El Estado mexicano realizó 250 detenciones ilegales, desde 1996 a la fecha en Loxicha, Oaxaca. Hubo 200 casos de tortura, 80 cateos ilegales, 50 ejecuciones extrajudiciales, 30 desapariciones forzadas, 160 personas presas por motivos políticos. Además, implicó un número indeterminado de abusos sexuales, hostigamiento, amenazas de muerte y procesos penales irregulares (tercera parte)*
Texto: Miguel Ángel Maya / El Muro
Fotografía: Antonio Mundaca
Video: Karen Rojas Kauffmann
SAN AGUSTIN LOXICHA, OAXACA.- Las balas perforaron el cuerpo de Fidel. La sangre se deslizó sobre su piel y nadie supo cuáles fueron sus últimos pensamientos. Él era funcionario municipal cuando murió durante los ataques en La Crucecita Huatulco, Oaxaca, hace 23 años. Este homicidio desató una cadena de tortura, violación y muerte contra el pueblo loxicha.
El Ejército Popular Revolucionario (EPR) reivindicó esos ataques en 1996. Los guerrilleros se prepararon en las inaccesibles laderas de San Agustín Loxicha, un municipio oaxaqueño enclavado en la sierra sur.
“Ahí fueron entrenados”, aunque ahora sus habitantes lo nieguen, dice un poblador que en aquel entonces tenía 16 años y asegura que participó en el movimiento. Las promesas de dinero, tierras y un mundo mejor fueron la doctrina perfecta para crear un pequeño ejército que no hacía preguntas, asegura este testigo que pidió el anonimato y a quien llamaremos Juan.
Durante la represión a los pueblos loxichas, según datos de organizaciones civiles, el Estado realizó 250 detenciones ilegales, desde 1996 a la fecha. Hubo 200 casos de tortura, 80 cateos ilegales, 50 ejecuciones extrajudiciales, 30 desapariciones forzadas, 160 personas presas por motivos políticos. Además, implicó un número indeterminado de abusos sexuales, hostigamiento, amenazas de muerte y procesos penales irregulares.
Las angostas calles de San Agustín esconden un extraño mundo. Una mezcla malograda de tradición y modernidad con casas de lámina de color café corroídas por el sarro, mansiones de cemento que se aferran al suelo y casas de madera que simulan las de Estados Unidos.
Han pasado 23 años desde que la guerrilla se manifestó públicamente en la región. Hoy, San Agustín Loxicha es un rompecabezas de grupos sociales que luchan por el control del dinero que el gobierno del Estado manda para controlar y dividir.
En San Agustín Loxicha el miedo se percibe en el aire. Las calles de la población esconden secretos que nadie quiere decir ni recordar. Secretos que aún calan la memoria de los descendientes de aquellos guerreros zapotecas. En algunas cabezas aún retumba el sonido de los cuernos de chivo.
Algunos habitantes de San Agustín lo explican de la siguiente forma: el gobierno, en su afán de mostrar fuerza, destruyó la unidad de su pueblo. Uno que por milenios basó su sociedad en el apoyo comunitario.
“Deshicieron una organización que ponía en riesgo la hegemonía de un sistema político corrupto e inservible”. Así lo dice una persona de las que estuvieron presas, esas que no pueden dar sus nombres por que ya no quieren problemas.
El EPR apareció públicamente el 28 de junio de 1996 en el vado de Aguas Blancas, en Guerrero. Lejos de la zona Loxicha. Lo hizo un año después del asesinato de 17 campesinos de la Organización Campesina de la Sierra del Sur, destaca Betzabé Mendoza Paz en su investigación Participación social armada en Oaxaca. Ejército Popular Revolucionario, publicada por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
La investigación de Mendoza Paz reconoce que 14 organizaciones confluyeron en el EPR. Entre ellas, destacó el Partido Revolucionario Obrero Campesino Unión del Pueblo (PROCUP), que a su vez provenía de la Unión del Pueblo (UP), surgido en Oaxaca en 1977 en atención a la destitución del gobernador Manuel Zárate Aquino.
Nadie supo cómo, pero llegaron. En la década de los ochenta, en San Agustín Loxicha, la ley del más fuerte se aplicaba en su máxima expresión. Los Vásquez eran temidos, andaban a caballo y bien armados. Tomaban lo que querían, el cuerpo de una mujer o una vida, no les importaba, explica “Juan”.
Después de 21 años de su formación, en 1985, el PROCUP contaba con una organización fachada en Oaxaca: el Frente Nacional Democrático Popular, que se presume era dirigido por Felipe Martínez Soriano, exrector de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO). También fue integrado por el Partido de los Pobres (PDLP) y las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), destaca el documento Participación social armada en Oaxaca.
