El derecho de estar loca

31 diciembre, 2021

¿Cómo vuelves a construir una relación —amorosa, amistosa, laboral o política— sin la sospecha de que, tarde o temprano, serás desechable? ¿Cómo te quitas ese sentimiento de que ya no eres persona, sino un instrumento más de este sistema que en lugar de relaciones humanas construye máquinas con obsolescencia programada?

@danielapastrana

A todas

Durante muchos años tuve la costumbre de dedicarle mis uvitas con una canción especial a la gente en la que pensaba cada fin de año. Me entretenía horas buscando las canciones que dijeran a esas personas que me importan y que están en mi memoria, aunque quizá no nos hubiéramos visto o llamado en todo el año (o tal vez en años). Canciones para celebrar, siempre con un buen deseo, como corresponde a cada cambio de ciclo.

Eso cambió en 2020. Aunque el primer año de la pandemia no fue tan malo. El encierro obligado hizo que por fin pudiera regresar a mi casa, a la que no había vuelto desde que Felipe Calderón inició su guerra y muchos periodistas fuimos enviados, como en los peores tiempos, al «entierro, destierro, o encierro (en nuestro propio país, convertido en manicomio)». No hablo, aclaro, de un regreso físico, porque nunca me fui más de dos semanas. Sino de un regreso mental: Volver a pintar la casa, acomodar libros, compartir la comida…

Mi casa ya no era la misma: mis hijos habían crecido, mi madre había envejecido, y mi novio de los últimos 20 años se había llevado sus libros con un nuevo amor, cansado, como el novio de Erin Brockovich, de hacerse cargo del hogar. Pero a pesar de eso, yo estaba en casa. Así que por primera vez en 10 años pusimos arbolito de Navidad (uno natural, certificado). Desempolvé los figurines que tengo desde niña para adornarlo, saqué manteles y vinos, y en mi pequeño espacio familiar disfruté, en lo posible, de nuestras no-fiestas con semáforo rojo y el angustiante sonido de ambulancias en la calle.

Este 2021, en cambio, ha sido un año fatal. De cabo a rabo. No recuerdo haber tenido un año tan jodido desde 1995 (que he declarado oficialmente borrado de mi historia) y eso que ha habido muchos terribles en estos tiempos violentos.  

Primero, la muerte cobró facturas: Llegó por sorpresa, alevosa, el 11 de enero, para apagar de forma inexplicable la poderosa luz de mi amiga Lety, una de las personas de las que más aprendí en estos años convulsos de la cuatro-té. Y al cierre del año, el cáncer y sus mil formas acabó al hilo con tres personas queridas. La última fue mi madrina, la hermana-mamá, cabeza del clan desde la muerte de mi abuela, hace ya dos décadas.

En medio de tantos lutos, llegaron abandonos insospechados y golpes inesperados de personas que quiero. No por maldad, ni con intención, por supuesto. Hubo incluso quien se fue sin darse cuenta.

Porque este sistema en el que vivimos ha pulverizado tanto nuestra memoria de lo común, del cuidado mutuo, que pasamos montando la idea de felicidad en pequeños actos individuales. Nos ha quitado tanto, que peleamos hasta con nuestra sombra por mantener lo que nos queda. Y cada vez más, la gente se cree con derecho de imponer su individualidad, sea por soberbia, porque se piensa poseedora de la verdad, o por opresión, porque la explotación diaria le lleva a desquitarse con quien tiene enfrente (aunque no la conozca, más allá de la virtualidad de una pantalla).

Este año se me extravió la confianza. Y eso, para una persona que suele confiar, como yo, es un asunto grave. ¿Cómo vuelves a construir una relación —amorosa, amistosa, laboral o política— sin la sospecha de que, tarde o temprano, serás desechable? ¿Cómo te quitas ese sentimiento de que ya no eres persona, sino un instrumento más de este sistema que en lugar de relaciones humanas construye máquinas con obsolescencia programada?

En estos días reorganicé mi librero para tener hasta arriba los libros escritos por autoras. Leo ahora las historias de mujeres olvidadas por la historia de los hombres.

Hace unos días me detuve largo rato con Juana de Aragón y Castilla, la última reina titular de la historia de España que vivió 40 de sus 77 años encerrada en una torre. Utilizada por su madre, traicionada por su esposo, por su padre y por su hijo. Leal a todos, hasta su muerte. La historia se ha encargado de llamarle Juana, la loca, y contarnos su amor obsesivo por Felipe, el hermoso. Pero ni loca ni hermoso, dice Rosa Montero en su estupendo libro Pasiones (Alfaguara, 2012). El mismo libro cuenta la historia de Sonia Tólstoi, casada a los 18 años con un genio literario que le doblaba la edad, y que podía escribir Ana Karenina y al mismo tiempo declarar loca a su esposa.

Juana y Sonia tuvieron una cosa en común: eran mujeres fuertes, demasiado fuertes. Y muy inteligentes. No estaban nada locas. Lo que tenían era rabia frente a una relación claramente desigual e injusta. Una rebelión contra la gran paradoja de este mundo concebido en masculino: ellos, que se adjudican el monopolio de la razón, solo tienen permitido sentir rabia. Ese es el único sentimiento aceptado socialmente para los hombres. Y es, también, el único sentimiento prohibido para las mujeres. Nosotras podemos sentir compasión, alegría, tristeza. Podemos llorar (si es en silencio y no lo hacemos público, mejor). Pero no enojarnos. En las mujeres, la necesidad de gritar y golpear frente a un agandalle sólo tiene un diagnóstico posible: locura.

