Asirnos a la vida. ¡Salud, Javier!

14 mayo, 2019

A Javier Valdez hay que recordarlo divertido, inteligente, apasionado, con ese humor tan sinaloense y esa sonrisa franca. Si dejamos que nos hundan, ganarán los señores que quieren vernos hundidos

@danielapastrana

La última vez que lo vi fue a mediados de 2016. Me citó en El Péndulo de la colonia Roma y me contó que iba a escribir un libro sobre los ataques a periodistas en todo el país. Quería salirse del tema de Sinaloa. Pero era una apuesta arriesgada, porque del resto del país no entendía nada.

Hablamos casi seis horas. Le di contactos en Veracruz, Guerrero, el teléfono de Jade Ramírez Cuevas, que ese año se estrenaba como coordinadora de Libertad de Expresión en la Red de Periodistas de a Pie, y el de Polo Maldonado, el abogado de Articulo 19, a quien Javier no ubicaba. Al día siguiente, en las oficinas de Artículo, Polo me preguntó si yo conocía a un tal Javier Valdez. Fue muy gracioso.

A Javier lo conocía desde 2001, cuando yo estaba en Masiosare, el suplemento político de La Jornada, y fui a Sinaloa a hacer un reportaje de una niña violada por su papá. Era costumbre obligada hacer base con los corresponsales. Y éste era especialmente agradable, leido y dueño de una ironía deliciosa que tiempo después aprendí a denominar como “el humor sinaloense”.

Luego, cuando se volvió del club de los-periodistas-que-escriben-libros, nos veíamos en ferias o en tertulias, como la Velada de periodismo, literatura y narco que organizamos en PdP en marzo de 2011 y en la que dijo una frase que he pensado muchas veces: “sigo vivo porque publicamos el 10 por ciento de lo que tenemos”.

A Javier era difícil no quererlo. No es que fuéramos muy amigos, ni que conociéramos a nuestras familias o visitáramos nuestras casas. Pero era difícil no pasarla bien con él.  Así que cuando nos vimos en El Péndulo me sorprendió escucharlo tan desprovisto de humor. Me dijo que las cosas en La Jornada no iban bien, que no importaba la información de los estados (lo mismo que ya me habían contado de Veracruz), que tenía ya mucha presión también de la editorial. Cuando nos despedimos pensé que era la primera vez que lo veía agotado de este trabajo.

Me volvió a llamar después para preguntarme si podía citar una parte de la plática (al final, citó mucho más) y no volví a saber de él hasta que en octubre recibí un ejemplar de Narcoperiodismo. Encontré mi nombre en la segunda línea de los agradecimientos: “… A Daniela Pastrana y Daniela Rea, por marcarme con su voz y su ejemplo el camino, lleno de rosas con espinas”.

Iba saliendo a un viaje y me lo llevé para leerlo en el camino, aunque me había sorprendido lo rápido que lo había terminado (yo me tardo meses en cerrar un sólo capítulo). El prólogo es imperdible, lúcido y claro como ningún otro. Pero al resto le faltaba rigor. Era evidente que lo había escrito deprisa y eso le dije cuando le llamé para agradecerle la mención. Quedamos de conversarlo más. Nunca lo hicimos.

En enero de 2017, una semana después de la extradición de Joaquín Guzmán Loera, fui a Sinaloa a una brigada de búsqueda de fosas. No vi a Javier ni lo busqué. Apenas tuve tiempo de pasar por el periódico Noroeste antes de montarme en una camioneta con cuatro reporteros para ir a La Tuna, en Badiraguato. El relato de ese viaje lo hizo José Ignacio De Alba en Sinaloa sin el Chapo. Pero el último día ahí me tocó el revuelo que había provocado en la prensa local una nota de Javier que fue primera plana de La Jornada. Era lo que en el argot periodístico llamamos una volada: la historia de una línea azul que separa la vida y la muerte en Mazatlán, que no sé si fue un intento fallido de metáfora en torno a una línea que fue pintada para guiar a los turistas hacia la zona de restaurantes. En todo caso, era un error. Porque Javier se equivocaba tanto y era tan contradictorio y falible, como yo y como cualquiera.

A mí me inquietaba mucho que alguien con su experiencia estuviera cometiendo errores de novato. No me podía quitar de la cabeza lo que me había dicho de las presiones para publicar y mantenerse vigente. Así que al volver a la Ciudad de México, le escribí un mensaje para comentarle que había estado ahí. “Sí, lo supe”, me respondió a modo de reclamo.

