Mujeres sin odios (o El Arte de la Paz)

8 marzo, 2020

Porque queremos sociedades más justas, humanas, solidarias, este 8 de marzo saldremos todas las mujeres de Pie de Página a la calle. Y este 9 de marzo nos vamos a paro. La otra mitad de nuestro equipo tiene la gran oportunidad de hacer un trabajo tan lindo y cuidadoso como el que hacemos nosotras todos los días

@danielapastrana

La ventaja de haber nacido en una familia matriarcal es que fácilmente puedes imaginar una comunidad organizada por mujeres.

Mi abuela cocinaba y mi abuelo lavaba los trastes. Nadie que la conociera podría dudar que siempre decidió sobre su vida ni de qué lado de la historia se acomodaba; una vez, cuando su hijo mayor (y consentido, según mi madre) peleó con su primera esposa y llegó con la bebé de ambos a la casa materna, lo primero que hizo mi abuela fue llamar a la madre para devolverle a la niña.

Todas sus hijas tuvieron la oportunidad de estudiar y trabajar. Todas tuvieron hijos a los que la abuela cuidó y dio de comer. Todas son buenísimas cocineras y procuran con esmero mantener la convivencia familiar que instituyeron mis abuelos.  En las comidas familiares, que pueden extenderse hasta la cena, las mujeres son un verdadero ejército para recoger los platos y nunca falta el descuidado que, por estar platicando, se queda sin el último bocado, cuando alguna mano invisible lo retira de su lado. Pero luego los hombres se encargan de los niños, Y cuando se trata de tomar decisiones importantes (mudarse, vender la casa,) nadie tiene duda de qué opinión cuanta más. siempre es la de las mujeres.

Mis primos, que siempre fueron minoría, aprendieron a jugar a “la comidita”… o no jugar. No recuerdo una sola vez en mi infancia que hayamos jugado a la guerra, o a los policías y ladrones.

Hace unas tres décadas, el esposo de una prima resolvió en una frase lo que significa estar dentro del clan: “En esta familia, quien prueba la cremita y aprende a jugar mahjon está perdido: ya no sale nunca”.

La cremita es un platillo inventado por mi abuela que tiene su origen en las chalupas guerrerenses y que es el favorito de toda la familia; y el mahjon es un juego chino, mezcla de pókar y dominó, por el que se apuestan verdaderas fortunas. No sé cómo fue que llegó a mi familia hace como medio siglo, pero a mi abuela le encantaba y por lo tanto, a todas sus hijas también.

En la mesa de juego, mis adorables y cariñosas tías se transforman en implacables cazadoras de fortunas; sus amados nietos bien pueden voltearse de cabeza a su lado, que ellas no se enteran porque están en trance y sólo saben decir: “vienenochodiscos-mahjooón”. O contar: “42para mí-pordos-pordos-pordos-límite”, lo que, desde que me acuerdo, significa que ya perdiste los 10 pesos que se apuestan como máximo en mi casa.

Entonces llegan las tortas y el recalentado. Porque mi familia, que funciona en clave niños, tiene dos formas de resolver sus problemas: la comida y el juego.

Era impensable, cuando vivía mi abuela, fallar a una comida familiar de los sábados. Eran comilonas acompañadas del juego, que extendían la sobremesa hasta las cenas y más (es memorable una batalla de Risk en Acapulco que se prolongó hasta el día siguiente).

La mayor parte de mi familia se ha mantenido felizmente junta con esa fórmula, a pesar de los múltiples problemas del neoliberalismo y la posverdad.

Pero la exitosa fórmula se rompió en mi generación. Y por lo visto, sin remedio.

Eso es algo que me ha dado vueltas en la cabeza en los últimos meses. Intentaré explicarlo, tal y como se lo expliqué hace unos días a mi hija adolescente:

El entramado patriarcal que conocemos no surgió porque los hombres fueran malos y un día, en conjunto, todos se pusieran a diseñar un plan para dominarnos y joder a todas las mujeres del mundo.

