Esta no es una columna de opinión, sino la historia de un sueño que resume una vida. Las mentes más agudas y puntillosas dirán que detrás de esas imágenes inconexas hay una opinión imprescindible contra el imperio de la razón pura, patriarcal y colonial
Twitter: @danielapastrana
Soñé con mi abuela.
No la había soñado desde que se murió y de eso hace ya 22 años: el 9 de marzo del año 2000.
Mi abuela apareció con su vestido negro y su cabello blanco al final de un sueño extraño: el de mi inexistente boda con Eduardo, quien hace poco se casó con otra persona y felizmente parece que le va bien. Alguna vez, en las dos décadas que vivimos juntos, pensamos hacerlo, pero no logramos ponernos de acuerdo en el tipo de boda. Él, ateo y marxista, no soportaba la idea de una boda religiosa (de la religión que fuera) y yo, más bien ecuménica, no estaba interesada en un lúgubre registro civil. Así que en lugar de boda celebramos el nacimiento de Andrea.
Ahora, en mi sueño, aparecieron todos los invitados al bautizo y a todas las inolvidables fiestas de cumpleaños que organicé para Andrea (y para mí) hasta que Felipe Calderón y su guerra me quitaron las ganas de festejar cualquier cosa.
Es un poco extraño explicarlo, porque estaban todos, pero al mismo tiempo no estaban.
La fiesta era en casa de unos jesuitas (nótese el inevitable sesgo periodístico). Ahí estaba dispuesta la mesa, en un lindo jardín, y yo usaba mis viejas y adoradas botitas negras de gamuza que compré la primera vez que fui a España. De pronto el cielo se puso negro y comenzó un aguacero fenomenal, como el que hace dos semanas sepultó con hielo el sur de la ciudad, o los que acabo de atestiguar en el Cauca colombiano.
Entonces nos resguardábamos dentro de la casa de madera y Paty Mayorga (quién más, tratándose de una casa de jesuitas) estaba súper angustiada porque por lo visto había olvidado invitar a la gente a mi boda. Con ella estaban mis compañeras de la Red de Periodistas de a Pie, del equipo de Pie de Página y prácticamente todos los colegas del Foro de Periodismo y Paz que acaba de organizar la Taula per Mexic. Pero solo hablaban Paty y Ángeles Mariscal. La primera no dejaba de lamentarse por el olvido y la segunda intentaba decirle que todo estaría bien, que a veces es necesario que no esté nadie en las bodas (lo cual era muy extraño porque ahí, en el resguardo, había suficientes periodistas como para llenar una vela en el Istmo).
Además, poco antes del aguacero había llegado mi tío Enrique con la piñata. Estaba consternado, como aquella vez en El Batán, cuando se le cayó el pastel de cumpleaños de mi madre, porque era una piñata de los Piratas del Caribe cuando claramente el tema de la fiesta era otro. No logro recordar de qué tenía que ser, pero pienso en dos opciones que me han tenido interesada últimamente: Orgullo y Prejuicio o Star Wars.
En cualquier momento de mi vida, la llegada del coach Mario (Enrique, para la familia) es una señal de calma y serenidad. En el sueño, era el mensaje de que “ahí viene toda la familia a salvar la fiesta”. Y sí, tal cual, detrás venían los pastranas, berdejos y anexas (familias adquiridas, pues) con las ollas de comida y manteles para los juegos. Con ellas venían mis amigas de #TodassomosrumbosmenosLaurita, con cejas de Sherezada incluidas. Y una legión de gente disfrazada, como en las fiestas de Andrea, aunque ahora había muchas drags con sus capas extendidas como en esa memorable escena Priscila, La reina del desierto (nótense los ecos del pride2022).
Antes de la fiesta yo había ido a una clase en la Ibero. No tengo idea de qué. Pero para llegar tenía que pasar por las barrancas de Álvaro Obregón donde hace 30 años me perdí con mi prima Laura, como siempre, en un viejo Datsun que tuvimos que empujar juntas. O quién sabe, también podría ser una de las comunas de Medellín o alguna de las favelas de Río. O las colonias cercanas al Bordo de Xochiaca, donde viví hace siglos, o alguna de las colonias periféricas de Acapulco. Cualquier lugar segregado por el racismo colonial que haya conocido en este noble y empedrado camino del periodismo.
