Quinientos años después de la caída de México Tenochtitlán, los descendientes mexicas ofrendaron sus danzas en el Zócalo. Mayas zapatistas recorrieron Madrid con un mensaje anticapitalista. Otros pueblos reclamaron justicia y unos más ni se enteraron. Esta es la crónica del extraordinario 13 de agosto de 2021
Texto: Daniela Pastrana, Daliri Oropeza y Arturo Contreras
Fotos: Belem Kemchs, Daliri Oropeza, Daniela Pastrana, Arturo Contreras y María Fernanda Ruiz
CIUDAD DE MÉXICO y MADRID.- Javier García busca afanosamente en su teléfono la descripción de Tlaltecutli que tiene el Instituto Nacional de Antropología e Historia en su página web. Apoya sobre el asfalto una rodilla y usa la otra pierna para recargarse mientras escribe en su cuaderno:
Considerada por el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma como una especie de “vagina dentada”, Tlaltecuhtli, la diosa de la tierra, era la encargada de devorar los cadáveres; la carne y la sangre eran su alimento.
“Estoy haciendo un video”, dice a modo de explicación.
Javier trabaja repartiendo comida en Uber eats. Vive en la alcaldía de Cuajimalpa, al poniente de la ciudad, y cuenta que durante algunos meses participó en un calpulli.
El calpulli o “casa grande”, fue la antigua unidad de organización barrial de los nahuas en Tenochtitlán. Hoy en día, los calpullis existen en la Ciudad de México y el Altiplano Central del país, pero ya no son núcleos familiares como entonces, sino grupos que buscan recrear y resignificar rituales mexicas como la danza, el tlamanalli (ofrendas de flores y frutas) y el juego de pelota.
“Aprendí bastante, pero dejé de ir porque creo que no sólo es cantar y danzar, sino el día a día”, dice.
El hombre, de 40 años, viste un pantalón y una camisa de manta y en la frente trae atada una cinta roja. Esa indumentaria le ha costado muchas veces burlas de sus amigos y compañeros de trabajo, que no dejan de ver cierto exotismo en su interés por el pasado mexica.
A Javier no le importa. Por el contrario, cada vez se siente más identificado con lo que va aprendiendo sobre los antiguos pobladores de la ciudad.
“Eran muy comprometidos —dice convencido—. Su función la desempeñaban con amor, para educar a sus hijos, cuidar a sus padres. Ser mexica no es sencillo”.
Es casi mediodía de este extraño 13 de agosto de 2021. Este día, de acuerdo con la historia oficial, se cumplen 500 años de la caída del Imperio Mexica frente a las tropas españolas que encabezó Hernán Cortés. Una fecha que marca un punto de quiebre en la historia del mundo, porque estableció un orden colonial que fue el punto de partida para la formación de los Estados modernos. Cuando el mundo inventó a “los indígenas”, que antes sólo eran mixes, mexicas, mayas…
Y la batalla que provocó todo eso fue aquí, en el Zócalo de la insondable Ciudad de México, que este viernes 13 tiene una alucinante sucesión de imágenes que superan cualquier fantasía.
Antes de llegar a esas imágenes le preguntamos a Javier García qué piensa del discurso que acaba de dar el presidente Andrés Manuel López Obrador en la conmemoración oficial de los “500 años de resistencia indígena”.
Dice que no lo oyó, pues aunque quería llegar temprano, venir hasta acá en transporte público no es fácil.
¿Y de la maqueta?, preguntamos de nuevo, sobre la representación de la pirámide principal de Tenochtitlán, Huey Teocalli, que el gobierno de la Ciudad de México instaló a la mitad de la plaza.
“La maqueta está hermosa”, dice sonriente. “Pero era más grande la original”.
Desde la víspera, decenas de danzantes ocuparon la plaza para formar un gran tlamanalli alrededor del cual se organizará la fiesta de la unidad de los capullis.
