Esta es una historia de amistades y fogatas construidas en torno a una pasión compartida: el periodismo. Feliz cumpleaños, Periodistas de a Pie
@danielapastrana
“Los hombres no tienen tiempo de conocer nada. Compran las cosas hechas a los comerciantes, y como no existen comerciantes que vendan amigos, los hombres ya no tienen amigos”, dice la zorra al Principito cuando le pide que la domestique.
Es un pasaje en el que el pequeño príncipe de Saint-Exupéry conoce la amistad.
“¿Qué es domesticar?”, pregunta el niño. “Estrechar lazos”, dice la zorra. Luego le explica: si lo hace tendrán necesidad uno del otro.
No soy una persona de apegos. Quizá por mi condición de hija única, criada por mis abuelos, aprendí a desprenderme –no sin dificultad– de tener cerca a la gente que quiero. Puedo dejar de ver a un amigo meses y hasta años, pero en el momento más importante de su vida, ahí estaré. Puedo no estar en todas las fiestas de cumpleaños de una amiga, pero no dudaré en dejar todo el día que me necesite. A mis amigas y a mis amigos los quiero profundamente. Me siento feliz cuando se que algo que han esperado se cumple, me duele saber que la están pasando mal y no soporto habladurías sobre ellos en mi presencia. En cambio, soy incapaz de pasar dos horas hablando por teléfono, ir de compras, planear viajes, organizar reuniones o salidas en grupo.
Según la definición del diccionario, la amistad es “una relación de confianza y afecto desinteresado entre las personas”. La palabra proviene del latín amicus (amigo), que a su vez derivó de amare (amar). También se atribuye su origen etimológico a un vocablo griego compuesto por a (sin) y ego (yo), por lo que amigo/a significaría “sin mi yo”.
Para los antiguos griegos, la amistad era una virtud. Aristóteles habla de ella en la Ética Nicomaquea y la define como una suerte de concordia, que no se basa en la identidad de las opiniones, sino en la armonía de las actitudes prácticas. Una virtud mucho más amplia que el amor, condicionado por el goce de la belleza. Y la más necesaria para la vida, pues los bienes que ésta ofrece –riquezas, por ejemplo– no se pueden utilizar bien sin los amigos.
Con el cristianismo, la importancia de la amistad decayó en la literatura filosófica y fue sustituida por el amor. La máxima aristotélica de “comportarse con el amigo como consigo mismo” fue extendida a todos los prójimos, a los que debe amarse, sean amigos o enemigos.
Pero la amistad aparece en la obra del filósofo judío Emmanuel Lévinas, a quien felizmente descubrí en una clase de filosofía de la religión de la Universidad Iberoamericana. Lévinas (1906-1995) estuvo en un campo de concentración y de esa experiencia concluyó que lo que da sentido al ser humano solo puede ser superado en el “ser para el otro”.
No ahondaré en este espacio en la alteridad levinasiana. Aunque me encanta el tema, creo que algunas de mis odhiosas amigas no lo perdonarían. Pero es una idea que me apasiona: la filia griega es una relación recíproca, de un hombre frente a otro, ambos libres. Para Lévinas, en cambio, el yo es egoísmo, y un yo frente a otro yo lleva inevitablemente a la confrontación. Por eso, su concepto de amistad reposa en el encuentro “cara a cara” de dos subjetividades.
Es decir, frente a la concepción occidental de necesidad mútua, presente cuando la zorra le dice al Principito: “te haces responsable para siempre de aquello que has domesticado”, la amistad de Lévinas implica abandonarse al otro sin necesitarlo.
No puedo evitar pensar en Stand By Me, una película estadunidense dirigida por Rob Reiner, y que cuenta la aventura que viven cuatro amigos de 12 años, la cual que marcará sus vidas. Al final de esa historia, los amigos se separan y cada uno sigue distintos caminos. Uno de ellos se convierte en novelista y es el narrador de la historia. Termina de escribirla mientras observa a sus hijos jugar en el jardín. “Nunca he vuelto a tener amigos como los que tuve cuando tenía doce años”, dice.
Yo creo que todas mis amigas y todos mis amigos son como los que tuve a esa edad.
* * *
Escribí ese texto en julio de 2012 para un blog de amigas que coincidimos hace 25 años en la fundación del diario Reforma.
La experiencia del blog Odhiosas, creado más por el placer de escribir y coincidir en un espacio de mujeres muy distintas, no duró mucho. Pero este 20 de mayo se cumplieron 12 años de la Red de Periodistas de a Pie –hogar y refugio de decenas de periodistas mexicanos en una de las épocas más oscuras para el gremio— y fue inevitable la remembranza de las fogatas que me ha dado la actividad que ocupa más de la mitad de mi tiempo de vida: el periodismo.
