14 abril, 2020
Esteban Estévez, originario de Puebla y habitante de Nueva York, echó mano de su ingenio para mantenerse activo económicamente en medio de las emergencias sanitaria y económica: elabora micas para taxis y caretas para taxistas
Texto y fotos: Heriberto Paredes / Lado B
NUEVA YORK, ESTADOS UNIDOS.- “Las familias dependen de las remesas y eso nos tiene muy preocupados. Yo llegué en 1990 cuando tenía 16 años, hace ya mucho tiempo”, dice Esteban Estévez. Aunque ha regresado a México varias veces, su familia está con él en Estados Unidos: “Tengo un hijo de 25, una hija de 20 y otra de 13”, relata este poblano originario del municipio de Teopantlán, a dos horas al sur de la capital del estado, en la entrada a la mixteca.
Esteban es un tapicero nahua en el Bronx, la zona norte de la ciudad de Nueva York, tercer lugar en la estadística por número de casos confirmados de covid-19; el Bronx contabilizó al término de este texto 20 mil 543 casos, y mil 216 personas fallecidas.
La ciudad de Nueva York se ha convertido en el epicentro de contagio a nivel mundial, ya que al menos ha confirmado 98 mil 715 casos. Se trata de la mayor concentración de casos en la escala de ciudad, según los datos públicos del gobierno local. Es en este contexto que Estévez trabaja casi todos los días jornadas mucho más largas que las habituales.
Fue hace casi un mes que la propagación del virus aumentó dramáticamente en la ciudad de Nueva York, cuando se pasó de 644 casos, el 17 de marzo, a 4,408 el 20 de marzo. Las cifras se esparcieron como la enfermedad y pronto llegaron a los oídos de Esteban, quien tuvo la idea de crear una protección para las y los trabajadores esenciales con mayor riesgo, luego del personal médico: a quienes se les conoce como deliverers o repartidores.
Esteban creó una burbuja de plástico transparente con dos orificios a la altura de los oídos para la ventilación. Usando un plástico no rígido –con el que forra los sofás–, tarda poco más de 10 minutos en manufacturar una protección sencilla y barata que le puede salvar la vida a miles de personas llamada «gorritos». “Vi un video en el que un doctor estaba explicando que cuando se conversa con alguien prácticamente le baña la cara de saliva, lo único que nos puede proteger de esto es lo que inventé”.
Pese a sus pronósticos, sin embargo, fueron las cajeras de muchos supermercados las que comenzaron a encargar y comprar la invención de Esteban. Así, ha recibido pedidos para otros estados vecinos, como Nueva Jersey y Connecticut, pero la transportación en tiempos de pandemia no es sencilla y puede ser más problemática que benéfica.
Con el mismo plástico también creó unas divisiones para el interior de los taxis y ha facilitado el trabajo de miles de conductores que no pueden dejar de trabajar: “Me quedo hasta las once de la noche a coser lo que hago. La división interna de los taxis es lo que más estoy atendiendo. Llegan muchos taxistas a mi local en la calle 138 y la avenida Willis, pero a veces pasan por mí a la casa a las siete de la mañana (para ir a colocar la protección en sus unidades) y me regresan como a las 10 de la noche”.
A pesar que su trabajo le gusta y hasta ahora no se ha enfermado, Esteban, de 49 años, está preocupado por toda esta crisis que se ha desatado con la expansión del coronavirus. Ya no cuenta con el apoyo de otros trabajadores porque son gente de edad avanzada que está en la población de mayor vulnerabilidad y no los quiere poner en riesgo.
“Mi familia –continúa– me dice que es muy riesgoso pero me necesitan en el trabajo y también los taxistas me necesitan; algunos me llevan desayuno. Una taxista me pasó a dejar un buen tanto de té de jengibre, porque me dice que tengo que cuidarme. Pero estoy preocupado, tengo dos locales y tengo que seguir pagando las cuentas que llegan y la renta”.
La elección de seguir trabajando no le es nada fácil. El pasado 8 de abril, el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, aceptó que por lo menos 34% de los decesos son de origen latino o hispano, como se le llama a la diversidad latinoamericana que reside en esta ciudad. Un 35% es de las personas afroamericanas, con lo que entre los dos grupos suman dos terceras partes de las muertes por covid-19.
