Este México tiene monstruos que caminan por las calles esperando que nos paralicemos de terror. Si los dejamos avanzar, nos engullen. Como en las peores películas de terror. ¿Qué haremos con ellos?
Detesto las películas de terror. Desde niña las evito. No me gustan las cosas que me provocan miedo ni entiendo ese afán de estar sufriendo mientras ves cómo unos seres monstruosos lastiman a las personas.
Mis amigas de primaria y secundaria contaban emocionadas películas que habían visto a escondidas (El bebé de Rosemary, El Exorcista, Viernes 13) y en la prepa fue un furor la Pesadilla en la calle del infierno.
Yo con El Resplandor —película que vi ya bastante crecida— tuve suficiente para saber que eso no es lo mío, así que ahora resuelvo con facilidad el asunto en mi vida familiar: conmigo ven las sagas épicas y con el papá las terroríficas. Y todos contentos.
El problema que ahora tengo es que, en México, la realidad superó a Kubrick y Polanski. En los últimos 12 años, desde que fui a la sierra de Sinaloa a reportear con Mónica González la primera masacre de una familia derivada de la guerra en la que nos metió Felipe Calderón, la no ficción mexicana se ha convertido en una interminable pesadilla, mucho más aterrorizante que Freddy Krueger.
Apenas el jueves pasado había decidido que el Miralejos de esta semana sería sobre el cierre de los trabajos de búsqueda de cuerpos en Colinas de Santa Fe, el cementerio clandestino más grande que se ha encontrado, hasta ahora, en Veracruz.
Veracruz es el estado que, según el gobierno federal, tiene un déficit de 61 por ciento de policías. Y donde el exgobernador Javier Duarte y su jefe de la policía, Arturo Bermúdez, usaron el terror como forma de control social, como documentamos en Pie de Página hace tres años, cuando nadie se atrevía a hablar de los escuadrones del horror y la represión de las protestas.
“Alguien debe ir muchos años a la cárcel por esto”, pensé (y en ese alguien me imaginaba no sólo al exjefe de la policía veracruzana, sino a los expresidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto y a varios de sus secretarios de Estado). Luego escribí en el Twitter el resumen de la historia: En Veracruz, unas señoras desenterraron de un cementerio clandestino 298 cráneos y más de 22 mil huesos de personas que fueron desaparecidas, sistemáticamente, por agentes del Estado (entre 2012 y 2014).
Para el sábado, sin embargo, cuando comenzamos a recibir información de un joven asesinado a golpes de piedra en Acayucan, al sur de Veracruz, el Miralejos cambió de dirección.
En un país donde todos los días matan o desaparecen a alguien, y en un estado donde la policía estatal y la Marina torturaron, mataron y desaparecieron sistemáticamente a la población, es difícil impresionarse con un asesinato más. Pero la información sobre la muerte de Miguel Ángel Medina, un chico de 21 años que soñaba con ser artista o modelo, me provocó una opresión en el pecho durante varias horas.
Un largo rato, mientras miraba en las imágenes del Facebook de Miguel (Mike Kardassianas, se autonombró ahí), pensé en lo realmente estúpida que es la homofobia.
Su mirada clara, sus expresiones aniñadas me recordaron Muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann en la que el escritor Aschenbach se obsesiona con Tadzio, un adolescente dotado de una belleza extraordinaria. También pensé en un poema del griego Cavafis que hace poco descubrí:
Vino a Leer. Dos o tres libros
Hay abiertos; de historia y de poesía.
Más apenas leyó diez minutos y lo dejó. Dormitando está
en el canapé. Pertenece a los libros por entero;
Pero tiene veintitrés años y es muy hermoso;
Y hoy, al mediodía, ha pasado el amor
Por su carne maravillosa, por sus labios.
Por su carne, que es todo hermosura
Por él ha pasado el ardor voluptuoso;
Sin ridículo pudor por la forma del placer.
¿Por qué matarlo? ¿Por qué chingados matar a un chico tan feliz? ¿Por odio? ¿Odio a qué? ¿A la vida?
Después de leer el extraordinario trabajo de Ignacio Carvajal y María Ruiz sobre cómo era Miguel me quedé muda. Recordé también una de mis pelis favoritas: Priscila, la reina del desierto, una cinta australiana dirigida por Stephan Elliot (1994), en la que tres drag queens atraviesan el desierto australiano en un autobús, pasando por pequeños pueblos, en los que encuentran distintas muestras de rechazo o apoyo a su espectáculo. Uno de ellos va a conocer a un hijo al que nunca ha visto y cuando lo conoce finge ser un rudo heterosexual, pero el niño ya sabe que su padre es bisexual (se lo dijo su madre) y lo acepta naturalmente.
“¿Por qué no podemos ser como Benjamin Barber?”, pensé, en relación con ese niño. Ese fue el segundo título de esta columna.
Entonces regresé a la Ciudad de México a escuchar una historia atroz: cuatro policías habrían violado a una chica de 17 años adentro de una patrulla en Azcapotzalco, la misma demarcación en la que, hace un año, otros policías desaparecieron forzadamente a un estudiante de bachillerato; ella denunció y la Procuraduría de Justicia (la representante del pueblo en un juicio) entregó a periodistas información que incluye los datos del domicilio de la joven; luego, las autoridades dijeron que no podían detener a los policías acusados porque la muchacha no ratificó su denuncia.
Al principio, creí que era una noticia inventada, porque ¿quién con sentido común puede pensar que, con esas condiciones, una joven puede querer seguir la denuncia?
Lo peor de todo ocurrió el lunes, cuando nos enteramos de otras dos mujeres violadas por otros policías, y cuando una protesta de mujeres furiosas terminó con la puerta de vidrio de la Procuraduría hecha añicos y el saco de un funcionario rociado de brillantina.
Las dos mujeres fuertes de la capital, la jefa de Gobierno Claudia Sheinbaum y la procuradora Ernestina Godoy, salieron con un discurso insensible y cretino, a gritar: “¡provocación!” Me dejaron atónita.
¿De verdad se creen que son ellas las víctimas? ¿Eso es lo que podemos esperar de la izquierda-progresista encabezada por mujeres y universitarias que gobierna esta ciudad?
Tuve que ver varias veces el video porque no creía lo que decía. Alguien me preguntó qué pensaba de los vidrios rotos y respondí, sinceramente, que si yo hubiera sido la madre de una joven atacada por policías les habría roto la cabeza, no sólo un vidrio. Porque los llevamos al gobierno para que cambien las cosas, no para que hagan lo mismo que los anteriores.
Luego de que publicamos la crónica, hubo algunos cuestionamientos repitiendo el discurso de que no se puede justificar la violencia de las protestas.
Tenemos que decirlo con claridad: la violencia que no podemos tolerar es la de los policías que ataquen adolescentes (con uniforme y patrulla pagados del erario, además). Porque los vidrios rotos se compran de nuevo, pero los cuerpos rotos de nuestras niñas, no.
Así está México en este 2019: hundiéndose un día y otro en la mierda que nos dejaron, con monstruos que caminan por las calles esperando que nos paralicemos de terror. Y si los dejamos avanzar, nos engullen. Como en las peores y más chafas películas de terror.
La pregunta es qué haremos nosotros: ¿las vamos a seguir viendo, escondidos bajo el asiento? ¿Nos volvemos vampiros para pelear como ellos? ¿Cerramos los ojos con todas nuestras fuerzas hasta que alguien diga ‘corte’? O ¿qué les parece si tratamos de encender la luz?
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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