El reencuentro con la música de su pueblo fue la chispa que encendió a Eloy “el zurdo” Zúñiga para retornar a sus raíces. Al ritmo del son huasteco, el artista potosino narra los caminos que lo hicieron regresar al zapateado y la sesquiáltera
Texto: Alejandro Ruiz
Fotos: María Ruíz
CIUDAD DE MÉXICO. – A Eloy le apodan “el zurdo” porque toca con la mano izquierda. Sus jaranas y quintas siempre se miran al revés, pero el sonido que producen sigue intocable. Él es músico popular en la huasteca, o para acabar pronto: él es huapanguero.
Eloy nació en el corazón geográfico de esta región, en el municipio de Tanquián de Escobedo, San Luis Potosí. Desde chico, recuerda, estuvo en contacto con los sones y minuetes de las tradiciones de su pueblo.
“La primera música que yo recuerdo en mi vida es la música latinoamericana. Más concretamente las sambas argentinas; la canción de protesta, eso es lo que cantaba mi madre. Es un río que nunca deja de arrullarme, mi madre es cantora, incluso compositora también. Esa es la primera música que yo recuerdo de la puerta pa’dentro. De la puerta pa’fuera, la primera música que yo recuerdo son los sones de xantolo, los matlachines, el pajarito verde…”, cuenta.
Vivir en la huasteca no es algo fácil. La pobreza y la marginación, sumada a la ola de violencia que ha azotado a esta región, han provocado que miles de sus habitantes decidan irse a otros lugares. Eloy padeció este destino.
Muchas veces en la huasteca lo que pasa, con un contexto como el mío, es que los jefes, los abuelos, hacen lo posible por que te vayas de ahí. Eso es la regla, por lo general, pero no siempre ocurre; porque como pasaba antes, la gente tenía muchos hijos, no por mucho amor o porque no había tele, los hijos también eran mano de obra, y era como armarte tu ejército, tus trabajadores para cuidar la finca, el rancho, la huerta, qué se yo”.
Así, Eloy se fue primero a Tampico, Tamaulipas, para estudiar un bachillerato en artes. Después, cuando fue momento de ingresar a la universidad, se mudó a Xalapa, Veracruz. Ahí estudió guitarra clásica.
“En Xalapa yo seguí haciendo lo mío, que era tocar música de todas partes. Dicen por ahí que el ser humano primero juega al no ser para descubrir quién es realmente, para poder acercarse. Y así me pasó”, narra.
¿Qué motivó a Eloy a regresar a sus raíces? ¿Cómo fue el reencuentro con la huasteca? El jaranero responde: “fue la nostalgia. Algo que te llama”.
Antes de volver al huapango Eloy tocaba otra música. Su gusto por la samba argentina, así como por la música brasileña y el jazz le abrieron puertas en varias partes del mundo.
Yo toqué música de Brasil; toqué rock; sigo tocando folklor argentino. Intenté estudiar un poco de jazz, y así acompañé incluso a artistas de pop, de rock. Estuve en mil cosas, siempre con la pregunta ¿y uno qué?”, reflexiona.
Un día, cuenta, él sentía una profunda nostalgia al estar lejos de la huasteca. “En aquél entonces tenía año y cacho que no iba para la huasteca. Andaba bien nostálgico”.
En aquellos años, en Xalapa existía un pequeño restaurant que vendía enfrijoladas, el lugar se llamaba “La Sopa”. El dueño creía que los viernes se llenaba su comedor debido al gran sabor de sus enchiladas. La realidad es que la gente iba a ver al trío huapanguero que ahí tocaba.
“Íbamos porque oficiaba misa, así, con esa palabra, Don Víctor Ramírez del Ángel, de 9 a 12 de la noche”, cuenta Eloy.
Víctor Ramírez del Ángel era violinista, y un afamado huapanguero en la región. Entre su legado está el haber participado en el Tlen Huicani, un legendario grupo de música folklórica de Xalapa. También tocaba para el ballet folklórico de la Universidad Veracruzana. A la vez, Víctor del Ángel era fundador y violinista del trío Xococapa.
