Mario Vergara busca a su hermano Tomás, un taxista desaparecido en Huitzuco. Después de los 43, se convirtió en uno de los más visibles familiares de desaparecidos en Guerrero
Texto: José Ignacio De Alba
Foto: Ximena Natera
Mario Vergara va al monte y a su casa, a la iglesia y al baño con una argolla de fierro en el pasador de su mezclilla. Su experiencia con las osamentas encontradas en las fosas le ha hecho saber que las personas pueden ser identificadas por los objetos que portan. Vergara recuerda que una niña de catorce años fue reconocida por sus brackets enterrados. Él le teme a la muerte, pero más que nada, le tema a ser un desaparecido, «Si un día yo acabo en una fosa este va a ser mi nombre», dice, mostrando el objeto metálico.
Mario dice que lo van a matar. Encabezar a «Los Otros Desaparecidos», el grupo que ha encontrado 105 cuerpos enterrados en fosas clandestinas en las periferias de Iguala le hace sentir que la muerte lo tiene entre ceja y ceja.
La vida de Mario cambió hace 7 años, cuando su hermano Tomás, un taxista de Huitzuco, fue secuestrado. Pero fue hasta que el caso de los 43 normalistas rompió el silencio para hablar de personas desaparecidas en esta zona de Guerrero que Mario comenzó a entender que el problema era mucho mayor.
Vinimos a Iguala porque aquí reventó esto», reconoce.
En los últimos meses, se volvió un excavador, un sabueso que busca muertos. Ha ido a aprender cómo se hacen las búsquedas en Coahuila, en San Luis Potosí, en Tijuana. Sabe, por ejemplo, que en el norte, donde las personas son desintegradas con àcido, lo que hay que buscar son manchas negras en el suelo.
Ahora, con su sombrero de ala ancha, calzado con botas para caminar entre los cerros y con la playera que caracteriza el movimiento («Te Buscaré hasta encontrarte», dice la leyenda de las camisetas, sobre un fondo negro) clava varillas en el piso buscando fosas. La tierra removida es la mejor señal que lleva a la peor noticia.
«No pedimos justicia», repite una y otra vez Mario. Lo mismo que dicen los otros familiares que se reúnen cada martes en la Iglesia de San Gerardo; saben bien que el día que la justicia aparezca, los criminales pasarán la cuenta a los buscadores.
Una de las paradojas del grupo que encabeza, es que a pesar de que las búsquedas sólo se hacen en Iguala llegan personas de desde los municipios Taxco, Cocula, Tepecoacuilco, Huitzuco, Atenango del Río, Apaxtla, Teloloapan, y los estados de México y Puebla. Sin embargo, la Procuraduría General de la República cerró las búsquedas de las familias sólo al municipio de Iguala. «Como que nos están cercando», dice Mario.
Mario se considera un aprendiz de Miguel Ángel Jiménez, el buscador asesinado que decía que en los cerros hay más gente enterrada que en el panteón de Iguala. De él aprendió a leer la tierra para encontrar muertos. Pero después del asesinato de Miguel, el 8 de agosto de 2014, Mario sabe que el costo de desenterrar la verdad en pedazos de las fosa puede ser alto.
«La esperanza nunca se pierde, por eso estamos aquí», dice Mario, quien espera la muerte con un dejo de fatalidad.
A veces la gente nos ve como si fuéramos extraños por estar buscando. No somos extraños, somos normales, como cualquier persona. Y los desaparecidos no son gente rica, ni gente que estaba con los delincuentes».
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