedió. Recuerdo a los otros empleados del periódico que desde afuera miraban sorprendidos y curiosos los rostros desesperados de los visitantes. Recuerdo a Mayra, la más joven y aguerrida por mostrar la inocencia de su esposo Rogelio; a Daniel, el único hombre del grupo tratando de consolar a las mujeres mientras él mismo aguantaba su dolor. Recuerdo cuando una de las mamás se enteró en esa entrevista que los policías habían violado a su hijo con un arma larga. Recuerdo su grito, su cuerpo derrumbarse en seco sobre la silla.
Me recuerdo pequeñita, inútil frente a ellas: no tenía manos, o las dos que tenía no me alcanzaban para contener todo lo que ellas decían, todo lo que querían que fuera escuchado. Las palabras que pronunciaban se me escurrían de entre las manos, se caían al suelo, se estrellaban. Yo tomaba nota rápido, como intentando que no se me escaparan más palabras, como intentando tomarlas todas, dejar registro de ellas, no permitir que desaparecieran, que se supiera que existieron estas palabras a pesar de que había una grabadora registrando todo. Cuando acabó la entrevista, unas dos horas después, quedamos de vernos al día siguiente para buscar algún abogado, alguna oenegé que quisiera defenderlos. Salí exhausta. Ya era de noche y tenía que escribir esa nota ese mismo día. No era el “trabajo” de escribir. Era cómo acomodar en mi cuerpo todo eso que había sido nombrado.
Mayra, agosto 2020:
Cuando los vi en la televisión, en las noticias, golpeados, con armas, diciendo que eran narcos, fue algo de coraje e impotencia. Fue así “de vamos a aclarar eso porque no son eso”. Me ponía a pensar qué me iba a decir la gente, si iban a creer en nosotros o no. La primera vez que hablé del caso fue en la Seido, con el Ministerio Público, pero a él no le importaba escuchar nuestra historia porque él ya tenía la suya. Fue en esa entrevista contigo, en el periódico, cuando empezamos a contar la historia de los muchachos: ya los habíamos visto en el centro de arraigo y ya sabíamos qué les habían hecho en esos cinco días desde que los detuvieron: teníamos bien preciso la fecha, la hora, el día, los momentos, lo que hicimos… Fue ahí cuando sentimos que teníamos que contar una historia, con cada pregunta que nos hacías: qué pasó, quién fue, cuándo fue, quiénes son ellos, qué les hicieron. Cuando hablamos en la entrevista ahí mismo empezamos a atar cabos, a entenderla. Ahí empezamos a contar nuestra historia…
Hace una década de ese encuentro en la redacción del periódico. Mayra, Rogelio, Daniel y yo mantuvimos comunicación todo este tiempo y nos veíamos eventualmente, a veces en Ciudad Juárez, a veces en la Ciudad de México a donde ellos viajaban para asistir a talleres de sobrevivientes de tortura. La última vez que nos vimos fue en Ciudad Juárez, a inicios de marzo del 2020. Fui a visitarlos y ellos organizaron una carne asada para celebrar el encuentro, comimos, bebimos, cantamos karaoke al final. Ya entrada la noche, Rogelio y Mayra cantaron la canción Vuela Paloma que dice así:
Si yo volara igual, que una paloma, yo volaría en busca de un amor
Le pediría yo a las nubes, que me ayudaran un poco,
Y me dijeran por dónde volabas tú
Vuela, paloma blanca vuela, dile a mi amor, que volveré
Dile, que ya no estará tan sola, que nunca más, me marcharé.
Esta canción la aprendió Rogelio en el penal de máxima seguridad de Tepic, Nayarit, donde pasó casi cuatro años encerrado. Esa noche de reencuentro los escuché cantar y reír, nos vi ahí, reunidos, con el olor aún de la carne asada, la cerveza, la noche fresca de los últimos días de invierno en el desierto. Y yo me sentí feliz de saber que llegamos aquí. Sentí el pecho hinchado de alegría y mientras ellos cantaban, yo pensaba en todo lo que tuvo que pasar para estar así, gozosos, reunidos.
En esa visita a inicios de marzo del 2020 encontré a Rogelio enfocado en echar a andar el local de sushi y alitas que recién abrió y que se ha convertido, además del sostén familiar, en un lugar de encuentro: Rogelio dirige, compra la materia prima y experimenta recetas; Mayra ayuda en la administración; los hijos, Rogelio y Ximena, ayudan a tomar y llevar pedidos y, cuando no hay clientes, hacen sus tareas en las mesas vacías del local.
Esa vez, en medio del trabajo que Rogelio tenía por hacer, le pedí que conversáramos. Un año antes nos encontramos en la Ciudad de México, fuimos a desayunar y, en la sobremesa mientras sus hijos jugaban por ahí, Rogelio me dijo que él ya no se sentía víctima, sino sobreviviente. Desde entonces me quedé con ganas de saber más: ¿qué entendía él por estar en el lugar de víctima, cómo lo vivía? ¿qué hizo posible que él cambiara de lugar? ¿qué le significa estar en este nuevo lugar, de sobreviviente? Le pedí conversar alrededor de eso y Rogelio accedió.