“Don Víctor fue, o es, porque esa gente nunca deja de ser, chingao, el violín legendario de la Universidad Veracruzana. Ese hombre, como dicen los chamacos ‘rocks my world’”, narra el Zurdo.
Aquella noche de nostalgia, recuerda Eloy, los huapangos entonados por viejos cantores lo invadieron por completo. Aquel trío que entonaba fandanguitos y caimanes estaba conformado por Víctor Ramírez del Ángel en el violín; Máximo Durán en la jarana; y Cayo Torres en la quinta huapanguera. “Era un trío precioso el que tocaba ahí”, cuenta Eloy.
Las horas pasaban, y el joven huasteco sentía como aumentaba la nostalgia por añorar su tierra. En uno de esos momentos Eloy decide pararse de donde estaba y comienza a versar junto al trío de huapangueros. “Me gana la nostalgia, me jala, pero terrible”, narra.
“Me paro, sin yo nunca en mi vida haber cantado son huasteco, y canté la pieza que estaban cantando, que era el llorar ¿me entiendes?”, cuenta Eloy.
El llorar es un huapango que es considerado entre los músicos como uno de los más difíciles de cantar. Esto, por los falsetes con los que se entonan sus versos.
“Ahí yo canté por primera vez ante un público que estaba ahí por el huapango. Canté el son que es considerado el más difícil de cantar en el son huasteco. ¿Cómo ocurre eso? ¿Cómo yo iba a saber?”, se cuestiona Eloy.
La respuesta, hasta la fecha, sigue siendo una incógnita. Pero algo quedó claro, desde ese día Eloy nunca ha dejado de versar, y esa casualidad lo llevó ante quienes serían sus primeros maestros en el son huasteco.
Empecé cada vez a palomear más ahí, pero me di cuenta que no me había enterado que en Xalapa había gente que yo admiraba mucho. Gente que yo conocía por los discos, los libritos que antes daban en cada encuentro de son huasteco. Por los folletitos, las publicaciones. En aquél entonces era muy importante, pues no había tanto lo del internet. Yo ya tenía fotos y textos de todos ellos, de los que iban ahí”, cuenta.
Eloy comenzó a compartir espacios con los viejos que vivían en Xalapa. Gente que al paso de sus años había andado una y otra vez por los caminos de la huasteca. Gente que conocía su terreno, tradiciones y cultura.
“Me arrimé al árbol más cabrón. Al más frondoso. Al tronco más robusto. A las raíces más metidas en la tierra. Gente que ya llevaba no sé cuántos años en Xalapa, migrantes de la huasteca todos. Dentro de sus casas se hablaba náhuatl. Se comían bocoles. Se hacía el tamal de San Juan cuando era junio la fecha. Se hacían tlapepecholes. Y aparte en Xalapa los huastecos se solían juntar que para hacer su carnaval, o hacer todos los años su encuentro, su festival de huastecos, a veces con un micrófono y dos tablitas y se armaba. Entonces no pude escapar ¿cómo vas a escapar de eso?”, recuerda Eloy.
Entre sus maestros Eloy recuerda tres nombres importantes: Élfego Villegas Ibarra, un huapanguero de Zontecomatlán, Veracruz; Daniel Jácome, de los cantores de la huasteca; y el poeta e investigador Román Güemes, quizá uno de los académicos que más conoce la región y sus tradiciones.
Estas charlas, intercambios, encuentros y cercanías con su tierra fueron devolviendo a Eloy los recuerdos de su pasado. Lo llevaron, inevitablemente, a reencontrarse con su cultura y sus tradiciones. A cuestionarla y criticarla. Pero, sobre todo, a mantenerla vigente.
“Yo siempre amé la huasteca de niño, y le temía también. Porque para un niño a veces es crudo, rudo, vivir entre la belleza violenta del campo. Y también entre cierta violencia que no es bella por ningún pinche lado”, narra.
