Roma, la calle y el cine

5 junio, 2019

Es una sociedad tan fanática de la propiedad privada que no da margen a la sensatez, ni al mínimo esfuerzo. El derecho a una vivienda digna es un principio fundamental. Esta es la historia de las familias en la colonia Juárez que después del sismo #19S quedaron en la calle

@danielapastrana

Ocurrió el último día de marzo. Estábamos cerrando los últimos reportajes de El Color de la Pobreza para la presentación en el Museo de Antropología, así que ese fin de semana prácticamente vivimos en la redacción. El domingo no había opciones para comer cerca, más que el Ojo de Agua de Milán 44.

Procuro evitar ese lugar porque me parece desproporcionadamente caro. Pero ese día debió haber pasado algo en la cocina, porque además de caro fue insufriblemente malo: yo pedí un sándwich de salmón y me dieron un pan seco con un trozo de pescado sumergido en aceite; mi colega pidió un té y le llevaron agua caliente con una bolsita de Vite. Mi sándwich costó unos 250 pesos y el té 45 (sí, el mismo que en el Superama de enfrente cuesta unos 3 pesos).

Mientras renegábamos del hipsterismo de la colonia Juárez, miramos a través de la ventana a tres niños correteándose por la calle. Los chamacos corrían despreocupados de los automóviles porque desde hace meses esa calle está ocupada por medio centenar de casitas de cartón y plástico.

Detrás de los niños, una mujer joven lavaba ropa en un lavadero de piedra instalado junto a un enorme tinaco negro. Un tendedero de pantalones de niño cruzaba de lado a lado la calle, como prueba inequívoca de que llevaba rato lavando. Un poco más lejos, un hombre vendía dulces en una casita cubierta con un gran plástico del PRI. Los niños seguían corriendo. Nos separaban unos tres metros, el vidrio de la ventana y nuestra cuenta de 300 pesos por una comida chatarra.

“Esto es el neoliberalismo”, dijo mi colega, haciendo a un lado su te Vite.

La imagen me persigue desde entonces. Me pregunto qué tiene que pasar para que una familia se vaya a vivir a una calle de una bulliciosa colonia en el centro de una megalópolis que se inunda con las lluvias y se ahoga cada día en su nata de aire puerco. Y qué tiene que pasar para que así se quede durante meses o años, durmiendo en el asfalto, cagando en incómodas cajas de plástico y viendo a los vecinos que se cruzan la calle para no verlos. Qué pensarán ellos, la madre y los niños, al vernos de este ladro del vidrio, con nuestros libros y nuestras computadoras, platicando entre nosotros y haciendo como que no están y no afean con sus plásticos la bella calle Roma.

Cuando empecé a reportear, hace más de veinte años, les decían los vivienderos. Habían emergido de las ruinas del sismo de 1985 y crearon el movimiento urbano popular.

No deben confundirse con los que surgieron en la década de los 70, apoyados y promovidos por el PRI, como Antorcha Campesina; tampoco con los del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional que fundó un oscuro personaje de nombre Rafael Aguilar Talamantes (con él se formó, por cierto, del líder perredista Jesús Ortega). A estos grupos paraestatales, que llegaban a un terreno vacío, lo ocupaban y construían una colonia, les decían invasores o paracaidistas.

Los vivienderos eran grupos que se organizaron para gestionar viviendas de interés social y que fueron amparados por los gobiernos de izquierda. De hecho, hay quienes sostienen que el movimiento urbano popular se acabó en 1997, cuando Cuauhtémoc Cárdenas ganó la jefatura de gobierno de la ciudad de México y la base de estos grupos pasó a la administración pública. El término fue acuñado desde la izquierda académica, que nunca los vio como iguales.

Aunque con algunas variaciones de unos a otros en los métodos, su forma de operar era la misma: ubicar un predio, edificio o casa desocupada, habitarla y comenzar a gestionar la adquisición del inmueble o del predio a partir de la ocupación. Y había de todo, como en botica: los de la disciplina dura y la escuela de cuadros, como el Frente Popular Francisco Villa; los más divertidos y creativos, como la Asamblea de Barrios (que luego se dividió tantas veces que de broma les decíamos Asamblea de Varios); los más discretos, como la Unión Popular Benita Galeana, donde se formó el clan Batres; o los más grandes, como la Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata, más conocida como la UPREZ.

Podríamos decir que es el mismo principio del movimiento Okupa, que tuvo gran auge en Europa en los 60 y se renovó con los jóvenes altermundistas: tomar un edificio abandonado no sólo como un fin sino también como acción política, o como medio de denuncia de la falta de acceso a una vivienda. Solo que aquí tropicalizado: nuestros okupas son señoras con niños pobres.