Este es un fragmento de esa conversación. Está la voz de Rogelio y también su silencio. Hay momentos de las historias que no son a-palabrables, que son intransmisibles; hay momentos que sólo le pertenecen a quien los vivió, que deben permanecer en un lugar sagrado. Esta conversación está intervenida por algunas ideas y sensaciones que anoté mientras lo escuchaba y otras que me vinieron a la mente mientras revisaba la transcripción y redactaba este texto; esos senti-piensos están escritos con la letra cordial UPC porque me pareció pertinente para transmitir un pensamiento, una idea que apenas se articula, es una letra chiquita y casi transparente, como un susurro. Está también la voz de Mayra y Daniel, que durante estos años recibieron y acompañaron a Rogelio y construyeron un sentido de su historia; para su palabra elegí la letra calibri light porque me parece una letra sencilla y clara, como su palabra.
Estamos en la sala de su casa, un sábado por la mañana. Mayra alista los preparativos para la carne asada, su hijo mayor juega en la calle y su hija va y viene de la habitación a la sala, trae dibujos, algunos juguetes, a veces nos comparte cosas, otros momentos se queda cerquita a escuchar.
––Rogelio, ayer hablabas de regresar, ¿no? regresar de allá. Y me quedé pensando en eso ¿cómo fue regresar física y emocionalmente de la prisión? —
––Mira, yo cuando estaba dentro del arraigo, te soy sincero, yo perdí… Hubo un momento en que perdí la esperanza y pensé probablemente no voy a salir en mucho tiempo. “Pronto” entre comillas porque fueron cuatro años. Pero sí perdí esa noción del tiempo. Había compañeros que ya tenían seis, siete, diez años y no se veía movimiento. Pues menos esperaba yo… Yo no me veía tan pronto otra vez aquí con la familia.
––Y cuando te diste cuenta de eso, “probablemente no voy a salir en mucho tiempo”, ¿cómo fue para ti?
––Mira, yo, yo tuve que acostumbrarme al lugar. Al momento, estar allí, acostumbrarme a estar allí. Sobrevivir. Sobrevivir mentalmente. Hubo personas que incluso se ahorcaron, personas que quedaron mal, ¿verdad?, de la cabeza a la raíz de tanto tiempo. Y yo… No perder la poca esperanza de que iba a volver a ver a mi familia. Y que me vieran “bien” entre comillas.
––¿Y qué tuviste que hacer para aprender eso, para aprender a vivir allá adentro?
Hago esta pregunta y pienso en las veces que he sido escuchada. Y pienso que así he ido aprendiendo a escuchar, siendo escuchada. Pienso en las preguntas que surgen en las conversaciones y cómo esas preguntas me han abierto caminos para conocerme o me han acunado durante largo tiempo, en silencio; preguntas que encuentran un asidero mucho tiempo después, que me dan sentido; preguntas que me acompañan a lo largo de mi vida como consejeras, como faros.
––Mira, yo, por ejemplo, yo… Descubrí que era fuerte, hacía mucho ejercicio porque teníamos que estar fuertes porque estuvo el temor de que si alguna vez ibas a tener una confrontación con alguien, como hubo pleitos, pues, tienes que estar fuerte para poder responder. Y esa fue, fue un poco la forma en que me preparé para estar allí. Me hice un poco… violento. Me hice muy duro. Miedo al sistema, a los custodios, ya no tenía. Me le ponía a los guardias al tú por tú. Duré casi dos años sancionado sin salir a patio ni una hora, sin salir al comedor. Dos años.
––Dos años …
––Dos años…
––¿Y cómo…?
––Nomás tenía derecho, nomás a la llamada por teléfono, cada ocho días, diez minutos. No salí… me llevaban la comida allí. Hubo tiempos… amigos porque, pues, va a sonar un poco raro, pero ahí adentro se hace una familia también, aunque hayan hecho cosas terribles afuera, adentro son amigos. Me llevaban cosas, los sobres para mandar cartas, dibujos. Descubrí allí que tenía muchos talentos que afuera no los veía. Por ejemplo, uno de esos fue la pintada. A la pintada, la dibujada. Te digo, hice arriba de… mil dibujos en prisión. Sí, hice bastantes dibujos. Hacía dibujos a otros compañeros y se los vendía por galletas, por cosas así…Cuando nació mi hija, cuando les dije que fue niña, se alegraron conmigo, me llevaron galletas.
––¿Qué pensabas de tu familia esperando acá?
––Mira, yo soy, siempre me gusta ser franco. Yo pensé que cuando salía de allí yo no iba a tener familia. Me refiero a mi esposa y a mis hijos. Pues mi madre iba a estar allí siempre. Y, pero yo pensé, yo sentía que algún día Mayra se iba a cansar, ¿verdad? Y yo sentía que yo no iba a encontrar a mi esposa. De tener miedo también de que se olvidaran mis hijos de mí. Ximena, pues no me conocía. Ximena nació y no sabe nada de mí y Rogelio, pues yo tenía ese miedo…
––Cierto, Ximenita nació cuando estabas ahí adentro…
––Cuando me dijo Mayra que estaba embarazada de Ximenita, yo ya estaba en el arraigo. Y sentí como otra palada más de tierra sobre mi tumba. Porque no sabía qué hacer. ¿Qué podía hacer allá adentro? No podía decirle que todo iba a estar bien, que iba a salir pronto, que estaba contento, tampoco podía. Porque, al contrario, te soy honesto, sentí miedo, sentí tristeza y no me gustó la idea. No me gustó la idea.