El racismo y el clasismo que llegaron con la colonia siguen vigentes en la huasteca. Durante mucho tiempo, el huapango estuvo asociado a quien pudiera pagarlo. Algo así como un arte reservado para las élites del campo.
“El huapango hubo una etapa, en mi adolescencia temprana, que me caía gordo. Yo lo asociaba como que era la música del patrón. La música del latifundio. Del pinche empistolado. También había gente lindísima y a todo dar, pero no dejaba de ser una realidad bárbara que se mantiene hasta la fecha”, cuenta Eloy.
Para él, la contraparte de esta realidad. Su refugio y arraigo a la tierra, estaba en la cultura tének y sus sones, danzas y cantos.
Cuando yo quería música huasteca busqué mucho a la cultura tének y los nahuas que hacen unas músicas increíbles. Muchas de esas músicas son mis músicas preferidas en el mundo, es un mundo de música hermosísima. Yo me emociono, cómo chingaos no, esa música es para emocionar las semillas, para emocionar a las deidades, para emocionar a los cerros, al agua, a las nubes, a muxi, a xatic, al mamblab, a la madre tierra. Es hermético incomprendido y discriminado, como todos los pueblos originarios de esta tierra”, explica Eloy.
Esto es importante, pues aunque existe la creencia de que el huapango es la única música de la huasteca, la realidad es que cada cultura que ahí habita tiene sus propios sones y tradiciones tan diversos como la vida que explican, cantan y rezan.
No obstante, aunque la huasteca es muchas veces incomprendida, y difícil de definir por la diversidad de culturas que ahí habitan, un punto en común, tal vez, podría ser el son.
Téneks, nahuas, hñöhñös, totonacos, tepehuas y xi´uis son tan solo algunas de las culturas que ahí habitan. Su pertenencia, no obstante, es diversa. Pues mientras algunos se asumen huastecos, pueblos como el xi´ui muchas de las veces no lo hacen. Sus tradiciones son distintas, y no pueden encasillarse en una sola cosa.
“Tal vez el punto de común encuentro para definir la huasteca sea la música, pero desde ahí también es difícil”, comenta Eloy.
Y reflexiona que, para él “como diría mi amigo Jacobo Castillo, la huasteca llega hasta donde el corazón de la gente así lo asuma y así lo sienta y lo viva”.
Eloy migró desde muy joven. Esto lo alejó por un tiempo de su cultura y sus raíces. Sin embargo, al reencontrarse con ella a través de la música, el huapanguero fue llenando los vacíos que existían en su identidad.
“Tenía como 25 años cuando yo me re enamoré del huapango. Me enamoré porque me reconectó con todo lo que yo era”, narra. Desde muy joven, cuenta, él ha sentido un vínculo profundo con la tierra. Eloy, además de huapanguero, es campesino.
“El contexto que me tocó a mi es que los padres, los abuelos, siempre manejaban el discurso de que en otro lugar vas a estar mejor. Lo cierto es que ya hace unos añitos me regresé al campo, y ya estoy habitando en el campo”, comenta.
El acelerado deterioro de la región Eloy lo veía desde lejos. Miraba la violencia del crimen organizado. El saqueo de los recursos naturales por gobiernos y empresas que diariamente discriminan a la huasteca, menos cuando implica negocios turísticos.
“A mi me preocupa de sobremanera la forma en que se está deteriorando toda la región, ecológicamente, socialmente, moralmente, espiritualmente y de muchas formas”, dice el huapanguero.
Así, re enamorarse del huapango fue también revivir la conexión que él sentía con su territorio, y también, su corazón.
Me di cuenta que el son huasteco es el punto done yo unía mi tierra con lo que soy. El punto donde yo conectaba mi ego, el ego bueno, el que te permite sobrevivir. Era la forma en que yo conectaba mi pasado con mi presente; que yo conectaba la música y la tierra, que son mis dos pasiones más grandes. Era ahí, con ese género musical en específico, donde yo me encontré”, dice.
