Conocer supone una actividad comunitaria e implica un entendimiento personal e intransferible. El “yo te creo” puede ser una forma válida para el consuelo, pero no para la construcción de una verdad, porque el conocimiento requiere ser validado comunitariamente. Y el “yo te creo” individualiza la creencia
@danielapastrana
Lo bueno de tener en la familia a un científico y un filósofo es que nos obligan a esforzarnos para plantear ideas con cierta claridad. Soltar al vuelo una expresión que no tenga sentido o hacer una afirmación sin sustento puede derivar en una larga conversación sobre el término equivocado o la falacia que lleva implícita.
Lo peor es tener que entender si la falacia incurrida es ad hominem, ad baculum, ad populum, ad ignorantiam o ad misericordiam. O descubrir que ese aro de luz “mágico” que vemos en el cielo y cuyas imágenes llenan el Instagram es visible, no por las maravillas de la vida, sino por la contaminación del aire.
En Creer, saber y conocer (1982) una de las obras imprescindibles para entender la relación entre la construcción del conocimiento y las formas de dominación, el filósofo Luis Villoro sostiene que las proposiciones que usamos en nuestras palabras van guiando nuestros actos. Por eso es importante la clarificación de los conceptos. Porque la manera de situarnos frente al mundo está condicionada por un núcleo de creencias básicas que constituyen el supuesto colectivo sobre el que se monta nuestro entendimiento en una época determinada.
Podemos creer o no creer que existe un dios, como el que concibe el mundo cristiano, pero difícilmente alguien puede poner en duda que dos más dos son cuatro (aunque ahora la ciencia ya ha puesto en duda este principio).
Y aceptamos como verdad que dos más dos son cuatro porque tenemos los datos que lo demuestran y una comunidad que valida esos datos (comunidad epistémica, le llaman). En palabras de Villoro, los enunciados empíricos exigen que “el conocimiento sea relativo a la comunidad epistémica, ya que distintas comunidades tienen acceso a distintos códigos”.
Lo que hace el revolucionario, me explica el filósofo de la casa, es que con esa misma verdad validada por la comunidad epistémica (dos más dos son cuatro) plantea otra forma de entenderla, y propone otros datos que deben ser validados.
Así se construye el conocimiento. Dice Villoro que una inmensa parte de nuestros saberes está fundada en el conocimiento ajeno. Conocer, en cambio, supone una actividad comunitaria e implica un entendimiento personal e intransferible.
A nosotros nos han enseñado, por ejemplo, que debemos la teoría heliocéntrica del sistema solar al renacentista polaco Nicolás Copérnico y al desarrollo que después hizo el italiano Galileo. Pero lo que en Europa fue un pensamiento revolucionario en el siglo XV ya había sido planteado varios siglos antes de Cristo por el griego Aristarco de Samos (y probablemente por otros que no conocemos).
Entonces, ¿toda la gente que en esos años pensaba que la Tierra era plana era tonta? ¿Tenía el cerebro menos desarrollado que nosotros? No, su cerebro era el mismo que hemos tenido los humanos desde hace unos 35 mil años. Simplemente, con los conocimientos que se habían adquirido hasta entonces en las sociedades europeas no había posibilidades de demostrar que esa creencia estaba equivocada. De hecho, los expedicionarios que emprendieron viajes a rutas inexploradas poniendo a prueba muchos de sus saberes —no pensaban que iban a colonizar nada— fueron los que ayudaron a consolidar un conocimiento sobre la redondez de la Tierra. Pero el cambio de paradigma en las creencias llevó varios siglos.
En el último mes en Pie de Página publicamos una serie de entrevistas que buscan abrir el diálogo entre distintos grupos sobre lo aprendido con el movimiento #MeTooMx. Las primeras cinco fueron con denunciantes que han sido violentadas; después, con una psicóloga y con hombres que han pasado un proceso de reconocimiento de sus violencias; la última, con mujeres que consideran injusta la acusación a sus parejas.
Sorpresivamente, esta última publicación ha sido la más leída de toda la serie y una de las cinco publicaciones más vistas de todo el año.
¿Cómo es posible que la defensa de unas mujeres a sus novios impacte más en la audiencia que el testimonio de una mujer violentada? ¿Todos esos lectores que han encontrado sentido en ese testimonio son tontos, insensibles o, como dicen algunas activistas cuando descalifican a quienes las cuestionan, es porque «están heteronormados”? ¿Cuál es el principio de verdad?
Ciertamente, sobran ejemplos de mujeres que protegen a hombres que han hecho cosas atroces contra otras mujeres. El caso emblemático es el de Josef Fritzl, un arquitecto austriaco que mantuvo encerrados en un sótano de su casa a su hija y siete hijos-nietos durante 24 años, al mismo tiempo en el que vivía con su esposa y otros siete hijos una vida normal en el piso de arriba. El hombre tenía prestigio en la comunidad; su esposa aseguró que había creído que su hija desapareció voluntariamente y nunca se dio cuenta de nada, ni en los siete años que Fritz violó a su hija en su casa antes de encerrarla en el sótano.
Pero también puede ser el caso contrario: que el hombre haya sido acusado injustamente de un delito que no cometió. Negar eso es aceptar que regresemos al siglo XIX de Alejandro Dumas, donde una carta anónima enviada al procurador mandó a Edmond Dantés 18 años a prisión, sin derecho a juicio, o a la Roma antigua, donde la opinión era suficiente para enviar a alguien a la arena. Y el argumento de que eso es válido porque hay un sistema de justicia que no funciona nos lleva a renunciar a ella y aceptar la ley del Talión.
No tengo interés en defender el sistema patriarcal, ni negar que está construido sobre un andamiaje de dominación. Más bien me pregunto si, como los que pensaron que la Tierra era redonda, no necesitamos construir una comunidad epistémica sobre los datos presentados, en lugar de descalificar las creencias de otras a las que tal vez no les hemos dado las herramientas para validar una nueva. (Siempre es más fácil entender a alguien que habla de conceptos básicos, como la justicia, que a quien te dice que “el linchamiento mediático se usa para justificar la heteronormalidad de identidades binarias”.)
Me asombra que la validación de estos testimonios se haga en silencio (la entrevista no fue retuiteada ni compartida públicamente) y me impresiona que, después de décadas de pelear porque las voces de las mujeres seamos escuchadas frente a los hombres, ahora haya mujeres que deban callar frente a otras mujeres que piensan que su creencia es superior.
El “yo te creo” del hashtag puede ser una forma válida para el consuelo, pero no para la construcción de una verdad, porque el conocimiento requiere ser validado comunitariamente. Y el “yo te creo” individualiza la creencia.
Mientras sigamos en el nivel de creencia —yo le creo a una mujer por ser mujer o a mi novio porque es mi novio—, no vamos a poder construir los consensos necesarios para que haya un conocimiento adquirido de esta experiencia. Ni para que esa verdad construya andamiajes de un sistema distinto al que conocemos.
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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