8.2 grados

7 septiembre, 2022

Memorias del terremoto más poderoso de los últimos cien años en México. ¿Cómo fue el sismo del 7 de septiembre de 2017? Tres reporteros que lo vivieron en sus propias casas recuperan estas historias de sobrevivencia y solidaridad

Texto Diana Manzo, Roselía Chaca, Hiram Moreno

Foto: Ángel Hernández / Cuartoscuro

JUCHITÁN, OAXACA.- El 7 de septiembre de 2017, a las 11.49 de la noche, un sismo con epicentro en el golfo de Tehuantepec cambió la vida de miles de personas. Era el movimiento telúrico poderoso registrado en México en casi 100 años. Un terremoto de magnitud 8.2 que afectó, sobre todo, los estados del sur del país, y dejó una destrucción sin precedentes en el estado de Oaxaca y una huella indeleble en la región istmeña.

En los siguientes 15 días se registraron más de 4 mil réplicas. La forma en la que se vivió, con historias heroicas y de solidaridad, es recuperada en estos testimonios y crónicas de tres reporteros que lo vivieron en su propia casa.

Presentamos esta serie, en memoria de los que ya no están. Y también, en reconocimiento de los que sobrevivieron y quienes ayudaron a la reconstrucción que aún hoy, después de cinco años, no ha terminado.

En primera persona

Roselía:

La noche era como cualquier noche calurosa en el trópico, de las que te obligan a dormir con poca ropa. Mis pies empujaban de un lado a otro la hamaca azul colgada en el patio de mi casa, poco era el frescor que lograba con el movimiento. Los mensajes del celular me entretenían, 11:49 marcaba la parte superior cuando confundí el meneo de la hamaca con un leve brincoteo. Paré de golpe. Pensé: “pasará, como siempre”. Los ladridos de los perros fue la siguiente señal. Ellos anunciaron, con su miedo, el terremoto de 8.2 grados que dejó fracturado al pueblo de las mujeres de las nubes. El 7 de septiembre del 2017.

¡Está temblando! ¡Está temblando! gritaba mamá desde el segundo piso. Su cojera le impedía correr, su cuerpo se mecía al caminar. Lo más difícil era tratar de estabilizar el paso para bajar las escaleras. A la explosión del transformador de luz siguieron los gritos de la gente. Pero la oscuridad no fue total. Había luna. Mamá y yo nos abrazamos fuerte, las oraciones no tenían sentido. Todo crujía a nuestro alrededor: las paredes, los techos, el suelo, los árboles. Luego de unos minutos eternos, el silenció perturbador. Paralizadas, llorando, permanecimos abrazadas. Cuando por fin salimos de la casa, nos topamos con una nube de polvo blanco y el penetrante olor a gas. Gritamos los nombres de los vecinos. El miedo estaba tatuado en el rostro.

La magnitud de la tragedia se dibujó en los primeros minutos; Nereida, mi vecina, tenía 70 años cuando murió sepultada por las paredes de su casa. Toda la noche la velaron debajo de un árbol de tamarindo y entre los restos de lo que fue su hogar.

Las mujeres, portadoras naturales de la alegría en esta región del Istmo de Tehuantepec, lloraban por sus muertos, los de todos. Se llevaban la mano al pecho y a la cabeza, no tenían más que llantos; no había palabras de consuelo. Algunas enunciaban nombres, otras decían apellidos, unas más los oficios. Pronto se enterarían que este reino zapoteca había perdido a medio centenar de sus hijos.

Sin luz ni señal telefónica nos agrupamos en las calles de cinco en cinco, unos sentados en sillas, otros en el piso. Se trataba de un esfuerzo colectivo por reconstruir el trágico momento. Un intento por resguardar en la memoria los segundos que se recordarán por décadas. Media hora después, el tránsito de mototaxis fue intenso, los pequeños vehículos se desplazaban por las arterias abiertas de una ciudad que no dormía, agonizaba. Esa noche se convirtieron en aves ligeras en las que viajaban las buenas y malas noticias.

Diana:

Amaneció por fin, después de muchas réplicas. Eran las 7:00 de la mañana, cuando una vocecita dulce me habló al oído. “Mamá tengo hambre”.

No había pensado en comida. Con el terremoto el refrigerador había quedado hecho trizas y toda la comida quedó tirada en el piso. No teníamos nada. Le dije a mi esposo lo que sucedía y salimos los cuatro a buscar alimento. Las calles estaban solitarias, las tiendas cerradas.

