A pie, en bicicleta o en motocicleta, las mujeres repartidoras en la Ciudad de México luchan también con una batalla adicional a la de los hombres: el acoso sexual
Texto: Caterina Morbiato
Fotos y video: Duilio Rodríguez
El mensaje llega puntual cada día. Lo primero que llama la atención son los emojis que lo adornan. “Buenos días, chicas, les deseo un hermoso día”, se lee entre la imagen de un sol y la de una carita de mujer. “Recuerden que si se sienten en peligro, pueden activar su ubicación en tiempo real. Si fueron víctimas de acoso, me pueden escribir en privado. Chicas, no están solas, no se queden calladas”.
El chat de las repartidoras despierta con el saludo de Stephanie Rojas, creadora de este grupo de WhatsApp. Sus mensajes son un trabajo de cuidado para hacer frente a la inseguridad que pueden experimentar en las calles las repartidoras de aplicaciones como Rappi, UberEATS o SinDelantal.
Stephanie es integrante y vocera de “Ni Un Repartidor Menos”, el colectivo que ha logrado llamar la atención sobre las problemáticas que afectan a quienes trabajan a través de aplicaciones digitales.
Empezó a trabajar en UberEATS hace apenas un año y ya tiene unas palabras para todo: recuerda a sus compañeras que los niños están de vacaciones y que por eso habrá menos pedidos; les dice que por ser temporada de lluvia es mejor llevar la bici o la moto a servicio para asegurarse que estén en buena condición. Los fines de semana, pide a las que trabajan hasta tarde de compartirle su ubicación en tiempo real para estar pendiente de ellas y, en caso de emergencia, intervenir.
En un principio el chat de repartidoras despertó quejas. En los grupos mixtos, varios repartidores exigieron un chat de puros hombres y otros se burlaron, dijeron con sólo mirarlas sus compañeras se iban a sentir acosadas.
“Me di cuenta de cómo los hombres no ven la gravedad del asunto. No ven que de un acoso se puede pasar a una violación, a un feminicidio. Creen que el acoso sólo le pasa a ciertas mujeres, de cierta edad o de cierto estatus social —explica Stephanie—. Hay temas que no se pueden platicar en grupos mixtos y por eso urgía hacer el grupo de chicas: es un espacio en donde ya no se siente atacadas o con el miedo que les vayan a hacer bullying”.
El chat, con alrededor de 50 mujeres, nace de la mano de la Bitácora de Acoso: un registro de las agresiones que pueden ocurrirles a las repartidoras.
“Es una realidad que muchas callamos, por miedo, para que no nos digan que nosotras tuvimos la culpa. La Bitácora de Acoso inició porque yo también fui víctima”, recuerda Stephanie.
Aquel día, la entrega era en uno de esos edificios en donde los vigilantes te acompañan hasta el departamento del cliente. Stephanie había regalado a los vigilantes unos dulces que le gusta repartir cuando trabaja. Cuando se quedaron solos en el elevador, el vigilante empezó a decirle que era muy bonita y le pidió su número de teléfono. Stephanie se negó y, ante la insistencia del hombre, se salió del elevador corriendo.
“Si ya te estoy diciendo ‘no’, ¡quédate con el no! ¿Por qué insistes? ¿Por qué confundes la amabilidad con la coquetería? —reclama—. Hablé con otras compañeras y vi que habían estado en situaciones similares. Esto no puede quedarse así, la gente se tiene que dar cuenta que no sólo le pasa a una, a dos: ¡le sucede a todo mundo!”.
Los casos recolectados muestran que el acoso llega de todos lados: desde los vigilantes que resguardan los edificios, el empleado del restaurante que te entrega el pedido o el comensal que te quiere jalar adentro de su departamento. El trayecto puede estar salpicado de acoso: los chiflidos, los piropos, y hay hasta quien se atreve a nalguearte desde los automóviles.
“Manejamos el anonimato para proteger la integridad de quien pasa por estas experiencias y nos tiene la confianza de contarlas: para que no se dé una revictimización y para que el agresor no sepa de dónde viene la pedrada”.
A menudo, las entrevistas que el colectivo publica en su página Facebook son atacadas por una oleada feroz de comentarios machistas y misóginos.
A las tres semanas de haber empezado a trabajar en UberEATS, Alma García vivió su primer acoso. No esperaba que le sucediera tan pronto. Un empleado de donde suele recoger muchos pedidos usó el número publicado en la aplicación y la contactó por WhatsApp. Alma lo roportó al servicio de soporte de Uber. Busca reivindicar su derecho a seguir trabajando en donde más prefiere pero de manera segura. Además, si las repartidoras deciden no aceptar pedidos de establecimientos porque se sienten, les impacta en sus recursos.
“Sería ideal que las apps capacitaran a sus socios repartidores, y más en específico a las repartidoras, para hacer frente a ciertas contingencias. Pero lo veo lejano. Las apps están haciendo buen dinero: están en este paraíso en donde no hay un marco jurídico regulatorio y así explotan a la gente lo más que pueden”, lamenta.
“La que tengo ahora aquí es Zebra, hay otra que se llama Wave”.
“Las mías son Janis y Berilo, como el colibrí. ¡Todas las bicis que han pasado por nuestras piernas tienen nombre!”.