––…
El día que salió del penal, Rogelio conoció a su hija. Corrió a abrazarla y la pequeña se refugió atrás de las piernas de su mamá. ¿Quién era ese desconocido? Tardaron tiempo en reconocerse y hacerse familia. Estos días que nos encontramos Ximena me enseñó los dibujos que su papá le enviaba desde prisión, dibujos de princesas, dibujos de ella que Rogelio copiaba de las fotografías que Mayra le enviaba por correo para conocerla. Para Ximena el dibujo es un lazo con su padre y ahora ella misma es fanática de dibujar; para Rogelio, los dibujos son el recuerdo de ese encierro, de la lejanía con su familia, de la soledad. Esos papeles con seres fantásticos o caricaturas son un vínculo complejo entre ambos que va encontrando su propio espacio conforme surge la palabra, a través de una pregunta, de un dibujo que Ximena le regala o de la lectura de las cartas que Rogelio le escribió mientras estaba en prisión.
––Y luego pues nació ella, Ximenita. La conocí cuando salí de prisión, no me lo creía. Estar afuera y conocerla, me sentía así como en un sueño, me acuerdo que en las noches me le quedaba viendo mientras ella estaba dormida, hasta dos o tres horas viéndola, parado junto a su cuna, porque no me lo creía. Me fui. Me llevan. Luego salgo con algo muy hermoso… no me lo creía.
Hasta cuando llegué aquí a Juárez que empecé a ver las calles, vi a mi madre, a mis hermanos, y pues, pues ya me está cayendo el veinte. Y, y sí fue algo muy difícil. Salir, volver, fue muy difícil. Porque como te había dicho cuando nos conocimos, yo no andaba de vacaciones y salí mal. Me levantaba a las cinco de la mañana como en la prisión. Y a veces los levantaba a ellos. ¿Sí me entiendes? A Rogelio mi hijo lo quería tratar como un militar, como me trataron a mí.
––Te escucho y estoy tratando de imaginar cómo fue para ti darte cuenta de eso, reconocerte o no reconocerte, encontrarte, pues, a ti mismo.
––Haz de cuenta que cuando… que no regresó el mismo Rogelio que se fue. El mismo Rogelio que se va… Y, pues, no era… Llegó otra persona prácticamente. Más duro, más enojón, más… un carácter más fuerte. Llega uno prácticamente destrozado. Porque tienes la libertad… Sí te da gusto tener la libertad, pero ahora, ¿qué sigue? ¿Cómo me van a tratar afuera? Ay, carajo.
Y sí te da miedo. Te da mucho miedo. Mucho miedo de volver. El primer año sí fue difícil. Después entendí cómo era el asunto aquí. Cómo tenía que hacer las cosas. Y una fue esa, no guardar rencor, aprovechar a mi familia lo más que se pueda, estar con ellos lo más que se pueda. Estar unidos con ellos, ¿verdad? Enseñarles a ellos que, pues uno nunca está preparado para perder a alguien. Pero enseñarles a ellos por si el día de mañana, puede pasar otra cosa. No estamos exentos a nada. Pero ya que tengan armas para defenderse.
El primer año fue muy difícil para mí y para ellos. Para ellos más, porque ellos están esperando una persona que llegara y los protegiera, que los tratara bien. Pero él ya no es la misma persona. Salí diferente. Sin embargo, acepté la ayuda, y yo vi que estaba mal. O sea, llegué al momento en que vi que no se trataba de salir de una cárcel para meterme a otra cárcel o para meterles a una cárcel a ellos. No, no es justo. No me parecía justo. Y acepté la ayuda.
Conocí a Rogelio en marzo del 2014, uno o dos días después de que saliera de prisión. Yo estaba a pocos días de parir a mi primera hija. Nos encontramos con su familia y los otros muchachos en una especie de escuela-convento en el centro de la Ciudad de México a donde los llevaron las abogadas y defensoras para recibirlos y prepararlos para su regreso a Ciudad Juárez. Había imaginado desde hacía casi cuatro años atrás este encuentro, esta entrevista. Quizá sea un poco egoísta decir que yo era parte de ese triunfo, pero así me sentía: por fin, después de tantas luchas perdidas, tantas penas, tanta impotencia como reportera, habíamos ganado. Una historia tenía final feliz y yo la había acompañado. Y estaba ahí, con mi panza descomunal, llena de vida, frente a él. Tenía muchas expectativas de este encuentro y, sin embargo, no fue como lo imaginé. Rogelio y los muchachos no hablaban y yo tenía tantas preguntas. A diferencia del día en que conocí a Mayra y a Daniel en el periódico y que las palabras se me desbordaban, ahora me sentía lista. Pero las palabras no salían. Recuerdo a los muchachos caminar por el patio de la escuela-convento, con sus manos atrás y la cabeza agachada; recuerdo que no se hablaban a sí mismos con sus nombres, sólo “oye, tú, carnal”; recuerdo sus respuestas monosílabas. Recuerdo esa sensación de verse forzados a conversar con la reportera y mi vergüenza por la prisa, por el ruido, por no ofrecer un lugar para sostener la palabra. Estar lista también significa esperar.
––Se dice fácil, aceptar la ayuda, pero pienso en todo lo que eso implicó. ¿Cómo se acepta algo, Rogelio?
–– No, no… Es algo que…
––…
––Cuando recién salí ¿qué será? A los tres o cuatro meses, mi hermano Daniel me dijo que tenía que poner de mi parte, si no me iba a quedar solo, los iba a perder. Él había hecho todo por mí, por sacarme de la cárcel y ahora era mi turno… Fue cuando empecé a entender un poco. Porque créeme, te vuelvo a repetir, es que las humillaciones y la tortura no namás son los golpes. Porque uno puede torturar a la gente con las palabras, como hicieron conmigo. ¿Sí me explico? Y era lo mismo que yo estaba haciendo con mis hijos.
