No hablemos de toros, hablemos de humanos

19 diciembre, 2021

Es evidente que tenemos que revisar profundamente cómo nos relacionamos con los demás seres vivos. Pero eso es muy distinto de querer interpretar lo que piensan, sienten y quieren. O abrogarnos su representación legal y divina

@danielapastrana

Antes de iniciar esta columna debo reconocer que siento más empatía con el toro que en la plaza se enfrenta al torero dominador, miembro de una especie que tiene más inteligencia, que se prepara muchos años para evadir las embestidas, y que es acompañado de un grupo de hombres y caballos que, como en las cazas de mamuts, le echan montón.

Siento mucha más empatía por el animal que por el torero, audaz, valiente y un poco loco, que armado con una espada y un trapo se contonea frente al poderoso toro de 600 kilos y dos tremendas astas, lo busca, lo persigue y finalmente domina.

No me gusta la palabra dominar. No me gusta, tampoco, esta forma masculina de entender el mundo que constantemente busca dominar a la naturaleza y a otras especies. Digo, la puedo entender en un contexto de hace 100 mil años, cuando la naturaleza y las otras especies eran implacables con los sapiens. La puedo entender, incluso, hace 100 años, cuando los peones de las haciendas en el Arauca peleaban con los caimanes y hacían fiesta si los vencían, como relata Rómulo Gallegos en Doña Bárbara.

Pero en estos tiempos postindustriales, cuando ya dominamos hasta la ley de la gravedad y ya existen aviones y naves espaciales, cuando podemos desarrollar vacunas y medicinas que aumentan muchos años nuestra esperanza de vida, cuando vivimos en grandes ciudades y el internet nos comunica en segundos con todo el planeta, cuando ya tenemos todo lo que necesitábamos, hasta de sobra (aunque muy mal distribuido), me parece que debemos cambiar de paradigma. Ahora tenemos que aprender a construir comunidades que no dominen unas a las otras.

No creo, por lo tanto, que los toreros sean héroes. Son, sin duda, personajes arriesgados y con habilidades extraordinarias, pero lo que hacen no es por ninguna noble causa, sino por ego, lo cual puede ser admirable —para algunos—, pero no heroico.

Tampoco me convence eso de que el toro muere con dignidad. Eso le otorga una categorización humana a un animal (a partir de nuestro entendimiento de “lo digno”) que es lo mismo que le reclamo a los animalistas que intentan convencerme de que el toro “no quiere” o “no pide” estar en la plaza.

Toda esa introducción es para dejar claras las dudas que yo misma tengo de que las corridas de toros se mantengan tal y como existen ahora. Y para que nadie me atribuya cosas que no pienso ni digo.

En la pasada mesa de Las Periodistas de Momentum (16 de diciembre), quise hablar de esto porque entendía que el tema era la prohibición de las corridas de toros planteada por un diputado de la Ciudad de México. Eso, la prohibición, era (y es) para mí, lo que le daba sentido incluirlo en una mesa de análisis. ´

De lo que sienten y desean los animales me declaro incompetente para tener una discusión porque ni soy toro, ni hablo el idioma toro, ni vivo con los toros. Soy humana, hablo un lenguaje humano y trato de comunicarme en códigos humanos, es decir, usando la razón, que es uno de los elementos que nos diferencian de otras especies. Aunque a veces, como en este caso, las emociones son tan fuertes que anulan cualquier pretensión de razonamiento.

En el programa, algunas personas escribían que dejara de “defender lo indefendible” y preguntaba cómo era posible que estuviera justificando la muerte del animal. Debo preguntar, a todas esas personas, y también a mis queridas y queridos compañeros de mesa, en qué momento me declaré a favor de la muerte pública de los animales. No puedo haberlo dicho porque ni siquiera he llegado a ese punto en mis reflexiones.  

