Migrantes mexicanos alargan el momento de acudir al hospital a pesar de tener síntomas graves de covid-19 por temor a la discriminación y a la detención. Sólo en Nueva York, según la última actualización, han muerto 594 mexicanos
Texto y fotos: Heribert Paredes / Lado B
NUEVA YORK.- El teléfono timbra varias veces, pero nadie contesta. Un día después el teléfono suena y reconozco el número: es el celular de Olivia Tochimani, quien me regresa la llamada. Se trata de una mujer de origen mexicano, que lleva más de 20 años en Nueva York. Trabaja en las tareas de limpieza de casas y nos conocemos por otra entrevista hecha al inicio de esta crisis sanitaria. Nos saludamos como un primer paso antes de hablar de la muerte de su hermano.
El pasado 6 de abril Víctor, de 54 años de edad, falleció a causa de las complicaciones ocasionadas por covid-19 y ella no pudo despedirse. La última vez que habló con él fue a finales de febrero y la siguiente noticia suya fue el anuncio de su muerte en un hospital de Long Island. “Cuando yo tenía una fiesta siempre le llamaba y nos juntábamos, hacía muchas bromas conmigo, guardo su último mensaje con mucho cariño, nos llevábamos bien pero el trabajo no nos permitía vernos mucho”, me dice Olivia con voz pausada.
Originarios de Cholula, Puebla, tras más de 20 años de haberse establecido en la ciudad de Nueva York, los 8 hermanos Tochimani se dispersaron en distintos barrios dentro de las zonas con mayor presencia de migración latinoamericana: Queens y Brooklyn. Víctor trabajó siempre en el manejo de pescado y mariscos en distintos mercados, mientras que Olivia continúa haciendo la limpieza de una casa, a la cual ya va menos veces a la semana, pero sigue atendiendo.
Se calcula que al menos 3 millones de personas inmigrantes (37 por ciento de la población total de la ciudad) son el 44 por ciento de la fuerza laboral. Los que ahora se llaman trabajadores esenciales son quienes sostienen la economía estatal. “El corazón de esta ciudad” les llamó Bill de Blasio, el alcalde de la Gran Manzana. La gran mayoría de esta población es mexicana y es indocumentada: poco más de 700 mil personas entre adultos y menores.
La muerte de Víctor Tochimani es un termómetro de cómo se viven las muertes en buena parte de la población migrante mexicana en Nueva York. Olivia relata que él recurrió al hospital cuando ya tenía severas complicaciones respiratorias, le avisó a otro de sus hermanos, a J.
Un día antes de su deceso fue llevado al Northwell Healthcare Center, en Flushing, Queens, pero horas después fue trasladado al North Shore, University Hospital, en Long Island, debido a la reestructuración del sistema de salud estatal, en la cual los pacientes de covid-19 serían acomodados en los hospitales con mejor capacidad de atención el día del ingreso.
“Mi hermano ya no podía respirar, mandaba mensajes de texto donde decía que tenía miedo de que no lo atendieran, que se sentía mal y que se asfixiaba, J le dijo que se fuera al hospital, ‘te pasa algo y no sabemos nada de ti’. Le dijo ‘llama a la ambulancia, porque si te pasa algo va a ser muy difícil encontrarte, porque nadie te conoce, nadie nos conoce. Al final llamó a la ambulancia”.
La familia Tochimani tardó varias horas en saber dónde estaba realmente hospitalizado su hermano. Víctor dijo, a través de mensajes de texto, que no podía hablar, que estaba en un lugar donde había mucha gente, esperando. A las 10 de la noche del 5 de abril le pondrían oxígeno para ayudarle a su respiración.
“Tuvo dos paros cardíacos y ahí se comunicaron los doctores, a través de su teléfono, para decirnos que nuestro hermano ya no tenía vida normal y pidieron autorización para desconectarlo para evitarle más sufrimientos”, recuerda Olivia.