––Rogelio…
Cuando vi a mi hermano Rogelio y los muchachos en la tele, mi cuñada Mayra y yo juntamos una vaquita y, aprovechando que eran vacaciones largas, con una credencial de estudiante nos fuimos en camión a la Ciudad de México con descuento. Hicimos 20 horas de viaje y no pudimos dormir. Llegamos el domingo en la noche, la pasamos ahí en unas bancas de la central, tampoco dormimos. Apenas amaneció agarramos el metro y nos fuimos al centro de arraigo. Eso fue lo más difícil y lo más impresionante porque mi carnal siempre ha sido bien fuerte, nunca lo había visto llorar. Él, más que los golpes y no poder caminar, estaba preocupadísimo por mi mamá y su esposa, porque los federales lo amenazaron con ir a la casa a violarlas… Mi carnal no podía caminar, dos marines lo tuvieron que llevar cargando desde la puertita hasta donde estaba yo, eran como unos siete metros. Me contó lo que les hicieron, me enseñó las lesiones de su cuerpo, piquetes a un lado del estómago, me contó que esos piquetes se los hacían guiándose por un libro para no dañarle el órgano vital con un picahielo, del lado derecho. Me enseñó las uñas de los pies donde le enterraban palillos de dientes. Me contó de la asfixia, de los golpes, de cómo les metían las armas en la boca… Me contó todo esto llorando… Yo comencé a llorar. Mi hermano siempre había sido fuerte… Yo no quería que viera que me quebraba, pero era imposible. Imaginarse el dolor que ellos estaban sintiendo en ese momento, que mientras nosotros los buscábamos ellos estaban siendo torturados, eso me hizo sentir mucho rencor y mucho coraje.
––Sé que puedo hacer lo mismo. Créeme que, así me hicieron sentir a mí. La diferencia es que entendí que no lo debería de usar, no lo quiero usar. No lo debo de usar. Y ya no lo he usado.
––Rogelio… te escucho y pienso muchas cosas, pienso cuando me di cuenta que yo tenía poder sobre mis hijas, poder para hacerles el bien o hacerles daño. Aún pensar en ese hecho, que tengo el poder para hacerles daño, me espanta, es decir, saber que soy capaz de ambas cosas…
––Porque también hace mal… Pero entendí que con mi historia yo puedo ayudar a más gente. ¿Sí me explico? Que yo puedo platicar y hablar de mi historia sin causar daño. Como cuando fui a Chihuahua a un… ¿Cómo se llama? ¿simposio? y hablé enfrente de quinientos, seiscientos alumnos. Me di cuenta que sí puedes hablar de tu historia sin dañar a la gente. Que sí puedes ayudar con tu historia, con tu tragedia, a la gente. Y para abrir los ojos a otros.
––Te escucho y pienso si en estos años de su vida les he enseñado algo a mis hijas que les salve la vida, como tú dices, si mi historia o mi experiencia les puede ayudar, si tendrían algo de mí que les salve.
––¿Y sí les enseñó?
––Yo creo que el saber que siempre vamos a estar juntas y que siempre podrán volver a comenzar… espero que eso les salve la vida. ¿Y tú? ¿crees que les has enseñado algo que les puede salvar la vida?
––Yo sé que sí. Yo sé que sí. Muchas cosas. Por ejemplo, el de la educación… Por ejemplo, les enseñé el de trabajar, el de que vale respetar a las personas.
––Me parece muy importante que, pese a lo que te hicieron, quieras educar a tus hijos en el respeto. Porque sería entendible que pensaras educarlos desde el enojo o la venganza o el miedo o la vergüenza. Te llevaron a lugares muy oscuros, y desde esos lugares tienes una responsabilidad de educar a tus hijos. Me refiero a que te detuvieron, te lastimaron…
––…Me humillaron. Me pisotearon. Hay una… Son, son, son cosas que, que, que no, no se entenderían, ¿verdad?, si a los que lo han pasado… Son, son… Es una humillación terrible. El de, y no es tanto, no es tanto el golpearte, sino lo que te hacen sentir ellos. Lo que te hacen que sientas, te hacen que sientas que eres una basura, que eres una persona que no sirve. O sea, te hacen sentir así… Es una tortura sicológica que tienes… Son gente entrenada para eso. Es gente capacitada para eso. ¿Sí me explico? Es algo muy, muy… Y no es tanto los golpes. Sino las cosas que te hacen sentir…
–– ¿Llegaste a creer en lo que te decían de ti mismo?
––No tanto que lo llegué a creer, sino que lo tuve que aceptar. Y, y ponerme un poco en el lugar de, no, “sí soy, sí, soy”. Pero no tanto que lo creyera. Pero… O sea, es tanta la, la humillación y todo y los desmayos, lo que te desmayas a cada rato. Y te humillan y todo. El que dice, “eres una basura”. “Ya mátame pues. Ya mátame. Soy una basura, soy lo que tú quieras. Ya acaba de una vez”. Es eso.