No. Este sistema surgió en la organización de las ciudades, cuando pasamos de las vidas nómadas a las sedentarias. Y sí, en el origen quizá fue por nuestras características biológicas:

Las mujeres (o lo que hemos llamado mujeres) parimos y amamantamos. Por lo tanto, tenemos proclividad al cultivo, en la cosecha y en la fertilidad: lo que da vida. Hay en nuestra memoria genética instalado ese afán de hacer nido con nuestros hijos (aunque eso no signifique que tengamos que tenerlos, ni que ese sea nuestro único destino posible) y procurar el alimento, como cualquier especie mamífera.

Los hombres (lo que hemos llamado así), que no tienen -o no han tenido- la mínima idea de lo que implica que el cuerpo te crezca y se te parta para que haya una vida, ni que te duelan los pechos por no dar de comer, se iban de caza, a pelear con caimanes y a buscar formas para dominar a la naturaleza que nos hicieran más fácil la vida cuando la naturaleza era implacable con los humanos. También iban a guerrear con otros pueblos, para defender a sus clanes y para conseguir un espacio menos duro para vivir.

Así se construyeron las civilizaciones, con personas desarrollando sus cerebros para dominar a otras especies y transformar la naturaleza para fundar sus hogares.

Hasta que llegó un momento en que ya no hubo más que construir. Lo único que nos queda es perfeccionar lo construido (y últimamente, nos empeñamos en destruirlo), sofisticar las herramientas, hacerles cambios de diseño. Pero prácticamente ya tenemos todo lo que podemos necesitar.

Entonces ocurrió que las mujeres empezamos a salir a trabajar. Y esos roles, que tenían sentido en la fundación de las ciudades, perdieron significado, en tanto más civilizados. (No incluyo a las personas no binarias porque habían sido invisibilizadas en nuestros constructos sociales hasta hace muy poco, y el suyo es un mundo que apenas estoy conociendo).

Ahí empezó este problema que nos tiene embrolladas. Porque cuando nosotras pedimos equidad en funciones y derechos se trastocó una manera de relacionarnos a la que nos habíamos acostumbrado por cientos de años.

Los dos espacios se modificaron. Por un lado, el de la casa. Porque nosotras salimos a trabajar, ocupamos sus espacios de guerra, pero ellos nunca aprendieron a organizar el hogar.

Aunque siempre hay excepciones, por lo general un hombre (el personaje que hemos construídó como hombre) no soporta que una mujer esté ausente largo tiempo mientras él espera cuidando a los niños. Digo, un día o dos, quizá. Una semana, a lo mucho. Pero ellos no saben cómo ser Penélopes que esperan a que Homero llegue de sus viajes. No tienen el hábito de cuidar ni de darse a los otros. Cocinan cuando ellos tienen hambre (y se acaban todo, porque no saben racionar). Tienen fuerza, pero no resistencia. Lejos de ser como el pingüino emperador, que cuida los huevos durante el helado invierno mientras las mamás pingüino van a buscar el alimento, ellos se frustran cuando les toca cuidar y no proveer. Quizá la imagen que más los resuma es la del “comprensivo” novio de Erin Brockovich cuando mira con nostalgia a sus amigos motociclistas mientras carga a los niños de ella, que está trabajando para ganarle un juicio a una gran empresa contaminante.

Así fue como las mujeres que salimos a trabajar terminamos haciendo la chamba doble: la de nuestras propias batallas laborales y la de la organización del hogar.

El otro espacio donde no nos terminamos de acomodar es el del trabajo, a donde ellos trasladaron su mundo de guerras.

Ahora quizá ya no salen a cazar, ni a invadir otros pueblos con flechas, pero inventaron el capital y lo hacen con dinero. Del mismo modo, aunque con distintas herramientas, despojan y esclavizan.