Cuando Elizabeth Maldonado y Paola Baz hablan de sus bicis, tienen ojos que centellan. Su pasión las hace removerse en las sillas. Las dos son cofundadoras de Rauda, un servicio de bicimensajería operado sólo por mujeres. El nombre lo escogió Elizabeth: agarró un diccionario y se puso a rastrear entre sinónimos; quería encontrar la palabra perfecta, la que transmitiera esa mezcla de adrenalina, aceleración y libertad que se siente al rodar.
“La bici es medio de transporte, herramienta de trabajo y para las mujeres incluso puede ser una herramienta de liberación —explica Paola—. A nosotras, por el simple hecho de ser mujeres, nos acosan un montón en la calle. La bici me da seguridad: mi cuerpo se hace más fuerte, mas ágil y ya no siento miedo de moverme en la noche”.
Paola pensó en dar vida a Rauda después de haber trabajado en servicios de mensajerías locales. A lo largo de su experiencia laboral había notado una discriminación latente hacia las bicimensajeras: se les asignaban menos entregas y eran constantemente controladas para ver si podían cumplir con la carga de trabajo. En Rauda las mujeres no habrían tenido que competir con hombres. Con el tiempo Elizabeth y Paola invirtieron en una bici cargo y establecieron sus tarifas con base en las que manejan las bicimensajerías locales.
“Si hubiéramos tomado en consideración las que manejan las aplicaciones, no estaríamos ganando nada: lo que hacen estas empresas es aumentar la cantidad de mensajeros pero pagándoles menos. Nuestra tarifa menor corre a partir de 50 pesos por envío”, comenta Elizabeth.
En Rauda la mensajera se queda con el 80% de la ganancia del envío que se calcula con base en el kilometraje, la pendiente de la ruta, el peso del paquete y la urgencia de la entrega. Es la mensajera quien rifa su cuerpo, observa Paola, y para ellas es justo que cobre el porcentaje mayor. El restante 20% va a la bicimensajería y se queda como fondo común para solventar gastos de distinto tipo. También cuentan con un protocolo de seguridad que es comunicado a los clientes a la hora de mandar la cotización del servicio.
“A menos de que sean en alguna cafetería o un local similar, todas nuestras entregas las hacemos a pie de calle. Por cuestiones de seguridad no entregamos ni en oficinas, ni en departamentos —cuenta Elizabeth—. También monitoreamos a las mensajeras durante las entregas, esto para checar que no tengan ninguna vicisitud y para informar al cliente sobre el proceso de su pedido”.
Rauda se mueve principalmente en el circuito de los comercios locales. Sus clientes son sobre todo otras mujeres: hay quien dirige una escuela de idiomas y pide servicios de papelería, quienes se dedican a la importación de copas menstruales y otras que preparan productos veganos.
Lo que sus fundadoras han podido notar en este año y medio de vida es que, en lugar de encomendarse a las grandes empresas de logística, estos negocios locales prefieren su joven colectivo por el servicio personalizado que les brinda.
Hay temporadas como estos meses de verano, en que el trabajo escasea y Rauda no rinde mucho; aún así, esta pequeña red de entregas y confianzas crece con lentitud y hace de contrapunto a los ritmos desenfrenados de las grandes cadenas de logística que operan en la ciudad.
A las tres semanas de haber empezado a trabajar en UberEATS, Alma García vivió su primer acoso. Andaba preparada, pero no se esperaba que le sucediera tan pronto. Un empleado del establecimiento en dónde suele recoger muchos pedidos la contactó por WhatsApp.
Como Alma no le había compartido su número, se dio cuenta que el chavo lo había agarrado de la aplicación. La sensibilidad de los datos que circulan a través de las aplicaciones puede dar pie a situaciones como esta y generar una posible pérdida en la economía de las repartidoras —y también repartidores— si éstas deciden dejar de aceptar pedidos de ciertos establecimientos porque se sienten incómodas o poco seguras.
Alma, quien procedió a reportar el acontecimiento al servicio de soporte de Uber, es firme: reivindica su derecho a seguir trabajando en donde prefiere, pero de manera segura.
«Que seas biker, motociclista o caminante, existen complejidades. Sería ideal que las apps capacitaran a sus socios repartidores, y más en específico a las repartidoras, para hacer frente a ciertas contingencias. Pero lo veo lejano. Las apps están haciendo buen dinero: están en este paraíso en donde no hay un marco jurídico regulatorio y así explotan a la gente lo más que pueden», explica.
Alma, que desde hace pocas semanas forma parte del colectivo “Ni Un Repartidor Menos”, se dio de alta en UberEATS como caminante. Caminar, dice, es su manera para relacionarse con la ciudad y consigo misma. Desde que pudo salir sola, cuando tenía unos quince años, empezó a confiar en sus pies la curiosidad de conocer la urbe. Así descubrió rincones que nunca hubiera conocido de no haber tenido esta inclinación de pata de perro. En las calles, también aprendió a no bajar la guardia y a cuidarse de asaltos y tocamientos.
«Por lo mínima que parezca una situación, hay que reportarla. Es muy trillada la frase de ‘la unión hace la fuerza’— ironiza—, pero es verdad: si no nos apoyaos como colectividad, difícilmente van a cambiar las cosas».
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