Fogata, del sufijo ata (acción) sobre la palabra fuego (focus, en latín) es también hogar (fogar). Los pueblos indoeuropeos solían tener una hoguera en la entrada o el centro de cada casa, en torno a la cual se congregaba la familia.
Para aves peregrinas como yo, la casa-fogata ha sido rodante. En el baúl encuentro tres postales de esos fuegos:
Playa Paraíso, Guerrero. Diciembre de 1995. Tirada en una hamaca junto con el mejor periodista de mi generación, que viajó 12 horas sólo para reunirse con un quinteto de reporteras de la mejor sección del Reforma. Miramos el día que empieza mientras el fuego se extingue. “¿Crees que en 20 años sigamos disfrutando estas simplezas?”, me pregunta. Casi 25 años después, sabemos que sí. Y sus odhiosas amigas seguimos juntándonos en la fogata.
Francisco Petrarca, Polanco. Cualquier día de 1999. Las juntas editoriales de Masiosare, el extraño enemigo de los políticos, terminan en la cantina o en los mariscos. Pero los cierres de cada jueves son materia de El Moñito o cualquier otro after con rocola. Ahí pensamos, planeamos, reímos y bailamos, mientras Alberto Nájar, nuestro líder sindical, nos cuenta historias de la empresa que preferiríamos no saber. Cada que puedo, regreso a la buena costumbre de escabullirme para ir cenar y a conversar horas con Duilio, mi andariego mejoramigo… sobre la foto y sobre la vida.
Tlatelolco 2001- 2003 Mi casa -compartida con Ceci- es una comuna de reporteras que cenan huevos con papas y aprenden el “chingonario”. Escuchamos a Sabina, Aute y Manu Chao. Seguimos el Zapatour. Por las mañanas, leemos periódicos impresos con café y pan tostado con queso crema. Por las noches vamos al bar Milán y a las Elodias. Hablamos del periodismo y del mundo. Básicamente, somos felices.
En mi historia, la Red de Periodistas de a Pie inició hace 17 años, cuando nos reuníamos a cenar cada 15 días en el restaurante que tenía Toño Bertran en la colonia Roma. Éramos unos 12. Nos juntábamos para tallerear nuestros textos favoritos, pero también para cenar, beber y reír.
Esa sociedad de los poetas muertos hechiza se mantuvo unos 4 años, hasta que Marcela Turati, quien nos había convocado, se fue a su viaje en el sur y regresó con la idea de hacer una red de periodistas de temas sociales como las que había visto en Argentina y Brasil.
En junio de 2006 comenzamos a encender la primera fogata, pero teníamos tan poca idea de cómo hacerlo, que tiempo después Alma Delia Fuentes bautizó como las survivors a las que seguíamos en el intento. Del grupo que el 20 de mayo de 2007 se reunió en un restaurante de tamales de la Roma para votar por el nombre de Periodistas de a Pie quedamos Daniela Rea y yo. Las Danielas, nos dicen.
Fue una época luminosa, donde la gran fogata de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano nos dio cobijo y conocimos a María Teresa Ronderos, que nos dijo: “hagan una red”; a Javier Darío Restrepo, que nos habló del periodismo de esperanza, y a Mónica González, que nos impulsó a extender las alas.
Luego vino la guerra, que nos robó los placeres y las risas. La red naciente se convirtió en una central de emergencias. Era demasiado trabajo. Demasiada urgencia. Demasiado desgaste. Demasiado dolor. Demasiadas pérdidas.
Pero el barquito aventurero de PdP salió a flote de varias tormentas en todos los mares, en buena parte por las fogatas que encendió en cada puerto de desembarco. Hoy, mientras a la marinera Rea y a mí nos vuelve la risa al cuerpo en forma de la Tostada y la Guayaba (perdón por el chiste local) miro a la red como un árbol que ya tiene ramas que crecen de distintas formas.
Yo tengo mi pequeña fogata en el equipo que cada día hace Pie de Página, mi sitio favorito, donde cada día compartimos ese placer único del cierre editorial.
Ahora, no puedo evitar pensar en Las Invasiones Bárbaras, una película franco-canadiense dirigida por Denys Arcand que cuenta que un profesor de universidad desahuciado, al que su hijo, un corredor de bolsa, le reúne a sus viejos amigos en una gran tertulia.
Eso pasa con la guerra: desahucia.
Eso pasa con los amigos: curan.
Nunca seré una persona de apegos. Pero siempre disfrutaré con gusto el calor de las fogatas.
¡Salud y larga vida a PdP!
Columnas anteriores:
Asirnos a la vida. ¡Salud, Javier!
Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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