Las fuerzas del Estado apenas si habían escuchado hablar de Loxicha, tierra que ni en otra vida pensaron pisar. El cansancio de los indígenas los llevó a la radicalización. Y también a medidas desesperadas, a confiar en gente con desconocidas intenciones. La Organización de Pueblos Indígenas Zapotecos (OPIZ) tomó fuerza ante la falta de atención gubernamental y la lucha social de poco llamó la atención de las autoridades estatales. Pero no era suficiente, la región Loxicha necesitaba una limpia y fue así que llegó también la lucha clandestina.
Es justo en 1981, cuando se tiene registro oral de la llegada de los primeros capacitadores a San Agustín Loxicha. Impulsaron la fusión entre organizaciones con el objetivo de gestar una “guerra popular prolongada” en Guerrero y Oaxaca, afirma la investigación de la UNAM.
En 1981, Alberto Antonio Antonio llegó a la comunidad de la Conchuda, Loxicha, con hombres desconocidos: “Fue la avanzada”, recuerda Juan. Eran los capacitadores, principalmente extranjeros, cubanos y españoles quienes tenían la encomienda de entrenar a los indígenas para “defenderse”.
El objetivo, dijeron, era librarse de los caciques, no importaba la forma ni la sangre derramada, sino la eficacia del acto, y lo lograron. En varios años el cacicazgo en Loxicha desapareció, todos fueron asesinados y la paz, si así se puede llamar a una paz con armas, floreció en las más de 30 comunidades que conformaban este municipio.
La organización, sin nombre para los xiches, fue amo y gobierno de la zona. Ellos ejecutaban y sentenciaban, decidían quién vivía y moría. Además de quien ingresaba a las filas del naciente grupo armado, algunos por gusto, otros por la fuerza.
Debido a que en 1984 resurgió públicamente el PDPL con la UP como sus cuadros militares de combate, se hicieron evidentes los vínculos que años atrás tejieron las guerrilleras Adela Álvarez Ríos, en Guerrero, y Lidia González Luján en Oaxaca, entre organizaciones armadas que parecían divididas. Este acercamiento forjó la constitución del PROCUP-PDLP, especifica Mendoza Paz.
Los indígenas no compraron armas, se las facilitaron. Llegaban de fuera, junto a los capacitadores. Los xiches nunca preguntaron con qué dinero las compraban y cómo hacían para transportarlas. Ellos sólo disparaban.
La organización del grupo no era complicada, pues en cada comunidad había representantes, quienes daban a elegir a los indígenas en dónde querían participar, si en el grupo civil, o en el armado, el incipiente EPR. El primero se encargaba de las marchas, el segundo de las ejecuciones.
“Llegaban Juan Sosa Maldonado, además del hermano de Lucio Cabañas, David Cabañas, no daban los nombres, pero venía gente de Cuba y de España. Ni a nosotros nos enseñaban los rostros”, dice Juan mientras esboza una sonrisa.
El documento de la UNAM señala que existe la certeza de que elaboraron un “curso de inteligencia” con el fin preparar grupos en Guerrero, Oaxaca y el entonces Distrito Federal. A través de esto, se impartió preparación ideológica, política y operativa para instituir nuevos oficiales y agentes que fueran capaces de coordinar “bases secretas” y “unidades temporales de información”.
Se preparaban en la casa de Alberto Antonio Antonio. De ahí se trasladaban al río de Llano Maguey Loxicha para las prácticas de tiro. Ahí estuvieron Marcelino y Anselmo, quienes ya fallecieron, los mismos de la OPIZ los mataron cuando hubo división, recuerda el xiche, ahora exiliado.
En cada comunidad armaban grupos de 50 combatientes. Cada pelotón de 12 y cada comando de cuatro, recuerda Juan. “Había dos formas de entrar al grupo: uno era de manera voluntaria y el otro para pagar una falta o delito. En la primera podías salirte cuando quisieras y en la segunda, no; desertar significaba la muerte”.
Así pasaron 15 años en los que los miembros de la guerrilla de San Agustín Loxicha fueron adoctrinados hasta el punto de no preguntar cuál era el objetivo, sino cuándo se atacaría. Fueron entrenados hasta para crear fuego, cuidando de que el humo se visibilizara muy lejos del origen, o cuando amarraban un mecate a los pies de los que dormían, y cuando había problemas, el vigía solamente tiraba de ella.
De 1981 a 1996 durante el proceso de formación, empezaron poco a poco a “limpiar” porque a la comunidad llegaron como policías y todas las autoridades iban a las reuniones en las noches. “Nos prometieron acabar con los caciques, con los que robaban”, insiste Juan.
Había un estatuto escrito y todo el pueblo tenía uno, pero cuando la represión llegó, todos se quemaron por temor. “Siempre hablaban de caciques, de los que roban, de los que matan, que iban a acabar con ellos, porque antes, los Vásquez eran los enemigos, eran pistoleros y podían hacer lo que querían”.
Empezaron muy discretamente en cada comunidad, por eso tardaron, además de que tenían miedo. Poco a poco fueron dejando las armas en cada agencia. “Nunca se vieron militares o policías antes del ataque, toda la gente estaba callada”, además de que los amenazaban con ajusticiarlos si es que hablaban.
Juan tenía 17 años y apenas llevaba dos meses entrenando cuando lo invitaron a la “fiesta”. Irían a la playa, a comer, a beber y bailar. A él no le entusiasmó la idea. Pidió no ir y lo aceptaron, con la condición de que llenara la camioneta de redilas con las armas y así lo hizo.
“Nos dijeron que nos iban a dar botas nuevas, suelas nuevas, cantimploras. Van a ir a la playa y van a hacer una fiesta en donde vamos a bailar, vamos a beber y comer”. Podía negarse, ya que entró como voluntario al grupo armado. Muchos otros no tuvieron esa oportunidad, pues al cometer una falta, estaban obligados.
“Uno de mis familiares se puso contento y trató de convencerme de ir. Desde esa fecha no lo he visto de nuevo”. Juan no quiso ir debido a los rumores, a muchos otros les ofrecieron 500 pesos y fueron, era mucho dinero para un indígena zapoteca.
Uno de los líderes le dijo a Juan que no fuera porque algo grave pasaría: “Para mí ya es tarde, porque estoy metido muy adentro pero tú no vayas”. Así que al final, el joven no fue. Acarreó las armas a la camioneta y nunca más supo de los líderes, de los reales. No de los que detuvo el gobierno del Estado de Oaxaca.
Él no estuvo en el ataque de La Crucecita pero muchos de sus conocidos, sí. Nunca habían escuchado en San Agustín Loxicha el nombre del Ejército Popular Revolucionario hasta que el 28 de agosto, atacaron bajo esa bandera. Lo que al final trajo muerte y fuego para su pueblo.
“Nos decían que había que estudiar y prepararse para que el gobierno no te castigue. Y te daban buenas clases, nadie sabía nada más, excepto los jefes”, pero cuando estaban bajo fuego y perseguidos, todo cambió.
Llegaron a la Crucecita, Huatulco, un día antes de la acción en una camioneta de redilas color rojo con el logotipo de San Agustín Loxicha. Toda la gente se preguntaba qué hacían. Ellos respondieron que buscaban trabajo de peones. Pero realmente estudiaban los puntos donde había policías. En la noche el ataque inició.
“Estuvieron los de Magdalena Loxicha, Cerro Cantor, Tierra Blanca, Llano Maguey, Santa Cruz Loxicha, Río Santa Cruz, Copalita y todos tenían seudónimos para que no los reconocieran”, recuerda Juan.
Una vez que terminó la reyerta, la señal para reconocerse entre camaradas era levantar la gorra. Fue entonces cuando al regidor de Hacienda, Fidel Martínez, lo mataron. “Pero no lo mató la policía, sino una equivocación. Venía de frente y sus compañeros le dispararon porque no levantó la gorra”.
A un indígena se le durmieron los pies y ya no pudo caminar por lo que lo dejaron y lo mataron los militares. Mientras que los xiches, en una fosa, enterraron a un policía federal. “De ahí enterraron todas sus armas, pero luego los encontró el Ejército”, narra Juan.
Cada uno huyó como pudo, unos se trasladaron en camionetas y a esos fueron a los que detuvieron primero. “Un señor que perdió a un hijo les preguntaba a los líderes dónde estaba. Y le decían que lo mandaron a Tijuana a prepararse y que algún día va a regresar. Me costó decirle que su hijo estaba muerto”, dice Juan.
Hasta ocho días tardaron algunos en regresar a sus casas, sin comer, sin descanso, sin nada. Pero llegaron. La mayoría para ser detenidos por el Ejército, “los jefes de la guerrilla los soltaron como chivos, cada uno buscaba cómo salir”.
En este momento comenzó la historia de terror para el pueblo de los tejones, lo que significa Loxicha en lengua zapoteca (Lom-lugar-Xis-tejones), con detenciones arbitrarias, ejecuciones extrajudiciales y torturas. Juan señala que al pueblo se infiltraron de todas las formas posibles, aprovechándose de la pobreza y ofreciendo dinero para acusarse entre sí. Aunque los que lo aceptaron ya están muertos. La mayoría de ellos fueron asesinados por los propios integrantes de la guerrilla.
Contenido:
1a entrega: Una viuda contra los “guardias blancas”
2a entrega: Los guerrilleros Loxicha; la permanente sombra del destierro
*Esta investigación es resultado del programa Refugio Temporal para Periodistas en Riesgo del área de Libertad de Expresión de la Red de Periodistas de a Pie. Fue realizada por el colectivo Ensamble de Oaxaca, que agrupa a los medios Página 3, El Muro e ItsmoPress
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