La gran paradoja del mundo global es que abrió fronteras a las mercancías y puso muros a los humanos. Ese es un círculo del que no sé cómo vamos a salir
En marzo de 2016 me detuvieron en el aeropuerto de Honduras. Acababan de matar a Berta Cáceres y habían detenido a Gustavo Castro. Global Exchange organizó una caravana por la paz, la vida y la justicia que recorrería de Honduras hasta Estados Unidos buscando impactar en la narrativa del desarme.
En Pie de Página planeamos una cobertura en relevos y por pares. Ximena Natera y yo haríamos la avanzada en Honduras y Guatemala, donde pasaríamos la estafeta al segundo equipo.
Me emocionaba conocer Honduras y ver a dos queridos colegas que habían compartido con Periodistas de a Pie un inolvidable curso de periodismo y derechos humanos.
Como siempre, compramos los boletos más baratos y eso nos hizo tomar uno de esos vuelos absurdos de las aerolíneas: ir a Houston para llegar a Tegucigalpa. En el avión nos encontramos con Atala Chávez. Las tres dormimos en unas sillas duras del aeropuerto de Houston y compartimos una sopa de cena.
Después de un viaje de casi 20 horas aterrizamos en Tegucigalpa. Mi amiga Thelma Mejía nos esperaba afuera. Pero al llegar a la última aduana me detuvieron. Que había un problema con mi pasaporte, decían. Y yo, que en el último año había viajado desde Myanmar hasta Lituania con ese pasaporte, no entendía qué podía estar mal. Ximena, que iba adelante, volteó a verme dudosa. Le dije que avanzara (no fuera a ser que también a ella la detuvieran), que buscara a Thelma y avisara.
Los siguientes 20 minutos fueron extrañísimos. Me pusieron en una oficina y no me dejaban usar el teléfono. Era imposible no sentir tensión con el asesinato de Berta y la detención de Gustavo. Un hombre me explicó que el problema era que mi pasaporte vencía en menos de 6 meses y la ley de su país indica que debe tener una vigencia mayor a ese tiempo. (No dejo de pensar que esa regla es una estafa, porque una paga un pasaporte por 1 o 3 o 6 o 10 años, no por seis meses menos). Yo no me había dado cuenta, pero tampoco lo notaron en la aerolínea al venderme el boleto, ni en el aeropuerto de Ciudad de México, ni en el de Houston. La diferencia era de unos días. Intenté explicar a qué iba, mostré la carta de invitación de la caravana, alegué que sólo estaría en Honduras un par de días. Entonces el hombre me dijo el segundo problema: no tenía boleto de regreso.
A esas alturas yo no daba crédito de lo que me estaban diciendo. ¿Realmente creía ese hombre que yo quería quedarme en un país del que miles de personas quieren huir todos los días? No tenía vuelo de regreso porque la caravana saldría por tierra, le dije. Y comencé a dudar si eso no ponía en riesgo a todos los participantes de la misión, a los que ya veía detenidos y a punto de regresar por mi culpa.
Afuera, Ximena había dado la alerta. Entre los organizadores y Thelma buscaban que el cónsul o alguien interviniera. Pero no hubo tiempo. Supe después que un funcionario de alto nivel de la Embajada se apersonó directamente en el aeropuerto. Pero era demasiado tarde. Cuando el buen hombre llegó y yo ya iba de vuelta a Houston en el mismo avión en el que había llegado. Ni siquiera me dejaron avisar.
En el aeropuerto de Houston pude conectarme al chat grupal del Consejo Directivo de la Red de Periodistas de a Pie y supe que ya había llamadas a todas las oficinas de gobierno preguntando dónde estaba yo (de nuevo, la detención de Gustavo Castro pesaba en el imaginario). En el mostrador de American Airlines, las empleadas fueron poco pacientes, por decirlo suavemente. Era Sábado de Gloria y no había vuelos para México, sino hasta el día siguiente. Yo alegaba que nunca debieron venderme el boleto (mi alegato no tenía ningún sustento basado en un conocimiento del tema, pero siempre he sospechado que algo de razón tenía, porque con todo y su mal humor, la jefa hizo todo lo posible por conseguirme un boleto de vuelta ese mismo día, sin cobrarme ni un peso, e incluso, como me dijo después, sobrevendiendo el vuelo).