“Mis hijas toman las clases en línea, no han salido, y mi esposa ha salido al supermercado o a la tiendita de acá debajo de la casa, pero yo sí tengo que salir y eso es peligroso porque si yo me infecto en la casa también (lo harían), pero no nos queda de otra más que seguir chambeando”.
En la primera llamada que le hice a Esteban me pidió hablar más tarde, estaba recibiendo la noticia de un paisano de su comunidad que había fallecido el día anterior. Sin saber aún el nombre, el hombre de 33 años figuró en el chat de teopantlenses, donde se comunican diariamente, como una víctima más de la pandemia en Nueva York.
Es lo más duro de todo esto, y así me lo hace sentir Estévez cuando su tono de voz cambia al hablar de los muertos. Rápidamente las muertes dejan de ser un número y comienzan a tener el rostro de los vecinos, las amistades, la familia. Y frente al dolor de la pérdida está también la incertidumbre de los que se quedan a resolver qué va a pasar con los cuerpos y cómo se les dará un descanso digno.
“Hasta ahora lo más triste para mí fue que el lunes se me fue un gran amigo. Teníamos más de 20 años de conocernos, fue uno de los que me apoyaron en Nueva York. Franck, de origen puertorriqueño, tenía 72 años y hace exactamente un mes que nos vimos, estaba saludable, no sufría de nada. Al parecer se enfermó de este virus y se encerró solo en su departamento y fue una parte de su familia la que lo encontró en un estado muy grave. Llamaron a una ambulancia pero ya no aguantó”.
Mientras Esteban se enteraba de la muerte de su amigo, el encargado del Consejo de Salud de la Ciudad de Nueva York, Mark D. Levine, generó polémica al declarar que el gobierno local estaba considerando cavar fosas comunes en parques públicos, así lo consignó The New York Times el pasado 6 de abril.
Sin embargo, el alcalde precisó que se trataba de la utilización de la isla de Hart como cementerio para las personas que no son reclamadas, o para quienes sus familias no tienen recursos económicos para realizar funerales de inmediato.
Hart Island –como se le conoce en inglés– tiene al menos 150 años de servir como cementerio público para personas indigentes o que no fueron reclamadas al morir. Localizada al noreste del Bronx, esta isla también ha sido la sede de un hospital psiquiátrico. Entre las viejas construcciones, hay grandes descampados bajo los cuales yacen cerca de 1 millón de personas desde que se le dio este uso, según datos del gobierno neoyorquino.
Muchos migrantes que no tienen contacto con sus familias y que, desafortunadamente, han muerto por COVID-19 serán traídos a esta isla en espera de que algún día sus familiares logren ubicarlos. De Blasio aseguró este 10 de abril, en conferencia de prensa, que no se harán entierros masivos sino que cada cuerpo será metido en un ataúd de madera y se contará con un registro preciso de quién está sepultado y en qué lugar, ejemplo de ello es lo hecho por la artista Melinda Hunt con el proyecto Hart Island.
La medida fue explicada por el colapso de la capacidad que se tiene a nivel ciudad para manejar cuerpos en gran densidad. Si antes se registraban alrededor de 25 entierros en Hart Island a la semana, ahora se trata de 25 entierros diarios. Si el sistema médico colapsa también ocurrirá lo mismo con el sistema forense, y en Nueva York el promedio de fallecidos diarios ha escalado a 770.
La mayoría de quienes cavan las zanjas, llevan los cuerpos, los enfilan y los cubren de tierra son otra población en riesgo, que no hace estos trabajos por heroísmo sino porque no tienen otra opción: son los presos de otra oscura isla donde está una prisión de mala fama, Rikers Island.
Pese a que las imágenes que se difundieron este 10 de abril fueron tomadas por dron y republicadas por todos los medios de comunicación estadounidenses e internacionales, el gobernador del estado, Andrew Cuomo, dijo no saber nada de fosas en una isla.