Tampoco sé si es porque mi generación está organizando una comida de reencuentro, el caso es que yo tenía que pasar a la Ibero antes de llegar a mi boda en la casa de los jesuitas. Pero aunque era la Ibero de Santa Fe, la escuela tenía la arquitectura, las bancas y los compañeros de mi entrañable Secundaria Técnica 17, en Coyoacán, donde hace muchos años se suicidó un chico en el laboratorio de Ciencias Naturales (nótese de nuevo el sesgo periodístico).
La casa de los jesuitas era en cambio una construcción de madera, con un tapanco, parecido al que conocimos en el ejido Kiliwa cuando José Ignacio, Ximena, Celia y yo recorrimos la Baja California buscando a los pueblos yumanos. Pero también se convertía en una casa de anime, como la del Viaje de Chihiro.
En ese traslado del ejido Kiliwa al anime, me quedé sola en el tapanco con mi bebé gigante, que era Andrea, aunque ahora que lo pienso, estaba más parecida a Mononoke que a Bo. Aunque sin duda era Andrea, sin duda era bebé, sin duda gigante, y lo único que no estaba claro, porque cambiaba de un momento a otro, era si se trataba de ella o elle.
Pero realmente no importaba. Mientras Paty Mayorga se angustiaba por la falta de invitados y las familias llegaban al rescate, yo me senté a la mesa, que ya no estaba en el jardín inundado sino en el tapanco, a comer con mi bebé Mononoke.
Fue cuando apareció doña Laura, mi abuela. Bajó de una escalera de madera (antes, en el aguacero, estábamos arriba del tapanco lleno de gente, pero de pronto ya estábamos abajo, solo Andi y yo).
Mi abuela se sentó a la mesa conmigo y mi bebé preciose. No me dijo nada. O más bien, no recuerdo lo que hablamos, solo que estábamos contentas comiendo juntas algo que, casi estoy segura, eran frijoles. Por la ventana vi pasar a un dragón, como Hoku, pero con la cara de mi hijo Emmanuel. Muy sonriente, como ha estado estos días.
Entonces desperté.
Lo primero que me vino a la mente, mientras trataba de recordar todo el sueño, fue una escena de Cerdos y Diamantes, una genial película de gánsters que hace muchos años vi con mi amigo Duilio, cuando nos escapábamos de La Jornada de Polanco al cine. En esa peli, Brad Pitt cuestiona la creencia popular de que, cuando estás a punto de morir, ves pasar en segundos toda tu vida. ¿Será que voy a morir y mi abuela vino a avisarme?, pensé un poquitín inquieta.
Luego noté que había estado sudando por la noche, símbolo inequívoco de que la infección de la garganta que me ha tenido en cama los últimos días está cediendo ya a los caldos de pollo, los tés de jengibre y las mieles con cúrcuma. ¿Será que mi abuela vino a curarme?, me tranquilicé.
Después recordé la columna de Lydiette sobre las brujas y el uso de la razón pura como imposición del patriarcado en la Modernidad. Traje a mi cabeza a todas las mujeres sabias que he conocido, que reivindican el valor de la cocina, la azotea, los abrazos y la sanación emocional como parte de los conocimientos necesarios para la vida. Y como una posición política, también (sí, la del sentipensar). Porque, caramba, señores, ¿cómo quieren que una no crea en lo intangible cuando la abuela aparece en sueños en los momentos de la vida en los que más la necesitas cerca?
Hoy, después de 22 años, amanecí comiendo con ella, como tantas veces en mi infancia. Y desperté liviana. Del resfriado y de las cargas que he ido soltando todo este año porque ya no me ayudaban a caminar.
Así que estamos en paz, mundo de guerras. O, como diría doña Laura, mi abuela, cuando había una discusión en la mesa: “¡Coman!, luego pelean”.
Pd.- Todas las personas no mencionadas en este relato que reconocen una parte de la historia, sépanse también en el sueño. Sólo que no soy Gabo, ni Borges, ni Kafka para escribirme La metamorfosis en una sentada.
Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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