Vuelvo a este 2021, donde recibimos una denuncia de violencia de género de un integrante del equipo, activamos un protocolo que ningún otro medio tiene, dedicamos muchas horas a tratar de resolverla de la mejor manera, con ayuda de especialistas externas, entramos todas (no solo el acusado) a un proceso de revisión de las violencias, y terminamos acusadas de defender hombres (nosotras, quienes dimos la cara, no los hombres que, por los motivos que sean, callaron).

Un año donde tuvimos un premio por un trabajo colectivo sobre violencia de género, pero uno de los jurados (hombre) decidió que solo la mitad del equipo merecía ser reconocida. Y cuando la otra mitad se quejó, colegas con buenísima intención nos recomendaron “no ventilar nuestros pleitos”. Es decir, el problema no era quien hizo el daño, sino que gritáramos que nos dolió.

Donde una beca para mujeres periodistas terminó colapsando con sobreexigencias a equipos de medios pequeños que intentan sobrevivir en la precariedad.

Y donde una joven a la que ayudé (sin conocerla) parece empeñada, espero que inconscientemente, en expulsarme de su pequeño nuevo reino, cual —disculpen la licencia metafórica— Ana Bolena con Catalina de Aragón.

Es cierto que provocar un daño no hace a una persona mala. Todas tenemos errores y muchos factores —que no abordaré ahora— nos llevan a situaciones límites. El problema no es la historia personal, sino la reproducción, siglo tras siglo, de patrones que ya son insostenibles.

El más insoportable, para mí, es que los hombres involucrados, por más progresistas y solidarios que sean, sigan entendiendo sólo lo que les conviene entender. Lo que les queda cómodo. Que no miren que hacen daño con respuestas como: “me decepciona que lo pienses”, “es tu perspectiva”, “necesitas un psicólogo”, “me alejo por tí”. Que se rían cuando les dices que te están molestando. Que olviden lo que te hizo daño. Que, con cero autocrítica, te quieran explicar por qué estás mal (invariablemente estamos mal).

El segundo patrón insoportable es que muchas mujeres, por más progresistas y solidarias que parezcan, sigan la zanahoria de enjuiciar a las que nos ha tocado tratar de cambiar las reglas dentro del juego y que, en esta modernidad tenemos una carga triple: los cuidados (que los hombres nunca han aceptado), el trabajo remunerado (porque pedimos igualdad de derechos y entendieron doble explotación), y ahora, la responsabilidad que implica asumir liderazgos.

Carga sobre carga, el sistema se ceba cada vez más en los cuerpos de las mujeres “fuertes”, que además de la jornada triple (cuidadora del hogar, trabajadora y jefa), tenemos que ser siempre ecuánimes y guardarnos tiempo para el erotismo.

¿Qué es lo que nos dicen todos los días en este mundo de la razón atrapada por los hombres? Calla. Resiste. Eres fuerte. No grites. No llores. No te enojes. Que aquí el único que tiene derecho a enojarse es el señor. No tú, que eres inteligente (como si la inteligencia tuviera el requisito de la insensibilidad).

De sororidades luego hablamos, porque como escribió la gran Almudena: “las mujeres débiles siempre se pueden montar en la chepa de las fuertes para chuparles la sangre, pero las fuertes no tenemos ninguna chepa donde montarnos”.

Ciertamente no nos vamos a caer, porque no estamos diseñadas para caernos, sino para levantarnos. Para ser leales hasta la muerte, como Juana de Aragón, y provocar el menor daño a quienes queremos.

Así que aunque ahorita me sienta como Thor apaleado por Hulk, regresaré a mi Tara imaginaria, a mi abuela. Pasará el enojo, la tristeza, el sentimiento de abandono y de haber sido multiusada. El año que viene nos veremos y reiremos, cantaremos y bailaremos, porque al final de eso se trata la vida: de entender nuestros privilegios y vivirla.

Pero este día, lo siento, no tengo un mensaje de amor y esperanza. Tengo rabia. Tristeza. Y reivindico mi derecho, y el de todas, a ser Juana la Loca, que no estaba nada loca, solo harta de ser el peón de todos.

* * *

Hace unos meses, en un programa, me dijeron que me parecía a Joy, de Inside Out, y que soy una periodista-filósofa. Me hicieron el día.

También lo hicieron mis amigas del club de #TodassomosrumbosmenosLaurita (ellas lo saben) que me llevaron casi amarrada a descansar. Y Rosa Martha, quien con enorme generosidad me prestó su depa en Mazatlán.

Mis hijos, que se organizaron con otros primos para ir a visitar a mi anciana tía, y me ayudaron a poner el arbolito, que este año fue reciclado, y su único adorno fueron flores secas, producto del trabajo de mi hijo.

La mesa de Las Periodistas. La comunidad Momentum, que me hizo reír y bailar. Mis cien libros de la FIL y las amistades que pueden sobrevivir a las diferencias políticas. El equipo de la red, que está aprendiendo a escuchar.

Eso es lo más rescatable de este 2021, que por fin se está acabando y espero que para no volver más. Gracias a todas las personas que, sin saberlo, me han tirado salvavidas. Perdónenme que hoy no tenga uvas selectas para devolverles el ánimo.

Este fin de año, mi único deseo es que ya pase. Aunque también espero que no se extingan los burritos y que el año que viene nos regrese al mundo un poquito de humanidad.

Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.