Marginados de la política de redemocratizar el país iniciada en 1985, con la llegada de Jair Bolsonaro los militares volvieron al poder con siete ministros y centenares de oficiales en todos los sectores del gobierno, además de la vicepresidencia
Texto: Carolina Antunes/PR-Agência Brasil
Fotos: Valter Campanato / Alan Santos
RÍO DE JANEIRO.- Es evidente que Jair Bolsonaro mantiene, como presidente, las convicciones antidemocráticas y retrógradas de las que hizo gala durante sus 30 años de vida parlamentaria y que ahora ponen a prueba el ciclo de redemocratización de Brasil.
Los brasileños, acostumbrados a su beligerante respaldo a la dictadura militar, que rigió el país entre 1964 y 1985, y a su represión sustentada en la tortura, poco se sorprenden por esos reiterados alegatos que contradicen su promesa de “gobernar para todos” durante el discurso de posesión del pasado 1 de enero.
Para los extranjeros su discurso quizás suena más asustador al alabar la dictadura chilena del general Augusto Pinochet (1973-1990), y otros golpes militares que, a su juicio, habrían evitado el comunismo en América Latina, así como su calificación “de izquierda” al nazismo que exterminó millones de judíos en Alemania.
Por sus pronunciamientos, Bolsonaro parece encarar su llegada al palacio presidencial de Planalto como una revancha, no solo contra los civiles que rescataron la democracia, tildados todos de izquierdistas o socialistas, sino también contra lo que ojos radicales del estamento castrense consideraron una rendición de los militares.
En su opinión, como la de otros militares que ocupan un tercio de los ministerios del gobierno de extrema derecha, no hubo dictadura en Brasil ni golpe militar en 1964, sino que lo que existió fue un movimiento que logró impedir el fin de la democracia.
“Vencimos aquella guerra y resguardamos nuestra libertad”, dijo Bolsonaro en su discurso inaugural en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 24 de octubre, sin referirse claramente al golpe. Atribuyó a “agentes cubanos” el intento de diseminar dictaduras por el continente.
Esa guerra prosigue contra el “socialismo” que, en su opinión, era la ideología de todos sus antecesores en la presidencia y que “se instaló en el terreno de la cultura, de la educación y dominó los medios de comunicación, universidades y escuelas”, en busca del “poder absoluto”.
Pretende revivir la Guerra Fría, en que todo vale contra el comunismo ahora referido como “socialismo”, “marxismo cultural” o “globalismo” para no parecer tan arcaico y justificar sus ataques contra el periodismo, las artes, la enseñanza pública y el feminismo.
El ascenso de Bolsonaro, quién dejó el Ejército en 1988 como capitán para convertirse en diputado municipal y luego nacional, sin alejarse nunca de los cuarteles, representó una redención de los militares, antes rechazados como dictatoriales y responsables de la crisis económica de la “década perdida” de los 80.
Marginados de la política de redemocratizar el país iniciada en 1985, los militares volvieron ahora al poder con siete ministros y centenares de oficiales en todos los sectores del gobierno, además de la vicepresidencia.
El triunfo electoral del excapitán obedeció en gran parte a la popularidad recuperada por las Fuerzas Armadas, ante las frustraciones entre los 210 millones de habitantes de este país por los siete gobiernos civiles, especialmente por la corrupción desnudada en los últimos cinco años, que ha involucrado a centenares de políticos.
Una coyuntura probablemente única le permitió a Bolsonaro combinar en su candidatura la nostalgia de un pasado militar de prosperidad, sin corrupción visible, la reacción conservadora en costumbres, una religiosidad agresiva encabezada por las iglesias evangélicas y el liberalismo económico.
Por sus pronunciamientos, Bolsonaro parece encarar su llegada al palacio presidencial de Planalto como una revancha, no solo contra los civiles que rescataron la democracia, tildados todos de izquierdistas o socialistas, sino también contra lo que ojos radicales del estamento castrense consideraron una rendición de los militares.
La devolución del gobierno a los civiles fue un proceso de “apertura lenta, gradual y segura”, decidida y manejada por el grupo militar que ascendió al poder en 1974, bajo la presidencia del general Ernesto Geisel (1974-1979), y concluida por su sucesor, el general João Batista Figueiredo (1979-1985).