Rosi, una mujer blanca de rasgos amestizados que usa trenzas y un traje de algodón blanco, es una de las encargadas de mantener encendido el fuego y el copal. Viene de Acolman, un municipio conurbado del Estado de México, y cuenta que apenas hace unos meses se unió a su capulli. No tiene idea de si los tatarabuelos de sus tatarabuelos fueron mexicas o no, pero se declara enamorada de los rituales y la historia que ha conocido con su grupo de concheros. “Yo estaba en un mal momento y me cambió la vida. Ahora tengo mi temazcal”, dice.
Los concheros, como se conoce a los danzantes, deben el nombre a los frailes franciscanos que les dieron una guitarra (parecida a una mandolina) a la que llamaban concha. Es común verlos en las intermediaciones del Templo Mayor (el Huey Teocalli original), como parte del “folclor mexicano”.
Nunca había visto tantos juntos, aunque hace unas semanas, en el aniversario de la fundación de México Tenochtitlán, también hubo una concentración muy similar de la que nada se habló.
Ahora llegan de todos lados: Iztapalapa, Azcapotzalco, Iztacalco, Tlalpan, Coyoacán, el Estado de México, Hidalgo, Morelos…
Lucen ataviados con trajes viariados. Unos con unos penachos enormes, otros con trajes que emulan jaguares, águilas o búhos. Algunos más con los rostros pintados. Unas mujeres vestidas de blanco recorren la plaza con unas escobas. Otras hacen un camino en forma de serpiente. Algunos vienen con niños. Unos bailan descalzos sobre el asfalto ardiente.
La diversidad de rostros y usanzas es apabullante. Cerca de la maqueta está parado un hombre con una gran bandera de México y junto a él dos muchachos rubios bailan con pasos que parecen más de slam que de concheros. Delante de ellos, una pareja brinca y da vueltas con una expertísima habilidad. No dejarán de hacerlo las próximas cinco horas.
Eso es, quizá, lo más sorprendente de la jornada: durante más de seis horas, cientos de concheros inundan el Zócalo de danzas y gritos, en una suerte de mantra frenético.
Sus tambores retumban frente a la Catedral mexicana y se extienden hacia el Palacio Nacional. Y ahí, frente a los símbolos de los poderes que sepultaron su historia, los antiguos mexicas parecen salir de los ombligos enterrados en las entrañas de esta plaza y resurgir de las cenizas.
“Todos somos macehuales, somos los que hacemos méritos y por tanto somos merecedores de toda la energía del universo, pero para tener ese derecho, hay que tener cierta conciencia”, dice Dani Calderón.
“Para nosotros es un día muy importante, porque recordamos que cayó el Anáhuac, estamos ofrendando por la caída y demostrando que aún resistimos. Que a pesar del sistema capitalista, los habitantes del Anáhuac seguimos aquí”.
Dani usa un tocado de plumas en la cabeza, huaraches y una blusa blanca con un bordado rojo que la adorna. Lo hizo él mismo, pero no es su diseño. “Son los bordados de todas las abuelas —explica— yo los he ido recuperando, recorriendo muchos pueblos de la Tierra Caliente en Guerrero. Empecé en Mezcala, de donde soy. Estos son los bordados que hacían y que se creían perdidos, pero yo los he ido recuperando a través de su memoria, son abuelas que a veces tienen más de 90 años y son bordados que se iban a perder para siempre. Esta es parte de mi herencia y es mi manera de resistir”.
Este 13 de agosto del 2021 en España, la historia es otra: A manera de coro de tragedia griega, las integrantes del Escuadrón 421 toman la palabra al unísono frente al monumento al “descubrimiento de América” que está en Madrid.
La delegación de siete indígenas mayas que se echó a la mar, a contrapelo de la historia, ahora cruza las aguas de concreto urbano en un barco simbólico, apoyada y acuerpada por unas 2 mil personas de diferentes geografías de Europa que también resisten a la colonización.
Las mayas zapatistas están en el lugar de donde salieron los conquistadores, no con el afán de dominar sino de aprender, escuchar y tejer lazos para luchar por la vida.
La primeras palabras que pronuncian son de agradecimiento:
“Sobre todo agradecerles que, a pesar de sus diferencias y contrariedades, se hayan puesto de acuerdo para esto que hoy hacemos. Que tal vez les parecerá poco a ustedes, pero para nosotros los pueblos zapatistas es muy grande”, expresa este coro zapatista.