Comenzamos el recorrido, y por dónde pasábamos todo era derrumbe. Familias enteras en la calle acostadas, otras quitando escombros y otras llorando. Mi hija me repetía a cada momento que tenía hambre, que quería comer. “¿De dónde saco comida?” pensaba desesperada. En una de las calles principales de la ciudad vi a un grupo de personas reunidas. Eran vecinos reunidos frente a una vivienda colapsada, mientras los hombres quitaban escombros, las mujeres preparaban la comida.

Descendí del automóvil, en ese instante nada me preocupaba más que alimentar a mis hijos. “¿Me puede regalar un poco de comida?” le dije a una señora de cabello negro y largo que estaba de espaldas. “¡Sí!”, me respondió, y sonrió advirtiendo que solo un poco, porque sus vecinos eran muchas personas.

Tomé el plato de plástico que, por cierto nunca le regresé, y entré al carro. “¡Es comida!” dijeron sonrientes los hijos. Les hice dos tacos de huevo a cada uno y bebieron un sorbo de refresco, de una botella qué quedó a medias en el coche la noche anterior. Tuve ganas de llorar, pero me contuve. Quién imaginaría, 12 horas antes, que todos los puestos de tacos y de comida del parque central quedarían en escombros.

Después de comer, realizamos un recorrido por la ciudad. La cara de mis hijos sorprendidos de las casas colapsadas fue lo que más me entristeció. “Mamá todo se acabó en Juchitán”, decía la más pequeña mientras la cargaba entre mis brazos. “Mira, allá hay una casa, mira la otra”, gritaba mi hijo sorprendido.

Pensaba en mi familia de Unión Hidalgo. ¿Qué pasaría con ellos? ¿Cómo estaba la casa de mis padres y abuelos? No había comunicación, no sabía nada de mi familia. Tomamos la carretera. El trayecto duró una hora. Avanzamos diez cuadras y no se notaba nada. De repente mi hijo señaló con su dedo y habló. “Mira mamá la casa de Doña Cheli se cayó, se derrumbó todita”. Y ahí comenzó todo el horror que me arrancó la vida de un jalón.

Pasaron días, meses y hoy, a cinco años sigo escuchando a los damnificados y a los que lloran cada vez que se acuerdan que “Volvimos a Nacer”.

Hiram:

El 21 de septiembre comenzó a llegar la ayuda por mar. Aún registra mi piel ese sentimiento de gratitud que experimentamos varios al presenciar el amarre de los buques de la secretaria de Marina en el muelle de Salina Cruz.

La ayuda humanitaria fue enviada por los gobiernos y principalmente, la población de los estados de Michoacan, Colima, Guerrero y Sinaloa

Esta es una de esas notas archivadas que cobran vida y dan cuenta del esfuerzo de miles de personas por hacer llegar ayuda donde hacía falta de todo: “La mañana de este jueves en las instalaciones de la Administración Portuaria Integral de Salina Cruz (API), el buque de apoyo logístico número 11 de la armada de México, Isla María Madre y la patrulla oceánica Barrera, descargan ayuda humanitaria para la región del Istmo de Tehuantepec. El primero arribó al puerto con 97 toneladas de víveres que envío el pueblo de Sinaloa y el segundo zarpó de Manzanillo con 41 toneladas de víveres recolectados por la ciudadanía de Lázaro Cárdenas, de Manzanillo Colima y de Acapulco Guerrero. Personal de la décimo segunda zona naval, al mando del vicealmirant, Pedro Franyutti Bustillos, se encargó del desembarco de las más de 100 toneladas de víveres en el puerto de Salina Cruz. La ayuda que se recibió será distribuida por el personal de la Secretaría de Marina en las distintas comunidades de la región del Istmo de Tehuantepec.

No tuve, como reportero, la oportunidad de agradecer y lo hago ahora, a los mandos de la zona naval y de la administración portuaria la oportunidad que me brindaron para cubrir la llegada de los buques con la ayuda, el haber abordado los mismos para documentar desde las bodegas llenas de tanta ayuda, el esfuerzo y la solidaridad del pueblo de México para con los habitantes del Istmo de Tehuantepec.

Esto me permitió ser testigo del esfuerzo del personal de la secretaria de Marina que descargó toda la ayuda que llego por el mar, de ver el rostro de hombres que laboraban en los buques llevando comida, agua y demás ayuda que mandaban de diferentes estados, con el sudor y algunas lágrimas que caían de sus rostros, quizás porque sus esfuerzos también se requerían en sus casas derrumbadas, o por la pérdida de algún ser querido en estos terremotos que nos dejaron marcados a todos.

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