No fue una simple renuncia a la dictadura. En 1974, la oposición había logrado una aplastadora votación en las elecciones legislativas, permitidas con restricciones por el régimen militar. Además, la economía empezaba a sufrir efectos del primer brutal incremento de los precios petroleros en 1973.
Pero sectores que Geisel definió como “bolsones radicales pero sinceros” se opusieron a la redemocratización. La lucha interna entre los militares tuvo un desenlace en 1977 con la destitución del ministro del Ejército, el general Sylvio Frota, líder de los que pretendían seguir con la represión pura y dura contra sus opositores.
La muerte bajo tortura de dos presos políticos, el periodista Wladimir Herzog y el obrero Manoel Fiel Filho, en octubre de 1975 y enero de 1976, en el Centro de Operaciones de Defensa Interna (Codi), vinculado al Ejército en São Paulo, decidió a Geisel a extirpar el foco de resistencia a su apertura en 1977.
Las biografías y declaraciones de Bolsonaro y sus generales allegados dejan claro que pertenecen al grupo derrotado. Volver al poder ahora, de alguna manera, es saldar cuentas con el pasado, incluso en el ámbito interno castrense.
El general retirado Augusto Heleno Pereira, ministro jefe del Gabinete de Seguridad Institucional y considerado en más cercano al presidente, fue edecán del general Frota cuando este era ministro del Ejército.
Tanto Bolsonaro como su vicepresidente Hamilton Mourão, general retirado, celebran como “héroe” al coronel Carlos Brilhante Ustra, muerto en 2015, jefe del Codi de São Paulo donde murieron por lo menos 47 presos políticos, según la Comisión Nacional de la Verdad que, entre 2012 y 2014, investigó crímenes de la dictadura.
Diferentes Codi, creados en varias capitales brasileñas con una mezcla de militares y policías, constituían una fuerza irregular con licencia para torturar y matar “subversivos”. Operaban por encima de la jerarquía, con pequeños equipos comandados por capitanes.
De esos grupos salieron militares que pasaron a la criminalidad o cometieron atentados terroristas para sabotear la transición democrática.
En uno de esos casos una bomba mató a una secretaria del Colegio de Abogados de Brasil. En otro resultó muerto un sargento y un capitán del Ejército fue herido, al estallar en su automóvil la bomba destinada a un espectáculo musical.
La contundente defensa de la dictadura, cuyo error “fue torturar en lugar de matar” unos 30.000 opositores, según dijo en el pasado, vincula a Bolsonaro con el espíritu de esos grupos irregulares que actualmente se repiten en las milicias parapoliciales.
Otras declaraciones suyas, ya como presidente confirman que sus creencias son profundas y persistentes, enraizadas en su formación como oficial del Ejército entre 1974 y 1977, en la Academia Militar das Agulhas Negras, en Resende, a 165 kilómetros de Río de Janeiro.
La mayoría de los generales que el presidente designó como ministros, al igual que el vicepresidente Mourão, se graduaron en la misma Academia entre 1969 y 1977, el período más brutal de la dictadura, en término de encarcelamientos, torturas, “desaparecidos” políticos y exilio forzado.
Según la Comisión de la Verdad, durante el régimen militar hubo al menos 434 muertos y desaparecidos políticos, además de decenas de miles de personas encarceladas y torturadas y unos 10.000 opositores exiliados.
Hay cierta comunión de opiniones entre esos altos oficiales que permanecen en altos cargos. Otros generales, todos ya retirados, que no comparten el extremismo, fueron siendo destituidos tras algunos meses en ministerios o funciones de alto rango en el gobierno.
Es muy reveladora, en ese sentido, una frase de Bolsonaro durante la campaña electoral a la presidencia.
Su meta es “un Brasil similar al que teníamos hace 40 o 50 años atrás”, dijo el 15 de octubre de 2018 en una entrevista en una radio de Barretos, una ciudad del estado de São Paulo.
Ese pasado utópico coincide con los años de prosperidad económica, pero también de la represión más violenta, la imposición de la familia tradicional y de la violencia brutal contra la diversidad sexual y la población afrobrasileña.
Los indígenas recién comenzaban entonces su afirmación étnica y cultural que Bolsonaro ahora quiere borrar, con el argumento, calificado de etnocida por especialistas, de que “somos todos iguales”.
Este artículo fue publicado originalmente por IPS-Inter Press Service. Pie de Página lo reproduce por un acuerdo general con la agencia. Consulta aquí la versión original.
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