Abajo del escenario, otro coro responde con un sonoro deletreo: “E-Z-L-N”.
Es una conquista consensuada, se escucha entre activistas. El Escuadrón 421 ha recorrido de norte a sur ya dos países: Francia y España.
Felipe dice en el micrófono que es solo el antecedente de 501 delegados zapatistas que llegarán a la tierra rebautizada como Slumil K’ajxemk’op o Tierra Insumisa.
Las comunidades zapatistas con presencia del Escuadrón 421 recorren sitios simbólicos en Madrid que, por su potencia anticolonial, bien podría ser renombrado como el pabellón de los invasores.
Ocupan el centro del poder en Madrid, la sede de la presidencia, el legendario “El Corte Inglés”. Avanzan por la calle de Alcalá. Rodean la fuente dedicada a Cibeles, madre de los dioses del Olimpo y símbolo de la tierra y la fecundidad. Entran al paseo Recoleto, hasta donde entronca con el Paseo de la Castellana, avenida que alberga los poderes económicos. Ahí está el monumento a Cristóbal Colón, una pieza de mármol blanco de más de tres metros sobre una pila de 14 metros de altura. En la base del monumento están los rostros de la reina Isabel, en cuyo reinado se llevó a cabo la invasión, y de la virgen del Pilar. Abajo de ella, 80 nombres de tripulantes de las tres carabelas, del fraile Diego de Deza, principal inquisidor y una inscripción que dicta: “A Castilla y a León, Nuevo Mundo, dio Colón”.
Las zapatistas dan su mensaje en esta colosal construcción de más de 90 metros rodeada de jardines, donde está inscrito el inicio de las invasiones, empezando por Granada, y los nombres tallados de las expediciones y los tripulantes o aliados que ayudaron a Colón en su empresa.
“Nosotros hemos aprendido que las semillas se intercambian, se siembran y crecen en lo cotidiano, en el suelo propio, con los saberes de cada quien. El mañana no se gesta en la luz. Se cultiva, se cuida y se nace en las sombras inadvertidas de la madrugada, cuando la noche empieza apenas a ceder terreno. Los terremotos que sacuden la historia de la humanidad empiezan con un ‘ya basta’ aislado, casi imperceptible. Una nota discordante a mitad del ruido. Una grieta en el muro”, dice Felipe, integrante del Escuadrón, a miles que escuchan en silencio.
Habla la comandanta Ximena:
“Cada mirada al pasado nos divide. Y no es de balde esa diferencia. En cada mirada hay rabia y dolor que con legitimidad se asoman a lo anterior (…)Pero no es que desaparezcan esas diferencias que tenemos, como en los falsos llamados a la unidad que suelen hacer los de arriba cuando los de abajo les piden cuentas. No, de lo que hablamos las comunidades zapatistas es de una causa, de un motivo, de una meta: la vida”.
Es una reflexión que expusieron en 2015 en la Hidra Capitalista pero que ahora reitera Carolina:
“Mientras no destruyamos al monstruo en su corazón, esas cabezas seguirán brotando y cambiando de forma pero con mayor crueldad”.
Previo a la manifestación, los colectivos, organizaciones, sindicatos, defensoras de derechos humanos y activistas tuvieron diálogos y reflexiones. Estrechan sus cuerpos en medio del calor del verano sofocante del Madrid donde nadie quiere estar por las vacaciones. Participan personas provenientes de 13 países (Italia, Francia, Alemania, Grecia, Bélgica, Portugal, Suiza, Gran Bretaña, Holanda, Colombia, Chile, México, Guatemala, Estados Unidos), y de diversas comunidades autónomas: Valencia, Granada, Catalunya, Bilbao, Madrid, Segovia y Sevilla.
“La destrucción total de ese sistema (capitalista) será posible que cada quien, según su modo, su calendario y su geografía, habrá de levantar otra cosa. No perfecta, pero sí mejor. Y a eso que se construya, a esas nuevas relaciones entre los seres humanos y entre la humanidad y la naturaleza, se le pondrá el nombre que a cada quien le dé la gana. Y sabemos que no será fácil. Que no lo es ya. Y sabemos bien que no podremos solos”, dice Lupita.
