La furia de los más jóvenes se enfrenta a una represión inédita, diseñada para defender intereses de empresas que se vieron afectadas por el paro. Ante la decepción provocada por unos Acuerdos de Paz que no pusieron diques al despojo, los jóvenes forman la primera línea del campo de batalla, con un alto costo: han sido cegados, violados, asesinados
Texto: Daniela Pastrana
Fotos: Luis Robayo / AFP y Cindy Muñoz
BOGOTÁ, COLOMBIA.- Balas dirigidas a los ojos de los manifestantes, no para matar, sino para cegar, mutilar. Para dejar una marca indeleble en el cuerpo de quienes protestan. La primera vez que oí hablar de esto fue en Chile, en las protestas de noviembre de 2019, que dejaron más de 400 personas con lesiones oculares. Los testimonios me provocaron el mismo terror que cuando leí por primera vez las historias del régimen de Augusto Pinochet.
Lo vuelvo a escuchar ahora en Colombia, durante los trabajos de la misión internacional de verificación de derechos humanos que visita el país del 4 al 12 de julio: son 88 casos documentados por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y Paz (Indepaz). Seis son mujeres. Cuatro son menores de edad. Adolescentes que están ciegos por participar en las protestas del Paro Nacional que inició el 28 de abril, que ha tenido como protagonistas principales a los jóvenes.
Sus rostros mutilados circulan en redes sociales, como el de Juan Diego, un chico rubio con cara aniñada que tiene un parche en el ojo derecho y lágrimas en el izquierdo, mientras da su testimonio de la agresión que sufrió de las fuerzas antimotines en la protesta del 14 de mayo en Pompayán*:
“Me encuentro en la primera línea y no creí que fuera a ser uno más de esas víctimas que ha dejado la fuerza represiva el Estado… creo que la sensación fue que… es…. de que… iba a morir (…) El dictamen médico todavía no aclara si tengo pérdida de la vista, o no, lastimosamente todavía no puedo ver (…) En este momento quiero darle las gracias a las personas que han estado pendiente, y ni un paso atrás amigos. Lastimosamente esto me tocó a mí, pero con el ojo que tengo sigo viendo un mejor país y un futuro mejor para mi familia…”.
La lesión de Juan Diego no fue por una bala, como la mayoría de los casos documentados, sino porque fue arrollado por una tanqueta del temible Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), la fuerza policíaca creada en 1999 que tiene un récord de violaciones graves a derechos humanos. Pero ilustra bien la saña con la que el gobierno de Iván Duque ha tratado a los jóvenes que protestan.
Una crueldad extrema que, en el segundo día de trabajo de la misión internacional de verificación de derechos humanos, expone Beatriz Puerto, con las conclusiones de la misión de observación catalana que estuvo aquí hace unas semanas:
Documentamos que les han rociado una mezcla de ácidos con el agua que les chorrean de las tanquetas y que les dejan los cuerpos marcados. Hemos visto marcas que no voy a describir aquí por respeto a las víctimas”.
Matías Vallejos dirige la fundación Los ojos de Chile, que da acompañamiento con un enfoque psicosocial a las familias de personas mutiladas por la policía durante las protestas de noviembre de 2019. Viene a Bogotá como parte de la delegación chilena en la misión de verificación y explica que esta práctica de control social no es tan nueva. De hecho, la fundación ha documentado su uso en una decena de países.
“El patrón de ataque ocular por parte del Estado se viene desarrollando y evolucionando desde el conflicto palestino-israelí”, dice el activista.
En ese conflicto, cuenta, de 1985 a 1993 se registraron 173 víctimas de trauma ocular. Pero nada se compara con el caso chileno, que en sólo seis meses, generó más de 460 víctimas de traumas oculares.
La explicación provoca escalofríos: “El patrón de esta conducta tiene que ver con un cambio de paradigma de violencia policial, desde un traspaso del derecho a matar al derecho a discapacitar, siendo argumentado como más humanitario, por así llamarlo, de no terminar con la vida de las personas. Esto tiene que ver con que los Estados están retrotrayendo su derecho a matar en términos de que la pena de muerte va retirada en todo el mundo. Además, el tema de los ojos tiene que ver con que todas las cámaras, toda la prensa, son sujetos activos de represión estatal para que no exista registro. Por eso disparan al tercio superior del cuerpo”.
Vallejos habla de la experiencia de Chile: es una vulneración a los derechos que va más allá de la persona lesionada. Las afectaciones irradian a la familia, tienen grandes repercusiones económicas, porque las lesiones son permanentes y requieren una reconversión laboral, también tienen trastornos psicosociales, depresión, angustia…
La Fundación ha detectado patrones similares en la región. “Es una posibilidad latente en cualquier país donde haya una protesta social generalizada. En general, tenemos los mismos proveedores de armamento. La mayoría lo compramos a Israel, es la gran potencia que brinda armas y municiones para el control del orden público mundial. Son las mismas armas de guerra, sólo que usan balas que no son letales: perdigones, balines y gases lacrimógenos. En el fondo, tienen el mismo paradigma: lesionar, amedrentar a la población para que no pueda ejercer su derecho a la protesta social. Es una posibilidad latente en cualquier país donde haya una protesta social generalizada”.