En su libro La Tortura, el historiador británico Edward Peters escribió que ese crimen busca desequilibrar la psique de una persona, deteriorar su personalidad social y destruir la imagen que tiene de sí misma, para obtener de ella lo que se quiera. John Gibler, en su libro Tzompaxtle, la fuga de un guerrillero, escribió que la tortura busca quebrar la palabra, arrancarla, enmudecerla. Las experiencias de violencia llevan al límite la posibilidad misma de lo narrable: fracturan el lenguaje y así evidencian su impotencia para captar y expresar el horror límite, escribió Juan Pablo Aranguren en el ensayo “De un dolor a un saber: cuerpo, sufrimiento y memoria en los límites de la escritura”. A Rogelio y a sus amigos de la infancia les quitaron la palabra cuando los obligaron a confesar crímenes que no cometieron. Se las volvieron a quitar cuando, ante las cámaras, les prohibieron hablar de lo que había ocurrido. Ya libres, las palabras les seguían siendo ajenas. Se quedaban atoradas en el estómago, en la garganta, en la boca. Los muchachos tuvieron que aprender a nombrar de nuevo, a recuperar la palabra que les fue arrebatada.
Patricia Galarza, una de las defensoras que acompañó el caso, me contó que, cuando los liberaron, una de las primeras tareas con los muchachos fue que aprendieran a llamarse de nuevo por su nombre y no por el número de la prisión. “Soy Rogelio”, “Soy Noé”, “Soy”. Paty llegó a esta historia cuando las mamás de los muchachos se acercaron a la Iglesia y a una organización de derechos humanos para pedir ayuda. “Decidimos defenderlos porque la verdad, conocer la verdad, comienza con un gesto de confianza, de escuchar a quienes tienen esa verdad, desde ellos, a quienes les creímos”, me dijo Paty. Personalmente tengo conflictos con “La Verdad”, pero escucho a Paty y pienso, en cambio, en “La Palabra”, elijo la palabra. Conocerla, llegar a ella, comienza en un gesto de confianza, de disposición de escuchar a quienes la tienen.
––Son diez años ya, Rogelio…
–– Es algo que me dolió, algo que cambió. Pero yo ya veo las cosas del lado positivo, ¿verdad? Digo, conocí a mucha gente. Te conocimos a ti. Y créeme que me dio mucho gusto que todas esas personas hubieran llegado a nuestra vida. Porque me di cuenta que sí hay gente buena. Que sí hay gente que se preocupa por los demás. Y eso para mí es… Es una cosa por otra. Fíjate que conocí a muchos amigos, ahí adentro.
–– ¿Y cómo es, Rogelio, lo que aprendiste, lo que perdiste? Cuando dices que volvió un “Rogelio que ya no era el mismo”, pienso que en esa frase hay cosas que se perdieron y otras que llegaron…
Rogelio y sus amigos de la infancia fueron torturados por separado y separados en prisiones federales. En la tortura les hicieron creer que uno incriminó a otro, que unos fueron más lastimados que otros, que unos confesaron cosas de los otros a los policías para que siguiera la tortura. Lo que se dice “la orquesta”. Durante tres años y medio no pudieron hablar entre sí, sólo sabían lo que los policías les dijeron y, posteriormente, las familias. Cuando fueron liberados y se encontraron en la ciudad de México se encontraron separados por un abismo de rencor y de silencio. “No aguantó, se rajó, nos echó de cabeza”. Les costaba reconocerse. Se miraban más flacos, ojerosos. También evasivos. Hay tanto aún no dicho. A golpes unos a otros se acusaron. Unos sufrieron más que otros. Unos desconfiaron de otros. Las defensoras y las familias intentaron explicar que todo eso fue consecuencia de la tortura, pero hubo cosas que no se salvaron. Quedaron rotas, de por sí.
––Pues es que sí, sí… Se pierde más que todo la inocencia.
––Es hermosa esa palabra…
–– La inocencia se pierde, estás inocente a la vida. Antes de que pasara eso, yo estaba inocente a la vida. No se tiene la mirada. ¿Sí me explico? Estamos ciegos. No sabía lo que en verdad está ocurriendo en México, veía las noticias y decía “ah, qué bueno, los agarraron”, lo aplaudía sin saber que era gente inocente. Allí me sembraron armas, me sembraron marihuana, me sembraron el coche bomba. Y fue el gobierno, el que se encarga supuestamente de protegernos, al que le pagamos, al que le confiamos para que nos cuide y ellos nos hicieron esto… Imagínate, ¿qué esperanza tenemos nosotros? Y lo aprendí, entendí que también uno se puede defender. Estudié. Aprendí los artículos, aprendí la Constitución para poderme defender. Y yo lo que les digo a mis hijos aprendan, aprendan para defenderse. No van a estar solos, pero tienen que aprender. Eso lo aprendí así porque yo al principio no me pude defender.
––…
––…
––Pero hay una parte de la inocencia que tiene, como pureza. No sé. Como, como ternura. Y cuando dices que perdiste la inocencia, detonó también que tú después entendieras que el gobierno no te cuida, pero que tú puedes defenderte de ese gobierno. Por otro lado, pienso como en la… como en la inocencia esa, como esa parte de la inocencia que es sagrada, ¿no?