Hacia finales de febrero, en la red recibimos la alerta de Sinaloa, por la publicación de la entrevista con un “enviado” de Dámaso López Núñez, El Licenciado, en dos medios: Río Doce y La Pared. En los meses siguientes pasó lo que ya sabemos: Javier tuvo oportunidades de dejar Sinaloa y el país, pero no quiso. Tampoco dejó de escribir sobre el tema, pese a las amenazas.

El 15 de mayo de 2017 viajé a Coahuila para ir a otra caravana de búsqueda que pasaría por Allende, el pueblo con el que se ensañaron los Zetas. Iba a cerrar un reportaje que ya tenía título (“El país de la mil y una fosas”) y unas gráficas, preparadas a partir de un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

En medio del camino entre Monterrey y Saltillo recibí la noticia, por chat, con una foto de un cuerpo tirado en una calle: “Mataron a Javier Valdez”.

No fue necesario ver su sombrero sobre la sábana blanca para saber que era cierto. Para entonces ya cargaba muchos muertos en mi costal: Miroslava, Rubén, Goyo, Regina, varios entrevistados. Y sabía que sí, lo habían matado. (¿Cómo te has dejado llevar a un callejón sin salida, tú, el mejor dotado de los conductores suicidas?, pensé).

Esa tarde apagué mi teléfono, me compré unas galletas y un café para comer en el hotel y me puse a leer la historia de un hombre que leía novelas de amor.

Necesitaba parar.

El asesinato de Javier fue un parteaguas para mí. Tardé tiempo en darme cuenta de la rabia que tenía atorada. De lo enojada que estaba. Con los que mandaron a matarlo. Con el país. Con Felipe Calderón, por instalarnos la guerra adentro de la casa. Con Enrique Peña Nieto y todos los políticos corruptos. Con los dueños de los medios, por canallas, porque te desprotegen todo el año con sus acuerdos comerciales y luego publican tu foto en la portada cuando te asesinan. Con las que se habían ido de la Red, porque las extrañaba. Con los reporteros de la élite del centro del país, que apenas se enteraban de la mierda en la que vivimos. Con Javier, porque no corrió a salvarse. Conmigo, por no saber qué más hacer.

Poco después conocí a Griselda Triana, la esposa de Javier. El CPJ (Comité para la Protección para los Periodistas) le hizo un homenaje en Casa Lamm y al día siguiente quedé a desayunar con una de las madres buscadoras que es protagonista de uno de los libros de Javier. Extrañamente, la cita fue en El Péndulo de la colonia Roma y Griselda pasó por ahí.

El desayuno se volvió comida. Hablamos mucho. Le dije cómo me sentía. Lloramos. Nos entendimos. Perdonamos. Griselda nunca ha sabido que a partir de ese desayuno comencé a regresar a la vida. A salir del marasmo al que te mete el monotema del dolor.

Nunca escribí la historia de Allende, uno de los lugares más horrorosos que he visto en México, sólo comparable con San Fernando. El reportaje de las mil y una fosas se quedó en mi libreta; las gráficas que lo acompañarían, en mi correo.  (Tiempo después, Marcela Turati, Mago Torres y Alejandra Guillén se encargaron de dirigir una gran investigación, no sobre mil, sino sobre 2 mil fosas). También dejé el libro que estaba escribiendo sobre Rubén Espinosa y los periodistas en Veracruz y para el que ya había tomado un curso con Martín Caparrós.

Ahora no sé si quiero retomarlo. No sé si puedo. Cada línea de esta columna ha sido una tortura. Además, hay otros que lo están haciendo.

A Culiacán regresé cuando se cumplió un año del asesinato. Fui a la marcha, a un foro, a una reunión de organización gremial. A conocer su tumba. A dejar ir la rabia.

Ahora, vuelvo a ver el video de la velada me parece increíble que todo lo que advertíamos que pasaría ya pasó. Pero también pienso en cómo nos reímos ese día de la velada (minuto 7:35, al final de esta columna) y me niego a llorar o a sentirme víctima.

Quiero pensar en Javier como era cuando lo conocí, hace casi 20 años: divertido, inteligente, apasionado, con ese humor tan sinaloense y esa sonrisa franca. Periodista de calle, de historias, como yo.

Porque en estos tiempos oscuros ser feliz es un desafío, y reír un acto revolucionario. Porque si dejamos que nos hundan, ganarán los señores que quieren vernos hundidos. Y nuestros deudos merecen que sus asesinos no ganen.

Asirnos a la vida. Ponerle colores a la hoja en blanco. Vivir. No dejar que los que nos han llenado de muerte nos roben el alma. Y seguir contando sus historias. Es el mejor homenaje que podemos hacerles.

¡Salud, querido Javier! Gracias por el camino de rosas con espinas.

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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.