“Muera el orden colonial” y “Las tierras robadas serán recuperadas”, resuenan las consignas frente a la Casa de las Américas.
La ultraderecha española aprovecha la fecha para difundir mensajes racistas. Hablan de “colonofobia” y se dicen liberadores de los pueblos indígenas de “imperio Azteca”.
Un nazi provoca trifulca gritando en su lengua y alzando su brazo invocando a Hitler, un activista responde con un golpe y la policía los separa. Tras el exabrupto ondean las banderas Mapuche, Wiphala, Palestina, LGBTI+, Femisnista y del EZLN.
Bernal denuncia que “el Estado Mexicano y sus gobiernos no nos reconocen como nacionales de esa geografía. Somos extraños, extranjeros, indeseables, inoportunos en los mismos suelos que fueron cultivados por nuestros antecesores”.
Jura también que “es ese mal gobierno el que le ha exigido al Estado Español que pida perdón por lo ocurrido hace 500 años”, tuerce la historia y la acomoda a su conveniencia.
Carolina, maya tseltal, completa: “El sistema es una gigantesca y brutal cínica que ‘cura’ la ‘anormalidad’. Una máquina que ataca, aísla y liquida lo otro, lo diferente. (…) Y nosotros, pues resistiendo. Toda la vida y generaciones completas resistiendo, rebelándose. Diciendo “no” a la imposición. Gritando “sí” a la vida”.
Es la primera vez, en casi tres meses desde que llegó el Escuadrón al puerto de Vigo, que los delegados zapatistas emiten un mensaje. Todo el tiempo se habían dedicado a escuchar, documentar, tomar notas y vivir la hospitalidad que las personas organizadas en las geografías de Slumil K’ajxemk’op han realizado.
“Porque vivir no es sólo no morir, no es sobrevivir. Vivir como seres humanos es vivir con libertad. Vivir es arte, es ciencia, es alegría, es baile, es lucha. Y claro, vivir también es estar en desacuerdo con una u otra cosa, discutir, debatir, confrontar”, asegura Lupita.
Los contingentes de la marcha van encabezados por personas migrantes, racializadas y el bloque de diversidades sexuales, personas no binarias LGBTIQ+. Le siguen las organizaciones y sindicatos.
“Detrás de los nacionalismos se esconden no sólo las diferencias, también y sobre todo los crímenes. Bajo un mismo nacionalismo se cobijan el macho violento y la mujer agredida, la intolerancia heterosexual y la otredad perseguida, la civilización depredadora y el pueblo originario aniquilado, el capital explotador y los trabajadores subyugados, los ricos y los pobres”, dice Marijose, integrante otroa del Escuadrón 421 en el micrófono.
Luego enuncia: “Hemos aprendido que en cada disidencia, en cada rebeldía, en cada resistencia, hay un grito por la vida. Y cuando un día cualquiera, alguien les pregunte ‘¿a que vinieron los zapatistas?’, juntos podremos responder, sin pena para ustedes y sin vergüenza para nosotras,‘vinieron a aprender’”.
Este 13 de agosto, en este lugar, el día de la colonización se convierte en otra cosa. Queda marcado por el nuevo comienzo de las luchas de abajo. Los indígenas de raíz maya no son víctimas como sucede en las tragedias griegas, sino actores de su propio destino.
En la Ciudad de México, el presidente Andrés Manuel López Obrador, y la jefa de Gobierno, Claudia Sheimbaun, encabezan la ceremonia protocolaria por los 500 años de resistencia indígena. En un momento de su discurso, el presidente dice que después de la caída de Tenochtitlán, los indígenas fueron condenados a vivir en las periferias.
Desde la esquina de Pino Suárez y Venustiano Carranza, muy cerca de donde la leyenda dice que se posó el águila sobre el nopal (y a unas cuadras del Zócalo), cercados por policías y por la indiferencia de la multitud que se pasea por el centro, un grupo de indígenas recuerda al gobierno de López Obrador que muchos pueblos siguen olvidados e ignorados.
