Muchas veces en este último año he pensado que la pandemia es como una guerra mundial, pero sin bombas, ni destrucción de edificios. El enemigo es un microscópico virus, que no tiene vida y cuya función única es matar humanos
Por Daniela Pastrana
Siempre fui niña 10. Mi madre, que todo guarda, conservó las medallas de plástico dorado con listones rojos que dicen Premio de Excelencia que me dieron en el Jardin De Niños Villa Infantil. En ese kínder de la colonia Álamos fui abanderada de la escolta, aunque el único recuerdo que tengo de eso es que al final de una ceremonia me dieron permiso de ir a Disneylandia.
En la primaria tuve un promedio de 10 y también fui abanderada. Tengo pocos recuerdos significativos de las dos escuelas en las que estuve, ambas públicas. Pero recuerdo que cada mes íbamos a recoger un cheque por una beca de la SEP y que lo que más me gustaba de la segunda era que me invitaran a grabar programas en los Estudios Churubusco.
La secundaria es mi época escolar más entrañable. Ahí tuve a mis maestras favoritas: Fuensanta, de Español, que me regaló el primer libro de mi biblioteca (Pedro Páramo); Cristina, de Mate, que siempre me regañaba por estar distrayendo a mi amigo Pedro. La de Historia, que llevaba unos huipiles hermosos. La de Inglés, con la que intercambiaba posters de Parchis para su sobrino. En esa secundaria, la Técnica 17 de Coyoacán, conocí lo que era sacar un 9 (mi promedio final fue de 9.8). Mi madre guarda diplomas de concursos de Ortografía, Cuento, Danza, y hasta de periodismo juvenil.
La prepa particular con sistema CCH a la que fui no era muy buena y los profes me desesperaban, malacostumbrada por mis maravillosas maestras de la 17. Pero igual sacaba 10 en los exámenes, aunque fueran de Ciencias de la Salud (el terror de mis compañeritos), Química o Física. La clase que más disfrutaba era la de Redacción, donde me volví fan irredenta de la mitología griega. Según el archivo de mi madre, en esa prepa de la colonia Roma, que sobrevivió al sismo del 85 pero no a la gentrificación que vino después, gané un “Rally-cultural”. Lo que yo más recuerdo, además de mis amigos, es un memorable 6 de febrero en el que toda la escuela se fue de pinta a Chapultepec. Esa fue la primera vez en mi vida que falté a una clase sin permiso.
Entré a la Universidad Iberoamericana (por mensa, y por creerle a la tele lo que decían sobre la huelga del CEU de la UNAM en el 88), primero con un financiamiento y luego con una media beca de la SEP. Entonces ya era una revoltosa. Me había ido a vivir a las periferias con un muchacho que manejaba un microbús y del que me enamoré porque —malditas clases de La Iliada— le veía “perfil griego”. Y en los veranos, mientras mis amigas se iban a esquiar a Vail o de intercambio a Holanda, yo me ponía a vender gelatinas en la central de autobuses del Norte con mi pequeña cuñada y daba clases a adultos en el INEA. Decidí tener un hijo cuando mi prueba de embarazó escandalizó a mis amigas, y lo metía con su sillita y su chupón a mis clases de estadística y de historia del pensamiento griego (optativas).
Luego comencé a trabajar en Reforma, después de pasar como seis filtros, y comenzaron a aburrirme las conversaciones de mis compañeros de clase y el academicismo que, viviendo en la Cuchilla del Tesoro, me parecía desfasado de la realidad. Saqué 7 en Publicidad, aunque ahora sospecho que debí haber reprobado, y mantuve un promedio arriba de 9 para conservar la beca.
En 20 años ininterrumpidos de escolaridad, no recuerdo una sola clase que me hubiera costado un esfuerzo extraordinario tener una buena nota, ni un conflicto particular con algún profesor, para quienes siempre fui un caso resuelto. Si acaso, me regañaban por compartir información de mis exámenes, o por hacer trabajos de los demás.
Para mi madre, que me tuvo sin casarse en una época en la que eso era cuestionado, mis estrellitas siempre fueron motivo de orgullo (al parecer eso es importante para los padres). Y le encantaba contar que cuando yo tenía 17 años, un estudio psicológico me diagnosticó “inteligencia brillante” y el neurólogo juraba que yo era algo poquito menos que Einstein, pero que eso se arreglaría en cuanto los medicamentos me pegaran unos cablecitos.
A mí me incomodaba. Por esos días comencé a darme cuenta de que la inteligencia brillante no evita que me equivoque; y en todo caso, me hace comprender el tamaño del error. Y que, junto con la conciencia, lleva a un camino de soledad.
Eso lo entendí cabalmente durante la década de cubrir la violencia a la que nos llevó la guerra–no guerra de Felipe Calderón. Las pocas periodistas —en femenino porque la mayoría somos mujeres— que nos dedicamos a acompañar el camino de las víctimas nos convertimos en las loquitas del pueblo, que hablaban de un dolor y unas heridas que el resto del país no quería ver.
Eso me pasa ahora con la pandemia. Ni todos mis dieces y diplomas, ni mi «inteligencia brillante» me han salvado de ser etiquetada en el insano ejercicio de la polarización política que nos deja el siglo de la posverdad.
Ya se que no faltará quien me diga que la polarización la provoca el presidente cada mañana, pero a mí esas conclusiones fáciles me encienden alertas. Basta extender un poquito la mirada para ver que lo mismo ocurre en la Argentina de Alberto Fernández o en la España de Pablo Iglesias. Desde mi pequeño análisis, tiene que ver más con la forma en la que estamos construyendo nuestras relaciones en la posmodernidad.
La gente sólo escucha lo que quiere escuchar. Para quienes veneran al presidente, que son muchos, cualquier cuestionamiento, por mínimo que sea, es motivo de pasarme a la lista de provocadoras. Para quienes lo odian, que también son muchos, cualquier cosa que apele a escucharlo me convierte en amloísta.
Pero lo que más me preocupa no es la gente de los extremos, sino la que día a día pasa a una de las esquinas del ring, y que siento cada vez más cerca de mi entorno. Gente que me conoce hace años y que anda preguntando si en Pie de Página tenemos pauta comercial de la Secretaria de Salud. Colegas que saben que mi casa está llena de afiches zapatistas y que me dicen que estamos muy progobierno (tuve que hacer una revisión de las notas publicadas, por ejemplo, del Tren Maya, para demostrar que tenemos una proporción de 80 por ciento de publicaciones contra el proyecto y menos de 20 a favor, lo que, según mis clases de estadística, no puede considerarse parcial en favor del gobierno). Amigas que preguntan por qué no somos más duras en la Red de Periodistas de a Pie con la defensa de la Libertad de Expresión, cuando Reyna y yo hemos sido casi las únicas que hemos cuestionado al presidente sobre ese tema. Compañeras que reclaman la cobertura de las conferencias cuando es algo que publican todos los medios todos los días, sólo que para sacar de contexto lo que dice.
Lo último fue hace una semana, cuando una colega que fue a la conferencia de salud me contó que, cuando trató de poner mesura y equilibrio a las discusiones de la redacción, un jefe le dijo: “ya te pareces a Daniela Pastrana”. (Entiendo que le quería decir que estaba defendiendo al gobierno).
Son cosas que no puedo entender. Como nunca he entendido que la gente se burlara de que me sentara adelante y pusiera atención en las clases. A mí no me causa vergüenza ser “aplicada”. Tampoco me da orgullo. Así soy. Me gusta aprender y entender, y cuando algo me interesa me clavo hasta agotar todo lo que encuentro sobre ese tema. No creo tampoco que me haga ser mejor ni peor persona.
Muchas veces en este último año he pensado que la pandemia es como una guerra mundial, pero sin bombas, ni destrucción de edificios. El enemigo es un microscópico virus, que no tiene vida y cuya función única es matar humanos. Pero en lugar de tratar de entenderla, lo que leo y veo de mucha gente que conozco son análisis coyunturales, hechos con los mismos anteojos y con los mismos referentes de siempre.
Y sí, me he esforzado, como toda la vida, por tratar de entender antes de juzgar. Por confiar en la ciencia (o más precisamente, en la capacidad de creación de los seres humanos), que me parece deslumbrante. Por investigar antes de opinar.
Eso ha sido, en todo caso, la única línea editorial de Pie de Página, y la única petición para un equipo en el que cada quien tiene una agenda y cada quien tiene libertad de trabajar de la forma que mejor le acomode.
Apelar a la razón y buscar equilibrios no es un tema de estar o no con un gobierno, o con un movimiento, o con una causa, aunque pueda simpatizar con muchas. Se trata, para mí, de un asunto de sobrevivencia humana.
Pero eso lo dejaré para el siguiente Miralejos, porque esta columna iba salir el 1 de enero, pero para no variar el trabajo se me ha complicado un poquito, y acumulo ya tantas reflexiones pendientes que sería imposible agotarlas ahora.
Por el momento, la única certeza que tengo es que prefiero parecerme a Daniela Pastrana que rendirme en la batalla por la razón y caer al abismo de la polarización.
Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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