Ahí, en su terreno, somos nosotras, las mujeres que tenemos alguna situación de privilegio dentro de este modelo de explotación, quienes no hemos sabido cambiar la ecuación. Las mujeres “exitosas” son las que han replicado el modelo de los hombres de competir y ganar. El mismo molde de la guerra.

Hagamos el ejercicio, personal -sin ayuda de nadie, sin Google ni enciclopedias- de pensar en 10 mujeres de la historia que hayan provocado cambios profundos. Si logramos recordar a 10 (no porque no haya, sino porque nos han borrado de su historia patriarcal), es posible que no las recordemos conversando o dando algo a los otros, sino compitiendo y peleando.

Ese es el problema que nos ocupa. Ellos en la casa no saben como cuidar (tampoco han mostrado mucho interés por aprender). Y nosotras, afuera de la casa, terminamos repitiendo sus formas de dominio.

No hemos encontrado un modo de llevar para allá nuestras cocinas y nuestras sobremesas. En cambio, aceptamos, sin replicar que tenemos que pelear con sus métodos de guerra.

Es lo que produce, dicen ellos. Pero, ¿qué produce? ¿Qué queremos producir? ¿Dinero? ¿Bienestar?

Hace poco le escuché a mi amiga Guiomar Rovira (gran periodista, académica y persona) una reflexión que no me deja de dar vueltas: los tiempos de la construcción son increíblemente lentos frente a la rapidez de la destrucción.

Ella hace el símil con la construcción de una persona: “Tú la cargas en el vientre nueve meses, le cuidas cuando no puede valerse por sí misma, le enseñas a comer, a caminar, a tener una conciencia crítica… son años de trabajo. Y un día la matan y todo se destruye en ese momento”.

Pienso también en el libro que escribió mi bisabuelo, David Pastrana Jaimes: Mujeres sin Odios, donde planteaba que enseñar a los niños a competir es lo peor que puede pasarle a la humanidad.

Creo que ese es el problema de vernos como guerreras. Y de ir a la guerra para sorrajar a otras mujeres policías, que son hijas, hermanas y probablemente madres de otras mujeres, y de que ellas nos rocíen con gas: que nos falta el plan B.

Es decir, no se trata (sólo) de tirar el patriarcado, sino de pensar una forma alterna de relacionarnos, donde quepamos todas las partes. Donde ponderemos el amor, aunque parezca cursi y romántico para ellos, que han desgastado la palabra.

Por eso Pie de Página es un espacio tan especial. Porque intentamos construir un medio que sale de la lógica del capital y entra en el de la fogata, de la mesa redonda.

Aquí, nuestra voz vale. Hay niños en las juntas, mujeres que amamantan, y decisiones colectivas, aunque sean más lentas y tortuosas.

No hay una compañera que no haya llorado en una junta editorial (frente a la mirada perpleja de los colegas, que nunca saben cómo reaccionar a los motines sentimentales). Ni un día en el que haya sido más importante ganar la nota que no hacer sentir mal a una persona.

Y aunque a veces nos gana la tentación de ir por el camino de ellos, siempre terminamos sentadas a la mesa de la comida haciendo sobremesa, buscando el diálogo, la conversación, la escucha.

Hace poco, un gran amigo me dijo que si quiero que el proyecto tenga éxito debo releer a Sun Tzu. Pero creo que es justamente lo contrario. Porque El arte de la guerra fue escrito por un señor de guerras. Y nosotras tenemos que escribir el arte de la paz.

Por eso, porque queremos sociedades más justas, humanas, solidarias, este 8 de marzo saldremos todas las mujeres del equipo a la calle. Y por eso también, este 9 de marzo nos vamos a paro.

La otra mitad de nuestro equipo tiene la gran oportunidad de hacer un trabajo tan lindo y cuidadoso como el que hacemos nosotras todos los días.

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Guerra y paz

Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.