Duele escuchar el recuento de las organizaciones colombianas: jóvenes asesinados, desmembrados, guardados en bolsas, mutilados por las fuerzas del estado, o fuerzas invisibles (porque el paramilitarismo se ha renovado y tiene nuevas formas). Y sobre eso, criminalizados por los medios de comunicación que los tratan como vándalos y terroristas.
Pero al mismo tiempo, es un momento de esperanza: son jóvenes que no se cansan, que no aceptan acuerdos, que están en la “primera línea”, como se define aquí a los que ponen el cuerpo por delante en las protestas, que pasaron la movilización a la creación de manifestaciones artísticas y están obligando a las propias organizaciones a repensar sus formas de lucha.
Es un rechazo a todo este Estado porque lo consideran un Estado criminal”, define el sacerdote Javier Giraldo. “Y es una reivindicación de los niveles de vida más elementales. Dicen: ‘no tenemos estudio, ni trabajo, no tenemos perspectivas de vida, no tenemos comida, si comemos es porque estamos en las barricadas, pero no tenemos futuro, si nos matan que nos maten’. Pero en esos mismos grupos hay jóvenes que están tratando de construir asambleas populares, con unos pliegos de peticiones más concretas hacia el Estado”.
En la explicación del contexto que llevó al Paro Nacional y a la crisis social, el sacerdote hace un análisis histórico y delinea algunas condiciones que se han reproducido en distintos momentos de movilizaciones sociales: intervención de empresas extranjeras, criminalización, anticomunismo, negacionismo del gobierno y manipulación mediática.
“El Tribunal Permanente de los Pueblos (un tribunal de conciencia que hace unas semanas condenó al Estado colombiano por genocidio) hizo este recorrido y fue recibiendo todas las denuncias de numerosos movimientos sindicales, políticos, que fueron eliminados con esos mismos rasgos y se fueron convirtiendo en el enemigo interno”, explica Giraldo.
Ahora, son los jóvenes de la “primera línea”, hijos de la decepción de un anhelado Acuerdo de Paz que no ha dado los resultados que ofreció: la promesa de la reforma agraria nunca avanzó, tampoco la incorporación política de los combatientes. De hecho, del 24 de noviembre de 2016, cuando se firmaron los acuerdos, hasta abril de 2021, fueron asesinados 267 excombatientes desmovilizados y mil 116 líderes sociales y defensores de derechos humanos, la mayoría de organizaciones rurales.
Javier Giraldo piensa que los Acuerdos de Paz que se firmaron en 2016 nunca tuvieron una posibilidad.
Muchos reclaman el cumplimiento de los acuerdos de paz. Pero ese acuerdo se fue degradando y nunca se permitió tocar el modelo económico, el modelo político, el modelo militar. Para los que analizan un poco las raíces de la violencia, ahí están. ¿Cómo se iba a lograr algo de paz? Fue más que todo un diálogo de sordos, porque las FARC presentaron alrededor de 100 propuestas, pero todas fueron negadas y se terminaron aceptando las propuestas que no tocaban ese modelo”.
La defensora mexicana Dolores González, de Servicios y Asesoría para la Paz (Serapaz), pone sobre la mesa la pregunta que todos nos hacemos: “¿Por qué se da un tratamiento de guerra a unas protestas?” (y a unas protestas que llevan casi niños de avanzada, pienso yo).
Giraldo hace una línea de tiempo de lo que llama “la trasformación del victimario”: primero fue un agente del Estado, dice. Luego, cuando la presión internacional empezó a limitar esta violencia del Estado, crearon los paramilitares (civiles que actuaban extralegalmente con la protección del Estado). En una tercera etapa, se usó a la delincuencia común. Ahora, el victimario actúa en total anonimato. “Hoy están siendo asesinados por unos encapuchados que llegan en motos y que no dejan ninguna reivindicación”, dice el sacerdote.
A eso se agrega algo que aquí llaman el “paramilitarismo de la gente de bien”. Y que se presenta en Cali, Bucaramanga, Medellín… vehículos de familias poderosas se usan para detener manifestantes. “Es la misma forma represiva, pero con nuevos actores”.
Amanda Romero, del Centro de información sobre empresas y derechos humanos (CEIDH), completa la idea con una exposición contundente:
“Una de las causas fundamentales de la represión extrema es el comportamiento de las empresas”, dice.
Lo expone de este modo: el argumento oficial para militarizar siete departamentos fue un supuesto desabastecimiento provocado por el paro. Pero en realidad, lo que el paro afectó fueron los grandes capitales que se mueven por el puerto de Buenaventura, donde pasa el 85 por ciento de los productos importados y exportados de Colombia. Y quienes promovieron el desabasto como forma de presión fueron las empresas, sobre todo los más afectados que son los importadores de productos procesados (desde la familia Ardila Lülle, que tiene la mayor parte de los ingenios azucareros del país, o la empresa suiza Nestlé, que enfrenta demandas por provocar la devastación de la amazonia).
Y eso no es lo único ni lo peor que aquí se reclama a las empresas. La parte más terrorífica son las denuncias que tienen algunas empresas, como la cadena de supermercados Éxito, de haber prestado sus instalaciones para que los agentes estatales torturaran a los detenidos.
La relación de la macrocriminalidad entre empresas y Estado, dice Romero, es algo que debe ser investigado.
“Las empresas no son neutrales cuando hay conflictos”, concluye.
Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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