Como conté desde el inicio, durante la mayor parte de mi vida ignoré el tema taurino y apenas poco antes de la pandemia comencé a tratar de entenderlo, a propósito de las luces que me arrojó el filósofo Francis Wolff en el documental Un filósofo en la Arena, sobre un asunto que sí me interesa mucho: los humanos. Pero en toda mi vida no he asistido a más de cinco corridas, y ni de cerca me siento preparada para entrar en una discusión sobre la crianza, preparación y muerte de esos animales.

Sí creo que hay cosas de la fiesta brava que deben cambiar, como en su época cambiaron los sacrificios humanos o como dejaron de usarse las hogueras y las guillotinas (y ojalá dejara de usarse también la pena de muerte) como formas de castigo. Me he preguntado si puede evitarse la estocada, por ejemplo. También he cuestionado la entrega de orejas y rabo como trofeos, pues me pregunto legítimamente qué sentiríamos nosotros si a los toros les dieran orejas y rabo de los toreros corneados.

Pero nada de eso me hace estar de acuerdo con quienes piden la prohibición de las corridas y reclaman airadamente que las plazas se cierren (quizá para poner en su lugar centros comerciales donde compremos carne empaquetada).

Así que heme aquí, en una gran plaza imaginaria. Como espectadora de una corrida en la que los taurómacos son el toro que no entiende por qué, si hace apenas unos años era el rey de la fiesta (los políticos y artistas se placeaban ahí para que se les viera) ahora es acorralado por los toreros (representados en este caso por los antitaurinos) con sus lanzas, banderillas y caballos, listos para darle la estocada final: el fin de la fiesta. La muerte de la bestia (asesina, sádica, maldita, bárbara y los adjetivos que le quieran agregar) a la que, desde la superioridad moral, hay que dominar y vencer.

No es el caso de todos, por supuesto. Ya me dirá Luisa Cantú —con toda razón— que no considero en mi plaza imaginaria a los empresarios ganaderos. Pero como estoy convencida de que la avaricia de muchos de ellos no es por culpa de los toros, sino porque así son en todos sus otros negocios, prefiero concentrarme en la mayor parte de la gente aficionada.

La tauromaquia una cosa alucinante. Una práctica que rebasa los límites de cualquier otra actividad que haya visto. Es una liturgia. Un performance real de la vida y la muerte, de la dominación del hombre sobre el animal, incluso de la sexualidad. Bordea lo sublime, la locura. Una pelea brutalmente estética. Hace dos años, en la primera corrida que fui tratando de entenderla, vi volar, como si le salieran alas, al caballo del rejoneador portugués Diego Ventura, perseguido por las astas de un toro energúmeno. Durante días no me quité de la cabeza, no la muerte del toro, de la que poco me acuerdo, sino la feroz carrera de dos animales poderosos. Una lidia hipnótica, por su belleza y bravura, quizá solo comparable con la fuerza de un huracán o la explosión de un volcán.

En estos días de discusiones he pensado que tal vez sea eso lo que genera tanta pasión, en favor y en contra. Porque la corrida nos reduce al origen de un barbarismo que creemos domado por nuestra supuesta civilización. Molesta porque nos refleja nuestra cara salvaje. La que intentamos ocultar en nuestra aséptica vida civilizada. Su presencia nos permite pensar que son ellos, los de la plaza, los únicos que celebran la dominación humana sobre la naturaleza.

Lo cierto es que nada de lo que tenemos en nuestras vidas cotidianas se escapa de esa suerte. No sólo es el arbolito de Navidad, como decía Jésica. Es tener un celular, vivir en una casa de concreto, usar ropa, zapatos, carros, bicicletas, construir ciudades, tener medicinas, operaciones, viajar en trenes, volar aviones… cada una de esas cosas pasa por la dominación humana de la naturaleza. Una dominación que cada vez es más masiva y más depredadora.