Cuando estaba en la fila para documentar, resignada ya a esperar al lunes siguiente una cita exprés para renovar mi pasaporte y perderme el arranque de la caravana, recibí una llamada del mismísimo cónsul adjunto en Houston.
Primero me dijo que él con todo gusto podía atenderme el lunes en el Consulado, para que no tuviera que hacer el viaje a México y de vuelta. Pero la idea de pasar dos noches más en las sillas duras del aeropuerto no me entusiasmaba particularmente y no tenía presupuesto para pagar otra cosa. Así que le agradecí la atención y volví a mi fila para México. No había avanzado ni medio metro cuando el amable hombre me volvió a llamar y me dijo que me podía esperar en una hora en el Consulado para renovarme el pasaporte ese mismo día.
No puedo describir la cara que puso la jefa de American Airlines cuando le dije que siempre no regresaba a México porque me iban a renovar el pasaporte ahí y que más bien necesitaba que me consiguiera un vuelo de vuelta a Tegucigalpa. Por supuesto que no me creyó. Yo tampoco lo creía y pensaba que quizá era una broma de alguien que me odiaba. Ella me advirtió que si yo no me subía a ese vuelo, que ella personalmente había sobrevendido para conseguirme un lugar, y no me renovaban el pasaporte en dos horas, iba a tener que pagar mi boleto de vuelta.
Yo le sonreí mucho, le dije en inglés y en español que era la persona más comprensiva del mundo, que estaría ahí puntual con mi pasaporte a la hora que me indicara para viajar a Honduras y salí corriendo a buscar el Consulado.
Me abrió la puerta un muchacho muy simpático que me cobró el trámite y me tomó la foto. No dejaba de mirarme de reojo tratando de pensar qué tan importante era yo para que lo hicieran trabajar en su día de descanso, en medio del asueto de la Semana Santa. El vigilante me dijo después, mientras esperaba el taxi que me llevaría al aeropuerto, que nunca en todos los años que tenía ahí había visto que abrieran la oficina en sábado.
El trámite duró 10 minutos y al señor cónsul adjunto lo vi menos de uno. Llegó y me saludo muy amable y se metió a su oficina hasta que estuvo listo el pasaporte. Luego agarró su carro y se fue, cumplido su encargo, sin importarle cómo llegaría yo al aeropuerto.
La mujer de American Airlines me vio llegar con mi preciado pasaporte renovado y, después de mirarlo fijamente, comenzó a intentar sonreír. Al día siguiente, en el aeropuerto de Tegucigalpa, todos los funcionarios que me habían visto con pena mientras los policías me escoltaban el avión me saludaban con gusto, casi podría pensar que era una pequeña victoria compartida en una comunidad que todos los días fracasa en su encuentro con las “instituciones”.
Yo sigo sin saber cómo ocurrió esa victoria. Varias veces he dicho, entre broma y veras, que la maga fue Jade Ramírez, la coordinadora de Libertad de Expresión de Periodistas de a Pie, que ese día, mientras yo volaba y nadie sabía de mí, se dedicó a llamar a la Embajada con su conocida persistencia. También los responsables logísticos de la caravana hicieron su parte. Pero la verdad es que ni los activistas ni los periodistas de a pie tenemos el poder de abrir ninguna oficina en el Sábado Santo.
Más bien pienso que la detención de Gustavo Castro ya estaba provocando mucha presión al gobierno mexicano, y alguien en la Cancillería evaluó que no era necesario una presión más por una periodista mexicana impedida de entrar a ese país.