––Sagrada…
–– Como un pájaro, como un pajarito que está dentro de nosotros y que hay que proteger, no sé, no sé cómo…
Cuando escribí la historia de Rogelio y Mayra para el libro Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia, ya había parido a mi primera hija. Escribía por las noches, cuando ella dormía; a veces se despertaba y la acomodaba en mis piernas o la amarraba a mi pecho para tener las manos libres. Así, de noche y en silencio en casa, pensaba en Mayra que estaba a 1800 kilómetros de distancia; pensaba en las noches en que ella, cuando sus hijos dormían, se bajaba a la computadora a buscar en el Facebook los nombres de los policías que detuvieron y torturaron a su esposo. Mayra me había contado que hacía eso porque quería entender el mal, por qué alguien es capaz de dañar. Seguramente, pensaba, esos policías que lastimaron a su esposo, eran personas solitarias, tristes. Hasta que un día encontró la página de uno de ellos y en su foto de perfil posaba sonriente con su hijo en lo que parecía un parque. “Yo pensaba que las personas que torturaban eran personas malas, nunca me imaginé que tuvieran hijos y me preguntaba cómo los educaban”.
Escribir es siempre un acto de fe, dice Terry Tempest Williams. Y quizá lo que ella, lo que Mayra hacía por las noches frente a la computadora y lo que yo hacía por las noches en la escritura del libro, ambas cosas eran, son un acto de fe. Y eso nos unía, saber que hay alguien, al otro lado… Si la escucha es un encuentro, la escritura es la posibilidad de proyectar ese encuentro, de permanecer, de hacer sentido a nuestra historia. La escritura es una forma de acompañar, una forma de nutrirnos. Mayra me compartió su historia y al yo escribirla, Mayra me acompañaba y yo no escribía sola, estábamos juntas de alguna manera, con su palabra, con el recuerdo de sus risas, de su determinación para sacar a su hombre de la cárcel; también con su frustración porque nada de lo que hacía parecía suficiente, ni para su hombre, ni para la justicia. Me gustaría pensar que ella también se sentía acompañada por mí, por nosotras, a la distancia.
––Fíjate que sí te entiendo porque poder platicar con Ximena y con Rogelio de lo que me pasó, no lo he hecho… Mayra me dice que está muy chica para que le platiquen o para que entienda las cosas. Le digo sí, que hay que cuidarla, pero mientras le platico cosas para que ella se pueda defender, sin perder la inocencia. Pero que tengan, que tengan la oportunidad también de saber que hay un país muy de la chingada, y que estamos viviendo en un país muy de la chingada y que se puede defender. ¿Sí me explico? O sea, pero claro, a mí me gusta la inocencia de mi hija que juega, que esto y lo otro. Pero debe saber qué país le estamos dejando. Y más por lo que me pasó. Más por eso.
––He pensado mucho en la forma de contar lo que te pasó y recuerdo que en nuestras primeras conversaciones hablabas mucho de los sueños que tenías, ¿te acuerdas?
Salir es como volver a nacer, no hay cómo explicarlo. Ahí adentro uno sufre mucho, hay mucho dolor, pero yo no sabía que podía aguantar tanto. ¿Cómo es posible que un ser vivo aguante tanto dolor? Vi que era más fuerte de lo que pensaba, aunque las secuelas quedan. A veces tengo sueños medio raros. Un día soñé que amanecía sin dientes; hace como tres días soñé que estábamos Mayra y yo en una tormenta, así en una tormenta y que íbamos caminando hacia un llano, pero no llegábamos al llano, sentía preocupación por la tormenta, sentíamos los relámpagos que nos caían del cielo ahí al lado, y lo que queríamos era llegar y no llegábamos, no llegábamos, pero ahí seguíamos, caminando en la tormenta.
––Como que las pesadillas o los miedos, eso se ha ido alejando, así borrando. No te miento, también hay veces que sueño, hay veces, de repente, sueño que estoy en el penal, que esto y esto. Así sueño, repaso cosas que viví allí adentro. Me duermo y así que, “ah carbón, soñé esto y esto, pero eso lo hice allá adentro”. Imágenes así. Y pues por lo mismo, ¿verdad? Porque es una secuela que no se iba a quitar y así pasan los años y es algo que me dejó marcado para toda la vida, ¿verdad? Es algo… La tortura es algo que te deja marca, en la cárcel es algo que te deja marcado para toda la vida. Sí. Es algo fuerte que no lo vas a superar. Pero puedes vivir con eso también.
En marzo del 2014 los cinco muchachos dieron una conferencia de prensa donde las y los defensores hablaron de su inocencia, de la tortura, de la mentira, de la prisión. Ahí estaban de nuevo frente a las cámaras de televisión. Este encuentro era simbólico porque la última aparición de los muchachos antes de ser encarcelados fue frente a las cámaras de televisión que los registraban como narcos y terroristas; ahora las cámaras venían a grabar “su verdad”. Rogelio fue el único que pudo hablar: “Fui una de las víctimas de estos acontecimientos. Les quiero agradecer a los medios presentes. Sé que van a contar la historia como es, no va a haber amarillismo porque unos medios nos siguen tachando de culpables de un delito que no tuvimos. Por parte de mis amigos, son mis amigos desde chicos, crecimos juntos, les damos las gracias por haber estado aquí”. Después vinieron las preguntas: ¿a qué se dedicaban? ¿qué les hicieron? Rogelio no pudo seguir. Apretó el micrófono y bajó la mirada, se sentó en la silla, en silencio. El abogado pidió prudencia a los reporteros.