No son mexicas nacidos en el ombligo de la luna ni mayas que cruzaron el océano. Son ñha ñhús (otomíes) de Santiago Mexquititlán en Querétaro, quienes por generaciones han venido a buscar una alternativa al hambre y la pobreza en la ciudad que se alzó sobre Tenochtitlan.
“Queremos decir que si esta es la cuarta transformación, pues no la queremos, porque es de muerte y de despojo”, dice desde un micrófono una de las mujeres otomíes que desde octubre del año pasado ocuparon las oficinas del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas, porque la ciudad no ha dejado otro espacio para ellas.
“Aquí estamos y siempre hemos existido los pueblos originarios. A más de 500 años. Hemos existido siempre y luchamos para existir, porque queremos seguir viviendo, queremos defender la vida que es el agua, que son nuestros territorios. Esta es otra muestra del olvido, que no nos dejaron pasar al Zócalo”.
A unos metros de donde se planta el mítin indígena, están las puertas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Algunos de quienes integran la marcha, asombrados, alcanzan a ver a María de Jesús Patricio, Marichuy, la vocera del Concejo Indígena de Gobierno que en 2018 fue precandidata a la presidencia del país.
Ella acude a la Suprema Corte de Justicia a entregar una petición de Ostula, en Michoacán, otra comunidad indígena con problemas de despojo. En la marcha repite lo que dijo en el máximo tribunal del país, a donde no la querían dejar pasar:
“Si no está abierto, por eso los pueblos se encabronan. ¿Por qué nos tienen miedo? Es el pueblo el que viene a hablar, tiene derecho a expresarse. Por eso se encabronan, porque aquí vienen que es la casa de todos y les cierran el paso”.
A menos de un kilómetro de la Corte y del Zócalo, frente al Palacio de la Bellas Artes, vemos de nuevo a las triquis de Tierra Blanca Copala, comunidad rural de Oaxaca de la que fueron desplazados desde hace siete meses por la ambición de un grupo político que busca dejarlos sin tierra ni hogar. Esta semana, después de un fallido retorno organizado por los gobiernos estatal y federal, regresaron a dormir sobre el asfalto de la ciudad .
Algo se mueve este 13 de agosto de 2021. Pero no para todos. O no a los mismos tiempos.
Entre las nubes de una tarde lluviosa que cae, la maqueta del Huey Teocalli se alza en memoria de lo que alguna vez fue el Templo Mayor, el centro de la ciudad más grande del mundo, con trescientos mil habitantes. Sobre sus caras acartonadas, cuatro cañones proyectan los violetas y púrpuras del atardecer que las nubes escondieron.
El espectáculo proyectado por el gobierno de la ciudad está por comenzar. La plancha del Zócalo ha visto llenos más copiosos, hoy es fácil caminar entre las personas que guardan su distancia por la pandemia. La lluvia no espanta a todos. Los adornos luminosos que cuelgan de los balcones que rodean la plaza se apagan y por 15 minutos, todas las miradas quedan atentas al gran templo, casa de los señores del agua y de la guerra.
Desde ahí se cuenta una voz que retumba, cuenta la historia de la fundación y caída de Tenochtitlan, cuyo eco aún resuena en las culturas indígenas, memoria y presente. Ante niñas con coronas y espadas luminosas y niños boquiabiertos aparece Quetzalcóatl desde lo alto de la pirámide y surca sobre los espectadores.
Darinka, de nueve años, lo identifica de inmediato. Ella, junto con su hermano Neithan, de 6, y su mamá Viridiana vinieron a disfrutar de la proyección.
“Vinimos porque ella lo está viendo en la escuela, le gusta mucho y así se acuerda de todo”, dice Viridiana.
Otros, no están tan informados, como Juan Carlos y Angélica, una pareja de jóvenes que pasea con su hijo pequeño.
“Es que él está trabajando fuera, vino de vacaciones y salimos de paseo. No sabíamos que había algo, fue una sorpresa. Aquí escuchamos que de un aniversario, algo de 500 años, pero nada más”, confiesan.
Al terminar, en la voz de otro par de espectadores que dejan la plancha, se escucha una discusión:
— A mí no me gustó la animación, estaba muy rara, ni se veía bien.
— Bueno, pero a mí que me gusta la historia, creo que son cosas que se deberían repetir más.
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