El periodo en la Unidad de Cuidados Intensivos fue muy corto, ya que debido a complicaciones derivadas de la diabetes que padecía tuvo un colapso que lo dejó en estado vegetativo. “No supimos si realmente sufrió o no, ya no tuvimos contacto con él”.
El hospital a donde llegó Víctor en Flushing, no tenía disponibles los aparatos necesarios para atenderle, por eso lo trasladaron a Long Island y ahí le avisaron a J que su hermano había quedado en coma, que iban a hacer lo que estuviera en sus manos, pero que realmente no le daban muchas esperanzas ya que llegó con los riñones dañados.
Andrew Cuomo, gobernador de Nueva York, ha señalado constantemente en sus conferencias matutinas, que la situación de los insumos en los hospitales estuvo en una situación de colapso entre mediados de marzo e inicios de abril. Desde que se anunciaron las medidas de distanciamiento social, el demócrata ha explicado en qué consiste la reconversión del sistema de salud en el estado de Nueva York para resolver este colapso.
Se ha borrado la diferencia entre los hospitales públicos y privados para atender a todos los pacientes de covid-19. “Lo que tratamos de hacer es repartir todos los insumos de EPP (Equipos de Protección Personal) a todos los hospitales y luego, el excedente queda en reserva para que se vaya utilizando según las necesidades de cada hospital, pero también se acomoda a los pacientes en el mejor hospital posible en el momento requerido”, aseguró el 31 de marzo.
Lo que causa desazón es que toda esta información no es accesible a la mayoría de la población inmigrante indocumentada. El idioma y la falta de recursos no ayudan. Para familias mexicanas como la Tochimani, la atención en hospitales causa temor, angustia, por la discriminación de la que pueden ser víctimas, pero también por las detenciones que los servicios migratorios han estado llevado a cabo este año, a pesar de que este estado es considerado santuario.
Para Marco Castillo, mexicano residente en Nueva York y miembro de la Red de Pueblos Transnacionales, el acceso a los servicios de salud tiene una carga de aversión debido a que ha sido históricamente un privilegio. “Estos servicios no están abiertos a las comunidades migrantes, son asumidos como un privilegio y la mayoría de la gente trata de no ir o de procurarse la salud de otra forma, no es tan fácil que se le tenga confianza de un día a otro a los hospitales”.
La mayoría de migrantes tienen miedo de perderlo todo, incluyendo la vida. Es el caso de Sonia Castrejón, quien enfermó de covid-19 hace casi un mes y espera no necesitar un hospital. Originaria de Michoacán, hace 22 años que vive Nueva York y hasta antes de la cuarentena trabajaba en la limpieza de oficinas y como ayudante en zonas de construcción.
Sonia es diabética e hipertensa y está en el grupo de personas en alto riesgo de contraer el virus. Platicamos a través de una llamada de Zoom; su semblante es tranquilo, pese a que confiesa que se ha sentido muy mal.
“Estuve dos semanas con mucha fiebre alta, con mucho dolor de cuerpo, tuve miedo a ir al hospital por mis enfermedades previas. Preferí aislarme en mi casa, con mucho remedio casero, y desde hace 4 días ya me siento un poco mejor, pero aún tengo mucha fatiga cuando hablo mucho o camino en la casa”.
Los servicios médicos en Nueva York están a su máxima capacidad, todos los hospitales están abocados casi en su totalidad a la atención de pacientes con covid-19 y las necesidades de equipos de protección personal han superado lo imaginable. Para finales de la segunda semana de abril el gobernador del estado se muestra positivo frente a la situación y asegura que «lo peor ha pasado», pero que es necesario no confiarse para que no haya una segunda ola de contagios masivos.