Unos meses después de esa conferencia le pedí a Rogelio que conversáramos con la intención de reconstruir la detención, la tortura. No tengo la grabación ni la transcripción de esa plática, me gustaría volver y poner atención en la forma en que pregunté y escuché, intuyo que fui apresurada, ansiosa. John Gibler, en su libro Tzompaxtle, la fuga de un guerrillero ensaya alrededor de la violencia que puede haber en el acto de entrevistar. Gibler nos coloca en la necesidad de reflexionar sobre qué tanto nuestras preguntas se parecen a las preguntas del torturador (¿a qué se dedicaban? ¿qué les hicieron?): preguntas como golpes que no aceptan titubeos, que demandan momentos precisos, recuerdos nítidos, respuestas únicas. Preguntas que extirpan lo que queda para después hablar en exclusiva o jactarse de ofrecer una “escucha terapéutica”. Es preciso mantenernos en guardia contra la arrogancia altruista.
Contar una experiencia no puede ser unidireccional, se necesita quién nombre y quién escuche, en ese sentido la escucha es una decisión política. Pero también es cierto que la palabra necesita calma, necesita ternura y cercanía. Y también necesita silencio. Un silencio no de ausencia o indiferencia, sino un silencio que reciba la palabra, un silencio en donde otras cosas están sucediendo, como la gestación de una voz. Pienso en lo que una voz necesita para nacer.
Una voz nace en un rugido.
Una voz nace con violencia.
Una voz quiebra un territorio.
Una voz nace en los campos de la incertidumbre.
Una voz, después de nacer, necesita ser recibida.
Una voz necesita ser alimentada, cuidada.
Una voz se hace palabra.
–– ¿Cómo se aprende a vivir con eso?
–– ¿Cómo se aprende a vivir…? Yo aprendí a vivir con eso queriendo. Querer vivir y aceptar la ayuda. Eso es lo mejor. Te digo, yo ya no soy víctima. Soy sobreviviente. Hay gente que se queda en el estado de víctima. ¿Sí me explico? Yo no. Yo quise vivir con esto. Yo lo acepté. Lo tuve que aceptar porque si no, iba… No iba a poder. Nomás es eso. Hay que aceptar las tragedias. Hay que aceptarlas y agarrar experiencias fuertes. Solamente así vamos a poder darle vuelta a la página. Solamente así te vas a desahogar, me pasó esto y sin embargo aquí sigo, y le sigo echando ganas. Yo tengo mis manos, tengo mi mente para poder elaborar, para poder trabajar. ¿Sí me explico? Eso es las ganas de vivir. Eso es superar las cosas. Eso es ser un sobreviviente.
––….
––…
En todo este proceso de atestiguar el regreso de Rogelio pensaba en “La Verdad”, no la verdad hacia afuera, hacia los medios, hacia la justicia: Son inocentes. No, pensaba en la verdad hacia ellos mismos. O, mejor dicho, en cómo se cuentan esta historia ellos mismos.
Nuestra experiencia en el mundo se construye a través de las historias que escuchamos, que contamos, que habitamos, dice Margaret R. Somers. Eso somos. Yo lo aprendí en la escucha que he recibido y a veces me digo ¿cómo me voy a contar esta historia a mi misma? Y la posibilidad de tomar esa decisión me ha sido importante en mi propia experiencia. Darle sentido, juntar pedacitos de aquí, de allá, del pasado y del presente, integrarlos. Escuchar qué me dice. Que mi palabra encuentre un lugar donde posarse, un puerto, un lugar que habitar.
Y pensaba en Rogelio, en su experiencia, en su palabra: hasta qué punto la tortura sí te puede hacer llegar a creer que tú eres esa otra historia, a modificar tu experiencia sobre ti mismo. Pensaba en cómo se cuenta su historia a sí mismo, cómo se cuenta esto que le sucedió.
Siento que no supe hacerle esta pregunta.
––A mí a veces las imágenes me ayudan a entender las cosas. Y pensando en eso quería preguntarte si hay una imagen que pudiera explicar qué lugar ocupa todo esto que pasaste, que pasaron, en tu vida.
––Fíjate que yo lo veo, haz de cuenta que vas así en un camino, que hay trabas, ¿sí me explico? Pero que superas esas trabas y llegas a algo… A un jardín, donde estoy ¿verdad? El camino no me gustó y no puedo decir “ojalá que no hubiera pasado” ¿Por qué? Porque a lo mejor si no hubiera pasado, pues no estaría aquí, no entendería mejor la vida, no valoraría muchas cosas. ¿Sí me explico? Yo digo solamente del tiempo al tiempo, y… Y Dios sabe porqué hace las cosas.
–– Rogelio, te hiciste un tatuaje, ¿qué significa?
––Éste cuenta la historia … yo pienso el amor que tenemos mi esposa y yo, ¿verdad? Pues, a raíz de … del tiempo que estuvimos lejos, pues, formamos nuestra familia. Nos unimos a… Pues, por la bendición de Dios, ¿verdad? No creía en Dios, pero ya creo. Y… Más que todo la… Lo que hemos pasado. La pérdida de la bebé (un embarazo que no llegó a término) que han sido lo más fuertes que hemos tenido Mayra y yo.
–– ¿Y esa hora, las 2:00 pm?