Así, con el paso del tiempo, y después de transitar por agrupaciones donde la fusión entre el huapango y otros sones de México eran la constante. Eloy decidió retirarse a la huasteca.
Ahora, dice, tiene una pequeña milpa en una casa que él mismo construyó a las afueras de Tanquián. Ha dejado crecer los árboles del monte para regenerar el bosque. Siembra maíz, frijol y calabaza. También tiene un potrero.
Del mismo modo, sigue tocando la jarana, frente al cerro, teniendo como público los verdes árboles de la región. Algunas veces, cuenta, toca en las fiestas de su pueblo, pues como en muchos lados de la huasteca, los viejos huapangueros se han ido físicamente.
Hay como un desfase generacional, los viejones, de 70 pa’rriba, que son los maestros de quienes aprendimos. Gente como yo – cercana a los 40 años– que seguimos tocando y pronto seremos viejones. Luego están los jóvenes, muchachitos de 14 o 15 años, que están aprendiendo. Entre mi generación y la de los viejones hubo como una brecha”, dice.
Además de su labor campesina y comunitaria, Eloy es parte de un trío huapanguero que se llama “Tlacuatzin”, haciendo referencia a la leyenda del tlacuache que le robó el fuego a los dioses para traerlo a los humanos.
A partir de ahí, el huapanguero ha recuperado versos de distintas regiones y de viejones que aún siguen en el mundo terrenal. Algunas veces hacen giras por el país, pues como lo comentaba durante la entrevista “la huasteca llega hasta donde el corazón de la gente así lo asuma”.
También hace giras con violinistas y músicos de otras partes de la huasteca para dar presentaciones que fusionan lo barroco y la tradición.
Al principio yo andaba coqueteando mucho con las fusiones, y eso es algo que yo nunca voy a dejar de hacer porque también el son no es una música estática, ya estuviera muerta, estuviera un chingao museo como pasa con muchas músicas del mundo”, dice.
También, dice, él no da talleres a los jóvenes de la huasteca. “Hay quien sí los da, y es muy respetable, pero yo pienso distinto”.
Para él, una parte fundamental de aprender son huasteco radica en las vivencias que se tengan con el territorio. “Uno tiene que vivirlo, estar ahí, meterse a un potrero, ensuciarse, ponerle tierrita, y eso no se aprende en un taller, es algo que tienes que vivir”.
Después de una larga charla Eloy guarda silencio un momento. Toma su jarana, comienza a afinarla. Entona el canario, sones xantoleros, canciones de su cultura.
Después, al callar su instrumento, suelta su última reflexión.
“Cuando sales del pueblo te dicen que no hables de determinada forma porque vas a sufrir, o se van a reír de ti. Que no te expreses con ciertas palabras porque nadie te va a entender. Eso es muy cabrón, es muy tremendo. Eso me pasa a mi que bueno, me ves y soy no sé qué cosa. Pero los indios nos asumimos como nos dé la gana. Uno intenta aprender el idioma, intentas abrazar todo aquello de lo que fuiste despojado, porque es un maldito despojo lo que pasa con la cultura de uno, con la identidad de uno, y ya ni se diga con la tierra”.
Y así, el viaje del huapanguero, el viaje de Eloy, es el de cientos de miles que buscamos nuestra identidad. Pero como diría un verso de aquél primer huapango que versó en Xalapa:
“Nojkia ya ni ueuentsij
yeka ni mo chokilia, no yolo.
Yeka ni mo chokilia,
ta no ya ti piltenantsij, no yolo”.
(Yo también ya estoy viejito,
por eso igual yo lloro, mi amor.
Por eso lloro,
tú también ya estás viejita. Mi amor).
[El llorar – Letra en náhuatl del Trío Calamar traducida al español]
No importa la edad; el corazón y la nostalgia siempre nos hacen regresar a quienes somos.
Periodista independiente radicado en la ciudad de Querétaro. Creo en las historias que permiten abrir espacios de reflexión, discusión y construcción colectiva, con la convicción de que otros mundos son posibles si los construimos desde abajo.
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