Tampoco podemos sustraernos de nuestro dominio sobre otros animales. No solo los comemos (y como escribió alguien en un comentario, la tauromaquia debe representar el 0.0000000001 por ciento de las formas de maltrato animal). También los tenemos domesticados para acompañarnos, para cargar o para divertirnos (caballos, burros, perros, gatos patos, hurones, tortugas, pajaritos, pericos y hasta cocodrilos y leones). Los tenemos en zoológicos, en acuarios, en los experimentos necesarios para nuestras medicinas, para salvar nuestras vidas, para evitar plagas.

Tratar de ocultar lo que somos con este animalismo urbano del siglo 21 es para mí el primer gran problema. Somos antropocéntricos. Y no porque todos queramos seguir dominando a otras especies, sino porque no podemos ser avecéntricos ni insectocéntricos ni anfibiocéntricos. El mundo que hemos construido, interpretado y regulado solo puede ser entendido a partir de lo que somos: humanos.

Por eso me niego a darle categorías humanas a los animales. Ni de un lado ni del otro. Porque si aceptamos que los toros tienen derechos tenemos que aceptar que pueden morir “con valor y dignidad”. Y al revés, si aceptamos que son combatientes heroicos tendríamos que aceptar que tienen derechos (es decir, un contrato social con obligaciones mutuas, lo que no existe).  

Es evidente que tenemos que revisar profundamente cómo nos relacionamos con los demás seres vivos. También es claro que tenemos una responsabilidad con los animales que ya fueron domesticados. No podemos liberarlos, porque no tienen forma de sobrevivir en la vida libre. Toca protegerlos y cuidarlos. Pero eso es muy distinto de querer interpretar lo que «piensan», «sienten» y «quieren». O abrogarnos su representación legal y divina.

A mí me importa hablar de los humanos. No de los toros. Sin tener evidencias, tiendo a pensar que, si en la plaza o cualquier descampado hubiera cinco toros de lidia y un torero, con toda seguridad el humano quedaría desangrado, sin que los toros tuvieran ninguna preocupación ni culpa por el maltrato a los hombres.

Eso es lo que defendí en el programa. Y lo que seguiré defiendo: la humanidad.

Ciertamente es imposible negar el daño que ha hecho el sapiens postindustrial. Este humano ambicioso y voraz, forjado los sótanos del capitalismo patriarcal y colonial, ha depredado como ningún otro usando su principal arma: el cerebro. Pero los humanos no solo somos eso. También somos seres creadores, artesanos que construimos pirámides, observamos las estrellas, cruzamos los mares y desarrollamos cualidades únicas entre todos los seres vivos del planeta, como condimentar la comida, bailar, pintar un cuadro, construir un barco, o tocar veinte flautas distintas, como Horacio Franco.

Y puedo estar muy equivocada, pero estoy convencida de que sólo en la medida en que nos reconozcamos humanos (frente a la desvalorización de las narrativas animalistas) y nos respetemos entre humanos, seamos migrantes, mujeres, personas no binarias, o de distintos pueblos y lenguas, podemos diseñar una forma de habitar el planeta que no cosifique a los animales, ni los presente como trofeos.

Por eso me opongo a este deseo humano —y peligrosamente conservador— de imponer una creencia o censurar con facilidad lo que no nos gusta (o no entendemos), sean los corridos, los piropos, fumar mariguana, abortar, cambiar de género, tener tatuajes, prostituirse, ver telenovelas, videojuegos o ir a los toros. Porque la historia nos ha enseñado que, con esos deseos, también llegan la castración intelectual, la intolerancia, la descalificación a priori y, en el menor de los casos, la violencia verbal de quienes, desde la “defensa de la vida”, reclaman una estocada final.

Pero no me crean. Revisen los comentarios que han dejado en el video del programa, o en las columnas que hemos publicado en Pie de Página y luego pregúntense seriamente cuál de todos les parece más agresivo e inquisidor.

Quizá por ahí podamos empezar a entendernos.

Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.