––La hora en que salí de prisión, y la puse porque volví a nacer. Porque volví a nacer, volví a vivir. Volví a vivir ahí. Ese fue el momento en que salí. Sentí al aire diferente, el sol, mi cuerpo, tocar a mi familia… escucharlos, me escuché a mi, a mi voz, era muy dura…
Cuando nació su primer hijo, Mayra y Rogelio compraron con su crédito Infonavit una casita en la colonia Parajes de Oriente. Mayra cuidaba a su hijo en las mañanas y juntos esperaban a que Rogelio saliera del trabajo, como bodeguero en Soriana. Comían y se iban al parque a pasar la tarde; los viernes compraban un par de cervezas, unas hamburguesas y comían en el patio de la casa. Mayra la recuerda como una vida feliz. Rogelio habla de los planes que tenían para esa casa: hacerle barda al patio, construir un cuarto en la parte de atrás porque querían tener otro hijo. Cuando Rogelio fue detenido, la casita quedó abandonada, pues Mayra se mudó con sus papás, necesitaba su apoyo. Sola la casa, fue saqueada: le robaron ventanas, puertas, herrería, tubería, baño, azulejos. Quedó el puro cascarón de tabique, pero las cuentas no dejaron de llegar. Incluso ahora los sobres del Infonavit con la deuda acumulada siguen llegando al domicilio. Hoy esa casa donde se formaron como familia y donde se imaginaron tantos sueños está casi en ruinas y es habitada por una pareja de migrantes que recién tuvo un bebé. Le pusieron tablas para tapar los agujeros de puertas y ventanas, le arreglaron las cerraduras. Rogelio les dejó vivir ahí.
Rogelio, Mayra y sus hijos comenzaron una nueva vida en otra casa.
En nuestro trabajo solemos trasladar la experiencia y la palabra de las personas a nuestros territorios: el periodismo, el activismo, la academia, el derecho humanismo; el riesgo de domesticar esa experiencia y palabra es constante, nos advierte el antropólogo Alejandro Castillejo. Nuestras preguntas implican el riesgo latente de conducir, contaminar o reducir la historia de una persona en nuestra versión de esa historia, casi siempre la del trauma. O la de la superación de ese trauma, la reivindicación, la lucha siempre. La palabra nombra, pero también la palabra condiciona. La palabra acompaña, pero también la palabra ata.
Entonces vuelvo a la pregunta ¿qué necesita una voz para nacer? Necesita de alguien que preste su presencia, necesita una escucha viva, atenta, sin expectativa, incluso una escucha desde el no saber, pero capaz de decir “aquí estoy” y capaz de reconocer a esa voz que nace como una voz distinta y única que activará espacios, ideas y nos mostrará y nos descubrirá experiencias conforme se hace escuchar, conforme existe.
Algo importante sucede cuando, en medio de la violencia que busca dejarnos sin palabras, que busca fracturarla, arrancarla, nace una voz.
Fragmento de conversación con Mayra, agosto 2020:
––Mayra, ¿qué significó para ti contar la historia de Rogelio, de lo que vivieron?
––Estaba viviendo una película, estaba viviendo un momento súper fuerte, triste, pero sabíamos quién es él y cuál era la verdad y teníamos que demostrarla… y las autoridades nos tienen que creer… Estábamos en esa creencia de que nos creyeran, que alguien nos creyera.
––¿Y cómo fue para ti descubrir tu voz?
––En el momento no pensaba, no sé… No sé de dónde salía esa voz, pero sentía mi cuerpo como muy lleno de energía y desde adentro salía la fuerza para hablar, para decir lo que tenía que decir. Yo no tenía vergüenza ni temor ni nada, porque yo sabía que eran inocentes y eso me daba fuerza. Y ahora que se cumplieron diez años, que recordé todo lo que hicimos, lo que nos decían en la terapia, lo que nos decía la gente que nos acompañaba; cuando leo lo que se escribió de nosotros digo: Mira, aquí está plasmada esa historia que fue nuestra, eso que hicimos nosotros. Y eso me hizo descubrir cosas de mí que no sabía, ¿a poco yo lucho así? ¿a poco yo soy esa persona? Y veo que sí, que pude contarlo, no sé cómo, no sé de dónde salía esa fuerza, pero pude contarlo.
*Este texto forma parte del libro “La literatura como refugio. Palacios de palabras a lo largo del mundo”, publicado en el 2022 por la UNAM y editado por Rafael Mondragón Velázquez y Shekoufeh Mohammadi Shirmahaleh. Este texto fue escrito gracias a todas las personas que a lo largo de mi vida me han escuchado y me han compartido su palabra. Gracias a las compañeras de Ciudades Invisibles que, con su lectura de este texto, iluminaron espacios para continuar con la reflexión. Las palabras no son definitivas, comparto estas como una posibilidad.
Bibliografía
Arangurén, Juan Pablo, Cuerpos al límite. Tortura, subjetividad y memoria en Colombia (1977-1982), Bogotá, Uniandes, 2016.
Gibler, John, Tzompaxtle. La fuga de un guerrillero, México, Tusquets, 2014.
Peters, Edward, Torture, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 2018.
Somers, Margaret R., “The Narrative Constitution of Identity: A Relational and Network Approach”, Theory and Society, vol. 23, núm. 5, 1994, pp. 605-649.
Sumer, David Thomas, “Testimony, Refuge, and the Sense of Place – A Conversation with Terry Tempest Williams”, Weber. The Contemporary West, vol. 19, núm. 3, 2002, <https://www.weber.edu/weberjournal/Journal_Archives/Archive_C2/Vol_19_3/TWilliamsConv.html>
Reportera. Autora del libro “Nadie les pidió perdón”; y coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado”. Dirigió el documental “No sucumbió la eternidad”. Escribe sobre el impacto social de la violencia y los cuidados. Quería ser marinera.
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