Enfrascado en una megalómana guerra, Felipe Calderón perdió el partido, el gobierno y la cordura. ¿Qué tipo de política de Estado puede ser la que establece que se maten entre sí tus gobernados, bajo la premisa de que “son malos”? Su irresponsabilidad y su ceguera son inaceptables
Conocí a Felipe Calderón cuando comenzaba su campaña por la presidencia nacional del PAN. Tenía 33 años y todos lo veían como el favorito de Carlos Castillo Peraza; Margarita Zavala, su esposa, destacaba en la Asamblea Legislativa de la capital.
En febrero de 1996 yo trabajaba en Reforma y cubría el PAN de la Ciudad de México. Nos habían asignado desde un año antes las coberturas que marcarían el primer proceso electoral local en la capital del país, en julio de 1997.
Algunas veces fui a desayunar con Margarita y Carmen Segura, secretaria general del PAN-DF y también asambleísta, quien años después estuvo involucrada en un escándalo de corrupción con compras para damnificados que terminó su carrera política. Me parecían sensatas e inteligentes, y era mucho más fácil lidiar con ellas que con las panistas más conservadoras, como Cecilia Romero y todas las ancifemes (integrantes de la Asociación Nacional Cívica Femenina) que tenían cargos legislativos y de dirección en el partido y desde ahí se oponían rotundamente a la despenalización del aborto o a los matrimonios igualitarios, cosas que para mí eran básicas. (Memorable fue aquella sesión en la que las diputadas enfurecieron y dejaron la sesión legislativa porque el entonces perredista Javier Hidalgo repartió condones en las curules).
En algún momento de ese 1996 me tocó cubrir un par de meses el CEN del PAN en sustitución de una colega que se fue de vacaciones. Felipe Calderón ya era el dirigente más joven de la larga historia de Acción Nacional (había ganado con aquella máxima de “ganar el gobierno sin perder el partido”) y su jefe de prensa era Juan Ignacio Zavala.
Reforma, obviamente, era su medio predilecto, así que yo no tenía ninguna traba para deambular por las oficinas que estaban en una casona de la colonia del Valle ya en desuso.
“Doña Daniela”, me decía, cuando me lo topaba, un animado Calderón, al que le gustaba mucho que lo retara con preguntas incisivas y ciertamente maliciosas. A mí me también me gustaba que confrontara mis creencias y me pusiera retos (a la distancia, creo que hubiera sido mejor abogado que político) porque tenía un interés genuino en entender a ese partido. Los panistas que conocí entonces sabían que, aunque no comulgaba con su visión confesional del mundo (sobre todo de las mujeres y la familia), no podía dejar de reconocer el enorme aporte de ese partido a la democracia de este país.
Pero esta columna no es para hablar del PAN, que ya tendrá su ocasión, sino de ese panista de mente ágil que prometía cambiar al país desde las leyes y que terminó por llevarlo a un matadero del que no podemos salir, y que hoy está convertido en una viñeta amarga que habla en la tele de un país que desconoce profundamente.
La última vez que lo vi en persona fue ese mismo 1996, cuando Roberto Zamarripa, el jefe de información de Reforma, invitó a los dirigentes nacionales de los tres partidos principales (PRI, PAN y PRD) a conversar con los reporteros de ciudad y nacional. Lo que dijo Roque Villanueva fue irrelevante; Calderón nos habló de controlar al priista que todos llevamos dentro y Andrés Manuel López Obrador conquistó a las reporteras, que terminaron disputándose ilusorias coberturas en el PRD. Yo, contreras como soy, puse en la pantalla de mi computadora una frase que ya nadie recuerda, más que yo y con culpa: “prefiero a Felipe”.
Después de las elecciones de 1997 me fui a La Jornada. Y a partir de 1998, cuando entré al suplemento dominical Masiosare, me dediqué a seguir historias de los olvidados y me alejé mucho tiempo de los conciábulos políticos.
Calderón se fue a la Cámara de Diputados y al gobierno de Vicente Fox. Cuando se destapó como precandidato presidencial, contra el favorito de Fox que era Santiago Creel, pensé que sería bueno que ganara Felipe Calderón porque pensaba, erradamente, que eso iba a subir el nivel de la campaña. Me imaginaba emocionantes debates entre Beatriz Paredes, Calderón y López Obrador.
No podía estar más equivocada. Paredes ni siquiera llegó a la campaña, pues el entonces gobernador de Oaxaca, José Murat, dio a los priistas cátedra de mapachismo en la interna para hacer candidato del PRI a Roberto Madrazo.
La primera señal de que ese Calderón de 43 años era otro muy distinto al de años antes fue cuando lanzó la campaña del peligro para México. No me cabía en la cabeza algo tan ruin y falto de ética como cebarse en mentiras para denostar al oponente. No en el Felipe que conocía, pues. Estaba ofendida, me parecía una irresponsabilidad enorme y me daba miedo la fractura social que crecía cada día con esa campaña.
Aunque yo no encontraba otra explicación posible mas que una abducción extraterrestre, un colega de Reforma que cubrió la Cámara de Diputados cuando Calderón fue líder de la bancada panista me dijo, un poquito menos dramático: “no fue un ovni el que se lo llevó y lo cambió, fue el poder, ni a su familia reconoce”. Como sea, en ese tiempo conoció a los calderonistas que “haiga sido como haiga sido” lo llevaron a la presidencia en 2006 y que están magistralmente registrados en La Crónica de un sexenio fallido de Ernesto Núñez.