En campamento que está enfrente del Ojo de Agua tiene una vieja historia. Después del terremoto de 1985, la casona que alguna vez fue la Embajada de la España Republicana en México quedó deshabitada y poco a poco fue siendo ocupada por distintas familias que de pueblos indígenas que llegaban a la ciudad con la intención de trabajar. En el predio convivían familias tsotsiles, nahuas, ñha ñhú. Pasaron tres décadas, algunos fueron teniendo hijos y se mudaron. Y llegaron otros familiares Para el gobierno de la Ciudad de México era difícil cerrar un censo, así que el expediente quedó en un cajón.

El sismo del 19 de septiembre de 2017 dio un giro a la historia, porque el inmueble quedó inhabitable y los ocupantes tuvieron que desalojarlo. Pero como no tenían a donde ir, se salieron a la banqueta. Y como no cabían se extendieron a las calles. Unos hacia la calle de Roma y otros hacia la calle de Londres, justo enfrente del Museo de Cera.

Para mala suerte, el sismo ocurrió en la antesala de la elección más grande que haya habido en la capital del país. Y justamente cuando la ciudad entró en un proceso de cambio administrativo para convertirse en un estado de la federación. Así que no hubo autoridad a la que le importara la suerte de estas familias que pasaron en la calle la Navidad de 2017 y luego la de 2018.

Ante el vacío de autoridad, las familias se organizaron y fueron instalando su casa. Primero los cuartos de cartón y plástico. Luego los baños y la tiendita. Después, los lavaderos con los tinacos. Más tarde la escuelita, porque los que quedaron del lado de la calle de Roma son integrantes de la UPREZ y del Congreso Nacional Indígena.

En la misma medida en la que iba creciendo su miniciudad se fue extendiendo fuera de sus fronteras una pestilencia que comenzó a ahuyentar a los comensales de las fondas y comedores que están en esa calle. En esa proporción, también, creció el hartazgo de sus vecinos. Hasta que se colmó el plato.

Un día de febrero de 2019, en varias casas y comercios de las calles de Milán y Roma se colgaron unas mantas que dicen:

La colonia Juárez pide respeto:
Orden en las calles.
Limpieza en las calles.
Dejar dormir a los vecinos.
Cero drogas en las calles.
Gracias.

Poco después, en una de las casitas de cartón amaneció una manta, con cierta ironía en la respuesta:

Nosotros también queremos orden en nuestras vidas,
vivir en casas limpias, dormir sin fríos, estar lejos de la calle y de las drogas.
Sin organización colectiva no podríamos esperar un cambio.
Gracias por entender y solidarizarse con nuestra situación, vecinos.

Me impresionó mucho ese diálogo mudo de las lonas, porque quienes las colgaron, a menos de cinco metros de distancia, no se hablan, ni se conocen. También me impresionó pasar un día por el Museo del Chocolate y ver en una de las casitas de cartón, que solo tiene un sillón viejo y una mesa, a un hombre jugando ajedrez con cuatro niños. Fue inevitable pensar en todos los niños y las niñas que conozco, a las que nunca he visto jugar ajedrez.

El jueves 30 de mayo, la policía desalojó a las familias que estaban en la calle de Londres. El relato de ese día lo hizo Arturo Contreras. Pero desde entonces no puedo dejar de preguntarme ¿qué pensará un juez que firma una orden de desalojo? ¿Podrá ir a cenar y a dormir sabiendo que ese día hay gente (quizá niños como estos) que dormirá en la calle?

Es una sociedad tan fanática de la propiedad privada que no da margen a la sensatez, ni al mínimo esfuerzo. Los comentarios que recibimos en Twitter por publicar el desalojo no sólo muestran una espantosa gama de prejuicios, también reproducen un discurso que no pasa ninguna prueba de sentido común, porque nadie que piense un minuto puede creer que haya familias que, teniendo otra opción, opten por vivir casi dos años sobre una calle que apesta, en una ciudad en la que nunca se ven las estrella.

No la tienen. Porque el gobierno de izquierda, progresista, que ha gobernado esta ciudad desde 1997, no ha sido capaz de garantizar que todos los ciudadanos tengamos, al menos, la posibilidad de tener un espacio digno para vivir.

Porque lo normal es que empecemos a vernos como iguales y como personas con derechos. Porque no se trata de que yo me salga de mi casa y me vaya a la calle para que ellos tengan a dónde ir, sino de que todos tengamos un lugar donde cubrirnos del frío o del calor.

A estos vecinos incómodos nadie los vio durante los años que estuvieron adentro de la casona. Y ahora que están afuera, su realidad es tan insoportable que preferimos quedarnos adentro de nuestra pecera, ovacionando a Roma y a Yalitza en los Óscares.

Columnas anteriores:

Hablemos de pesadillas

Fogatas

Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.