Sin embargo, recopilando testimonios e información al respecto, entre la población migrante latinoamericana se mantiene el temor de llegar a un hospital y no ser atendido a tiempo para salvar la vida. “Un familiar mío tuvo que ir al hospital, se formó mucho tiempo y le pidieron su número de seguridad social, como no tiene, lo pasaron a otra fila y fue de los últimos recibir atención», me cuenta un trabajador mexicano que prefiere no dar su nombre.
La experiencia de asistir a un hospital ha resultado traumática, no por la atención del personal médico, que trabaja incansablemente, sino por las desigualdades económicas y sociales que preceden a la propagación del virus y que se agudizan en momentos de crisis como este. “Nos agarró esta situación con los ojos vendados”, confiesa Olivia.
“Hay una relación directa entre el colapso de los servicios médicos y sus capacidades de atender a las personas vivas y las capacidades de atender a las personas muertas. En este momento el hospital se convirtió no sólo en el lugar para curarte, sino para administrar la muerte y acompañarla”, explica Marina Álamo Bryan, doctorante del Departamento de Antropología de la Universidad de Columbia, mexico-estadounidense especialista en temas de burocracia y contextos forenses.
Para Marina, lo que pasó en Italia con los cuerpos de las personas fallecidas por covid-19, fue una situación que se salió de control por el aumento disparado en las cifras. “Las morgues de los hospitales, en general, son relativamente pequeñas, están diseñadas para recibir un flujo de muertes ordinario, y ahora en Nueva York, también se dispararon las cantidades de muertes e hicieron que ya no fuera factible manejarlas con la capacidad de los hospitales”.
Ante esta situación, la indicación que ha hecho pública el Consulado General y que aplica para las y los migrantes de Nueva York, New Jersey, Connecticut y Rhode Island es: al morir una persona por covid-19 tiene derecho a un acta de defunción y a un apoyo económico para la familia; debido al riesgo sanitario no hay repatriaciones hasta nuevo aviso, pero se expiden permisos para que las familias puedan llevar a su lugar de origen las cenizas. Esto comenzó a informar Jorge Islas, cónsul general, en una transmisión en Facebook Live, a partir del 15 de abril.
El funcionario mexicano subrayó que sabe dónde están todas y todos los mexicanos que han fallecido por el virus –594 personas tan sólo en el estado de Nueva York, según la última actualización–, sin embargo, queda la duda de cómo han podido recuperar estos datos y si esto incluye a quienes no se han registrado en el Consulado previamente a esta crisis, sean o no indocumentados.
A pesar de las llamadas telefónicas, de algunos correos enviados para intentar entablar comunicación con el personal del Consulado, y de que hubieran habilitado más números telefónicos, no fue posible entrevistar directamente a nadie. Esta situación se ha convertido en una queja constante en redes sociales: la mala o nula comunicación con la representación del gobierno mexicano en esta región.
Luego de múltiples intentos, la familia Tochimani logró contactar al personal de atención de la Ventanilla de Salud, aunque de manera tardía y sólo para solicitar información y apoyo en la elaboración del acta de defunción y preguntar sobre la posibilidad de repatriar el cuerpo de Víctor, pero sólo fue informada de las disposiciones sanitarias, se le tramitaron los documentos necesarios y no se habló de ayuda monetaria para cubrir los gastos funerarios y la cremación.
“No hemos recibido ningún apoyo económico de parte del Consulado, como no le contestaban casi siempre, tuvimos que resolver. Somos varios hermanos y nos vamos a dividir el gasto, en total son 3 mil 500 dólares por los gastos de la funeraria y la cremación. Nos pidieron que el dinero lo tuviéramos rápido para poder tener el velatorio”.
Olivia tiene voz cansada cuando habla de los servicios funerarios de su hermano Víctor, “batallamos para conseguir la funeraria, porque ahora hay mucho difunto, demasiados. Mientras esperamos a que pasaran los días antes del velatorio que nos autorizaron, de 2 horas solamente, pienso que su cuerpo estuvo en las hieleras o los refrigeradores. En el hospital no se están quedando. Uno acaba de existir y lo sacan a los vagones”.