Ese día conocí la soledad del retornado. Supe lo que significa que te devuelvan, como una mercancía defectuosa o algo que simplemente ya no te gustó. Entendí lo brutal que puede ser el rechazo (algo con lo que no estoy muy familiarizada). Lo frustrante que es enfrentar la sordera de un sistema que castiga la pobreza y no la criminalidad, que te cierra la puerta por un trámite pero deja pasar un tráiler con elefantes cuando se paga lo suficiente.
Muchas veces, cuando entrevisto a personas que vienen migrando en condiciones infrahumanas pienso en los privilegios que tengo, a pesar de que mi condición de “periodista mexicana” me coloque en una situación de alta vulnerabilidad, y a pesar del estrés postraumático que nos ha dejado la guerra no oficial y la pobreza a la que nos ha llevado la crisis de los medios. Siempre termino con esa sensación de que vivimos montando nuestros privilegios sobre las desgracias de los otros.
La gran paradoja del mundo global es que abrió fronteras a las mercancías y puso muros a los humanos. Ese es un círculo del que no sé cómo vamos a salir.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador tiene todo en contra en el tema migratorio: la dependencia económica de Estados Unidos; ser, no sólo frontera del país más poderoso del mundo, sino la antesala obligada para todas las personas que quieren llegar a él, incluidas las que ya no encuentran espacio en la pequeña Europa; el total desinterés en corregir algo de los gobiernos centroamericanos; las propias condiciones internas, de violencia y corrupción descontroladas, con unas élites políticas y económicas mezquinas y redes criminales muy asentadas; la austeridad republicana en un país que ha sido saqueado; su propio desconocimiento del tema.
Por otro lado, las organizaciones y redes de la sociedad civil que durante años han acompañado a los migrantes en la defensa de sus derechos están en un dilema nada sencillo: cuestionar una política claramente violatoria de los derechos humanos con la misma fuerza que en las administraciones pasadas, o aferrarse a la última ramita del árbol — el discurso del presidente en favor de los derechos de los migrantes y funcionarios dando la batalla dentro del propio gabinete — para seguir trabajando en condiciones adversas.
Ninguna respuesta lleva a un puerto seguro. Pero tampoco sirve negar la realidad. Que la procuradora de Protección de Niñas Niños y Adolescentes, una instancia creada hace apenas tres años a partir de la aprobación de la ley, sea una persona que piensa —ya no digamos que lo escriba en un chat con otros servidores públicos— que los africanos son caníbales, y que se cebe en el hambre de las personas migrantes es intolerable.
Que el canciller Marcelo Ebrard haya hecho lo necesario para mantener la economía del país frente al chantaje del presidente de Estados Unidos puede ser muy meritorio, pero que no quiera engañarnos diciendo que la Guardia Nacional no se desplegó para detener migrantes sino delincuentes, porque la están mandando a vigilar los albergues y no las casas de seguridad. Que no nos engañe diciendo que lo único que cedió México en el acuerdo binacional fue que 10 mil solicitantes de asilo lleven su proceso desde este lado de la frontera, porque eso ya estaba pactado desde enero y porque son muchos más de esos 10 mil. Que no nos diga que el problema fueron las caravanas porque por ahí pasaron, cuando mucho, 25 mil personas, las más pobres, las que no podían pagar un servicio completo a un grupo criminal, como bien documentaron los equipos de Pie de Página, Chiapas Paralelo y La Verdad de Juárez en el especial “El Gueto Mexicano”.
Que lo digan con toda claridad: este gobierno tomó la decisión de privilegiar la sobrevivencia económica del país a costa de sacrificar los derechos de los migrantes.
Ni siquiera me atrevo a cuestionarlo. No sé si había otra forma mejor de enfrentar el problema. Lo que sí sé es que para todos sería más fácil entenderlo si comenzamos a hablarnos con la verdad.
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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