Lo demás es historia. Felipe Calderón perdió el partido, el gobierno y la cordura. Enfrascado en una megalómana guerra, se invistió en la autoimagen de Rambo que pelea contra todos, cuando ya Los Intocables de Eliot Ness nos enseñaron hace un siglo que, para enfrentar al crimen organizado, más que pistolas se necesitan policías honestos y buenos contadores.
Calderón no tuvo ni uno ni otro. Por el contrario, le entregó la policía a un personaje tan oscuro como Genaro García Luna, y cambió tres veces de secretario de Hacienda.
La guerra contra el narco, que declaró y ahora niega, fue su pequeño Vietnam: prolongó los combates a pesar de las bajas, que groseramente llamó “daños colaterales”, y se negó a rectificar a pesar de que claramente iba perdiendo el terreno.
Comencé a cubrir esta larga historia de muerte el 1 de junio de 2007. Esa tarde, en la redacción de El Centro, un efímero periódico que se volvió famoso el día que dejó de existir por su célebre portada de “Nos cargó el payaso”, veía las notas de diarios locales de Sinaloa y le dije a mi jefe que teníamos que ir.
“Vas”, me dijo sin más preguntas. Avisé a foto y me puse a hacer llamadas entre los reporteros que cubrían la Policía Federal. Todos me dijeron que no fuera, que era demasiado peligroso. Entonces busqué a los que siempre me han llevado a los sitios peligrosos: los de la ventanilla de la pobreza, Así conseguí un guía para ir con Mónica González al famoso “triángulo dorado”, la zona límite de Sinaloa, Chihuahua y Durango.
Lo que fuimos a encontrar era horrible: una familia acribillada por militares. Un hombre de 30 años, su esposa y su hermana, ambas maestras rurales, y cuatro niños (tres hijos de la pareja y un sobrino). Los más grandes, de 7 años, iban en la batea; el más pequeño tenía un año. Solo uno de los cuatro niños se salvó, aunque recibió un balazo en la nalga. Los otros tres recibieron un balazo en la cabeza.
Los militares dijeron que repelieron un ataque. Adán Abel Esparza Galavez, el único hombre adulto que iba en la camioneta, se había bajado con las manos en alto gritando que había niños, pero le dieron un balazo, primero en una mano y luego en la otra. Con esas manos sangrantes trató de detener la camioneta que, sin freno de mano, se iba a un pequeño barranco.
Cuando llegamos, dos días después, la camioneta seguía tirada en el barranco, con las manchas de sangre de sus manos embarradas en la parte de atrás, cuando desesperado trataba de detenerla.
Jamás he olvidado la imagen del hombre postrado en un hospital de Culiacán, que tenía vendada toda la cabeza menos los ojos y que al entrar en su cuarto nos miró con una tristeza infinita. Ni el llanto de su padre, cuando le mandó un mensaje al presidente (pensando que “las reporteras de México” se lo podían entregar) en el que le pedía justicia.
Felipe Calderón estaba en España o en China y desde ahí sostuvo la versión del enfrentamiento con criminales. Nunca fue a ver a Adán Esparza, ni siquiera se disculpó. Sostuvo la mentira, como cuando dijo que Ernestina Ascencio, la vieja indígena que violaron unos militares en Zongolica, había muerto de gastritis. O como cuando dijo que los jóvenes de Villas de Salvárcar eran delincuentes. O que el SME era el culpable de la quiebra de Luz y Fuerza y de un plumazo echó a 44 mil trabajadores a la calle.
Del mismo modo que en la entrevista que dio la semana pasada en televisión. Son criminales, dice. Todos sus muertos, todos sus desaparecidos son malos. Se le olvida que esos a los que llama delincuentes eran también sus gobernados.
¿Qué tipo de política de Estado puede ser la que establece que se maten entre sí tus gobernados, bajo la premisa de que “son malos”? Lo que hizo no tiene perdón. Su irresponsabilidad y su ceguera son inaceptables.
Mónica y yo volvimos de Sinaloa de Leyva con el corazón apachurrado. No sabíamos que en los siguientes años íbamos a repetir una y otra vez esas historias, que íbamos a ver decenas de veces esa tristeza honda, esa desesperación, esa impotencia, hasta casi volvernos locas. Porque eso hemos sido las periodistas que cubrimos esta maldita no-guerra: las locas del pueblo, que como aves de mal agüero repiten todos los días que pasan cosas atroces que alguien tiene que parar.
Lo repetimos y lo repetimos, y luego hablamos con psicólogos, buscamos abrazos, flores de Bach, temazcales, buenos libros, música, arte, amor, hijos. Sobrevivimos, mientras seguimos reproduciendo estas historias de dolor y de terror, sabiendo que somos privilegiadas, porque a nosotras no nos toca estar escarbando la tierra para encontrar un huesito de un ser querido. Tampoco hemos tenido que huir, dejando atrás todo.
La semana pasada fui al lugar más horrendo del país. El peor de todos los lugares horrendos que he visto en estos 12 años de infierno. El hueco que me dejó hizo que esta columna se quedara varios días en blanco frente a la máquina.
Felipe Calderón debería estar muchos años en una cárcel donde pueda pensar en silencio lo que hizo. Que alguien le regale La tropa de Daniela Rea y Pablo Ferri. O quizá deberían ponerle imágenes de lo que ocurrió en su sexenio, como en Naranja Mecánica. Pero si no vamos a hacer nada de eso, por lo menos que se calle. Que deje de hacer daño confundiendo, abriendo heridas.
Porque sí, Coatzacoalcos está de miedo, pero Veracruz no está hoy peor que como estuvo entre 2011 y 2013. Tamaulipas también está del nabo, pero no peor que en 2010.
Felipe Calderón podría ser un mal chiste, el del comandante Borolas, pero no lo es. La suya es una triste e infame historia de poder y muerte.
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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