“El trayecto –señala Álamo-Bryan– entre que una persona muere a que sea cremada o enterrada es muy largo, no es sencillo en condiciones normales, y en condiciones no normales esto se exacerba”.
Las familias están solas en este proceso, ni los hospitales ni el consulado les han ayudado mucho, unos por saturación de trabajo y otros por falta de indicaciones claras a tiempo.
Antes de ser incinerado, el cuerpo de Víctor seguramente tuvo que pasar 14 días en uno de los contenedores temporales que se han habilitado en trailers a las afueras de cada hospital, finalmente el pasado 17 de abril, su cuerpo fue incinerado.
Las funerarias están saturadas y muchas de ellas han cerrado porque su personal ha enfermado también. Por el momento las exequias duran un máximo de 2 horas y luego se creman los cuerpos. Incluso el cónsul mexicano afirmó el pasado 15 de abril, que de las funerarias con las que trabajan, una de ellas, Funerales Rivera, ya no era opción para estos servicios porque todo su personal había enfermado y cerraron la empresa.
El pasado 30 de abril ocurrió algo que podría repetirse tomando en cuenta el protagonismo que ha tomado la muerte en la versión neoyorkina de la crisis sanitaria: de acuerdo con reportes de la prensa local, vecinos de un barrio de Brooklyn alertaron a la policía que a las afueras de una pequeña funeraria había dos vehículos de donde provenía un olor nauseabundo.
Tanto la policía como personal sanitario autorizado confirmaron que al menos una docena de cuerpos en severo estado de descomposición estaban almacenados en estos dos vehículos, uno de ellos una morgue móvil y el otro un camión pequeño de mudanzas. Todos los cuerpos fallecieron por covid-19. El colapso del manejo de la muerte es innegable.
“La industria del cuidado de los muertos está bajo mucho estrés. Es igual de grave que se enfermen todas las enfermeras y doctores de un hospital, ¿y entonces quién cuida a los enfermos?, a que toda la gente de una funeraria se enferme, ¿y entonces quien entierra a los muertos?”, concluye al respecto la doctorante de Columbia.
Tradicionalmente las comunidades migrantes mexicanas, muchas de ellas indígenas, han enterrado y no cremado a sus muertos. El apego a la tierra ha sido fundamental en el desarrollo de la cosmovisión que se transmite –incluso en nuestros días– de generación en generación.
La incineración es algo que no se contempla, algo que no deja un lugar para llevarle flores a la persona difunta. No existe el regreso a casa con la cremación y esto será un golpe muy difícil para las familias que han tenido que incinerar a sus miembros luego de morir de covid-19.
En el caso de los migrantes mexicanos, la expectativa de ser enterrados en México, “es algo muy significativo, aunque la gente lleve 30 años en Estados Unidos” dice Álamo-Bryan. “Tal vez la pandemia modifique procedimientos mortuorios futuros para la identidad migrante, pues son este tipo de eventos históricos los que van cambiando el habitus social, las tradiciones”.
La discusión sobre la muerte por covid-19 es un terreno aún con poca exploración, plantea retos éticos, médicos, identitarios, religiosos y de lazos sociales. Lo que el último episodio de la vida de Víctor Tochimani deja ver lo necesario que resulta contar con una comunidad que tome decisiones en caso de una muerte inesperada. La muerte es una experiencia radical de soledad y ante ello no es fácil tejer nuevos vínculos, dependemos en gran medida de las redes que ya existen o que hemos construido.
“La primera vez que platiqué esta situación fue con algunas compañeras de trabajo, pero debe ser muy difícil cuando no se tiene a nadie con quien hablar”, afirma Olivia desde el otro lado del teléfono.
Fotógrafo y periodista independiente residente en México con conexiones en Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Cuba, Brasil, Haití y Estados Unidos.
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona