¿Por qué tuvimos que esperar a que Grupo México derramara 3 mil litros de ácido sulfúrico en el Mar de Cortés para indignarnos y para ocuparnos de los efectos de la megaminería en “el gran acuario del mundo”?
Tengo una gata que por las noches se siente jaguar, una perra que se come las croquetas de la gata, y unas tortugas más domesticadas que un perro.
Creo que ninguno sobreviviría fuera de mi hogar: La gata, aunque es independiente y ladina —como cualquier gato— toca con su patita la puerta del cuarto al que quiere entrar y no deja en paz a mi madre cuando quiere comer. La perra, que ya está ciega de vieja, se instala en la cama que más le gusta —con excepción de la de mi madre— y no hay poder humano que pueda hacerla perder el territorio conquistado. Y las tortugas, que son unas cazadoras con cualquier especie animal que entra en su pecera, se alborotan cuando se acerca un humano y, como en caricatura, lo siguen para el lugar en el que se mueva.
En mi casa todos menos mi madre somos bastante animaleros. Mis hijos más. Si por ellos fuera tendríamos hasta una cabra. Alguna vez tuvimos un pato. Se lo regalaron a mi hijo en un intercambio escolar y cuando fue demasiado grande lo fuimos a dejar al parque México. Lo tuvimos que llevar de noche para que los demás patos no lo mataran, porque los patos son muy territoriales, según nos explicó entonces el encargado. Que se enferme un animal es una verdadera tragedia familiar, ya no digamos que se muera el gatito enfermo que encontramos en la calle. Lo más complicado es en los temblores, porque mi hijo no sale de la casa si no es con los animales y ellos (sobre todo los gatos) suelen esconderse antes de que la tierra se empiece a mover.
Yo hace tiempo me pregunto si le estamos haciendo bien a los animales quitándoles su animalidad. Nada me quita la idea de que los humanos somos tan egoístas que nos aferramos a ellos para que nos acompañen —no es su decisión ni la pueden interpelar— aunque en ese camino los humanicemos, como si nosotros fuéramos el mejor modelo de las especies del planeta.
No lo digo sólo por quienes tienen perrijos, ni siquiera por los que llegan al absurdo de ponerles botines para anularles las patas a los pobres animales. Lo digo por toda la narrativa que nos rodea. Las películas de Disney, por ejemplo, que han ido involucionando de tal modo que cada vez los animales son menos animales: pasamos de dos perros humanoides que se enamoran con espaguetti pero tienen problemas de animales, como la perrera, a una segunda parte de La Dama y el Vagabundo en la que la familia perrohumana creció y el centro de la historia es un insufrible conflicto familiar de un hijo adolescente con su padre. O los documentales de Animal Planet, donde los narradores reconstruyen diálogos de los animales a partir de pensamientos humanos.
No voy a meterme aquí en el tema de la inteligencia animal porque eso da para una tesis. Más ahora, que la foto del orangután de Bormeo nos recordó que desde 1994 se han documentado historias de monos que utilizan herramientas (los chimpancés de Senegal, los capuchinos de Panamá, orangutanes de Sumatra). Tampoco pretendo discutir sobre la animalidad de los humanos.
Pero hace unos meses vi un documental que me perturbó profundamente y que me ha hecho pensar mucho sobre sobre la humanidad de los humanos, la animalidad de los animales, el planeta y el capitalismo: El filósofo en la arena, una producción México-española dirigida por dos jóvenes cineastas mexicanos (Aarón Fernández y Jesús Muñoz) que reconstruye el pensamiento del filósofo francés Francis Wolff sobre la tauromaquia.
De Wolff se puede decir que es un profesor emérito en una de las universidades más prestigiosas de Europa (la École Normale Supérieure de Paris), con obras traducida a seis idiomas, incluidos el chino y el árabe, y uno de los más reconocidos especialistas en Sócrates y Aristóteles. Pero lo que más me llama la atención es que ha filosofado sobre pasiones cotidianas como el amor (No hay amor perfecto, 2016); la música (¿Por qué la música?, 2015) y los toros (Filosofía de las corridas de toros, 2012)
El documental tiene la enorme virtud de sacarnos de la zona de confort para escuchar a los otros, sobre todo a los que no piensan igual. El hilo de argumentos del filósofo y el propio aprendizaje de los directores, que al inicio saben muy poco de la tauromaquia, logran algo muy extraño: hacen parecer progresistas a los defensores de la fiesta brava y muestran las contradicciones de sus detractores.
Contrasta nuestra idea de humanidad, en un mundo egoísta ante el dolor humano (por ejemplo, de millones de desplazados por guerras o pobreza), y nuestra idea de la animalidad a partir del encierro de los animales, porque su vida en libertad es bastante más dura de lo que pretendemos creer.
Sobre todo, pone en la mesa el problema de la invisibilidad de la muerte. Porque nos lastima la muerte que se exhibe en la plaza, pero ignoramos y normalizamos la muerte cruel y masiva que cada día genera la industria alimentaria del mundo.
Vemos normal tener encerrados en los zoológicos (no reservas) a animales que deberían recorrer sabanas y selvas, pero que están atrapados para que los niños se diviertan (o, en el mejor de los casos, los aprendan algo de esas otras especies) y pagamos sin pudor por un espectáculo de delfines.
El paquete marino del Acuario Inbursa, por ejemplo, cuesta 215 pesos e incluye ver pingüinos. Caray, ¿no les parece absurdo tener pingüinos en el verano de la contaminada Ciudad de México?
Más allá del efecto directo que puedan tener los animales encerrados en la pecera (aunque sea pecera de oro) mantener su espacio en la temperatura que requieren implica un gasto de energía que no necesitamos. Menos si consideramos que una tercera parte de los gases de efecto invernadero que provocan el calentamiento del planeta vienen de la generación de energía eléctrica, y ese calentamiento está acabando con el hábitat natural de los pingüinos. Y todo, para poder tenerlos en exhibición, como al King Kong.
En los últimos años he presenciado en muchos lugares la potencia de esa vida animal que no es nada fácil ni cómoda. Puedo asegurar, sin duda, que entre decenas de imágenes de belleza, nada ha sido más impactante que el Mar de Cortés.
Yo había conocido ese mar de niña, en un memorable viaje familiar a Sonora y Baja California Sur, y recordaba Loreto y Mulegé como las playas más hermosas que había visto en mi vida. Pero nada se compara con sentir su noche fría en una panga de pescadores cucapá, la oscuridad estrellada de altamar o el silencio atento para escuchar el canto del animal más grande y más viejo del planeta: la ballena azul.
En ese mar de luces y sombras que pueden hipnotizar a cualquier marino, entendí con claridad las contradicciones de nuestro animalismo urbano.
En las grandes ciudades modernas estamos empeñados en sacudirnos la barbarie y no somos capaces de ver la barbarie de nuestra limitada vida civilizada.
Cubrimos nuestras conciencias dejando de usar popotes y bolsas de plástico (no digo que esté mal hacerlo, pero eso no es suficiente). Nos compramos sin dudar la idea de que la culpa de la extinción de la vaquita marina es de los pescadores, a los que se les impone una veda de pesca. Y no preguntamos cuál es el impacto que tienen, en el hábitat de la vaquita, la actividad hotelera de Los Cabos o los enormes gajos en la tierra que todos los días hacen los dos hombres más ricos del país con sus empresas mineras.
Me pregunto, por ejemplo, ¿por qué tuvimos que esperar a que Grupo México derramara 3 mil litros de ácido sulfúrico en el Mar de Cortés para indignarnos y para ocuparnos de los efectos de la megaminería en “el gran acuario del mundo”? ¿Por qué no reclamamos antes? ¿Por qué no pedimos una veda para la producción minera cerca del mar?
Pero hay un poco de hipocresís civilizada en toda esta discusión. Porque el nivel de consumo de las ciudades, sobre todo de las grandes ciudades modernas en las que queremos vivir (y de las que no queremos provarnos), hace insostenible la vida en el planeta. Porque no queremos que haya aeropuertos pero si viajamos en aviones. No queremos refinerías pero no dudamos en llenar de fotos nuestros Instagram, o dejamos de usar papel, sin la menor idea de la carga de energía que requiere tener prendidas las computadoras que sostienen la Internet . Comemos ensaladas con rica quinoa, aunque eso implique traerla de un lugar lejano. Porque, como bien dijo alguna vez mi colega Robin Canul: ¿quién se atreve a perder sus privilegios?
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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