“La familia de Franck –señala Esteban– fue notificada por las autoridades de la ciudad para informarle que hasta que esto no pase no se lo pueden llevar, pero no sabemos dónde tendrán el cuerpo; creo que es en un congelador pero no se sabe claramente. Y hay preocupación por saber qué será de sus restos”.
La solidaridad en la muerte no es nueva entre los teopantlenses. La gente de esta comunidad nahua poblana comenzó a llegar masivamente en los 90 pero fue hasta 2006 que el tapicero del Bronx organizó una fiesta patronal, pensando en que antes de esa fecha habían fallecido algunas personas de su pueblo, por accidentes o por otras razones. “Tenía la idea de reunirnos por lo menos una vez al año para conocernos, para poder cooperar y poder mandar el cuerpo a México era difícil. Íbamos hablando por teléfono a quien conocíamos y así hasta que se iba haciendo una cadenita”.
Comenzar con la fiesta patronal resultó ser la única forma de saber dónde estaba la parte de su comunidad que había migrado a Estados Unidos. Para este hombre, que pasa sus días de pandemia manufacturando protecciones y divisiones de plástico, es claro que “a veces nos encontramos en los trenes y nos reconocemos como mexicanos pero no sabemos de dónde somos. En cambio, tenemos un chat de nuestra comunidad y si pasa algo ahí nos comunicamos, si alguien fallece, pues va mucha gente y llenamos la funeraria”.
La situación de la muerte en tiempos de coronavirus es muy distinta, las familias de latinos –como erróneamente les llama el Estado– no saben nada de los cuerpos de las personas fallecidas y eso ha generado una preocupación enorme.
“Vienen cosas muy difíciles para nuestra comunidad; quienes no tienen documentos no van a recibir apoyos económicos. Tal vez sería importante platicar con la gente del Consulado para ver de qué manera nos pueden apoyar; tal vez con una campaña para sacar los pasaportes de los paisanos sin cobro, eso sería muy importante”, dice Esteban al teléfono.
Aunque la situación de los paisanos fallecidos es un problema, la incertidumbre económica es todavía más grave. Lo que queda claro para cientos de miles de migrantes mexicanos y latinoamericanos es que “tenemos que pagar la renta”.
A partir del 20 de marzo de 2020 se cuentan 90 días en los que queda prohibido que alguien sea desalojado de su casa o local, pague o no pague renta, al menos eso afirmó el gobernador Cuomo, quien, a pesar de las peticiones explícitas sobre una condonación de las rentas por el tiempo que dure la crisis de coronavirus, no ha vuelto a tocar el tema.
La fórmula es muy sencilla: no se puede pagar renta si no se trabaja, así que quien no tenga un ahorro o algún apoyo especial, no puede dejar de trabajar, porque sea ahora o más adelante tendrá que pagar las cuentas y la deuda.
“No es que nos perdonan tres meses y el gobierno o alguien lo va a pagar, eso no creo que sea posible. Ahora mismo no nos cobran pero eso se está acumulando. A lo mejor un juez va a decidir en cuánto tiempo lo pagamos, no sabemos. Pero de que tenemos que pagarlo tenemos que pagarlo”.
El pasado 9 de abril, el gobierno mexicano, en la conferencia de prensa dada por el subsecretario Hugo López-Gatell, reconoció que había 108 fallecimientos de personas mexicanas en Nueva York, pero no dio más información sobre el tratamiento de los cuerpos.
El mismo día, el secretario de gobierno de Puebla, David Méndez Márquez, afirmó que el número de poblanos fallecidos por esta enfermedad era de 23. Las cifras, como muchas otras, tiene que tomarse con reservas porque hay muchos que no están registrados, y que no lo hacen por temor a perder su bajo perfil y ser detenidos por los servicios migratorios.
El cuello de botella económico y de salud cada vez se agudiza más para las y los migrantes que constituyen la base económica de La gran manzana.
Mientras tanto, este Viernes Santo, Esteban decidió quedarse en casa porque su brazo ya no estaba respondiendo bien. “Ayer me sentía muy cansado, llevo ya tres semanas haciendo lo mismo”.
Este trabajo fue publicado originalmente en LADO B que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.
Fotógrafo y periodista independiente residente en México con conexiones en Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Cuba, Brasil, Haití y Estados Unidos.
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