Avanzar hacia una transición energética justa y democrática implica tanto a lo comunitario como a lo público, acotando siempre el poder corporativo que representa únicamente los intereses propios de las empresas. Sigamos hablando y reflexionando
Twitter: @etiennista
Nunca sabremos la dimensión total del saqueo que implicó la Reforma Energética emanada del Pacto por México, pero indicios de su magnitud no dejan de emerger. En una de las más recientes revelaciones, la investigación de Isabella Cota y Adam Williams, publicada por El País y Connectas, da cuenta de cómo una empresa texana ganó contratos multimillonarios para la venta de gas natural a México, en sí mismos inusitados en el sector por los volúmenes comprometidos. El asunto es que dicha empresa, Whitewater Midstream, no existía anteriormente, sino que fue creada precisamente para aprovechar la apertura del sector eléctrico en nuestro país, todo de la mano del brazo «modernizador» de la CFE durante el gobierno de Peña Nieto. No debería sorprendernos, y a mi parecer habríamos de celebrar, que la presente administración busque en primera instancia parar los abusos a lo público al tiempo que recupera la soberanía y seguridad energéticas. Pero sabemos que la cosa no debe terminar allí.
El problema es que la transición a las energías renovables se concibió desde el gobierno de Felipe Calderón bajo el mismo paradigma neoliberal, limitándola a una sustitución tecnológica en la que los únicos beneficiados son grandes corporaciones energéticas así como los principales consumidores de energía en nuestro país -mineras incluidas, que gracias sobre todo a megaproyectos eólicos han logrado ser más competitivas, dejando a su vez de contribuir a la redistribución de los recursos públicos al producir su propia energía en lugar de comprarla a la CFE. En términos generales hasta ahí llegamos, a incrementar la participación de las energías eólica y solar en la matriz energética, con altísimos costos públicos y también sociales, sobre todo desde la perspectiva de quienes habitan los territorios en que se asientan dichos megaproyectos. Sin embargo, hay otros actores y grupos sociales que están jugando un papel importante en una transición energética justa (a diferencia de la neoliberal) y que son, por lo general, ignorados.
Este es el nombre de un largometraje documental que ustedes, lectores, tienen que ver. Realizado entre 2019 y 2020 por Sandía Digital bajo la dirección de Marie Combe, tuvo la intención de ir “al encuentro de quienes, además de resistir y defender sus territorios, están construyendo proyectos de vida en colectivo, articulando la energía con muchos otros aspectos de la vida: el agua, la alimentación, la salud, entre otros.” Ahí se relatan tres experiencias comunitarias, la de la aldea Unión 31 de Mayo, en Guatemala, la de la Organización Popular Francisco Villa de Izquierda Independiente, en la periferia de la Ciudad de México, y de las cooperativas indígenas de la Sierra Norte de Puebla. Como lo ponen las creadoras del documental, estas experiencias muestran que es posible pensar la energía para dignificar la vida, para el bien común y el cuidado de los territorios. No diré gran cosa del documental porque de verdad recomiendo mucho verlo, pero resalto algunas reflexiones que considero vitales para que como sociedad sigamos pensando la transición energética que buscamos.
En el terreno de las ideas, comunidades y colectivos reflejados en el documental hablan también de la soberanía energética, aunque no es la misma que persigue el Estado y en algunos casos se contrapone a sus acciones. Este siempre potencial conflicto quedó manifiesto en el caso de la Asamblea de Pueblos Totonacos, Nahuas y Mestizos de la Sierra Norte de Puebla, articulados precisamente para enfrentar la amenaza de proyectos de minería y de una hidroeléctrica de la CFE que, como pronto descubrieron los pueblos, abastecería de electricidad no a las comunidades sino precisamente a las operaciones mineras. Álvaro Aguilar, de la Unión de Cooperativas Tosepan Titataniske, habla sobre la resistencia de las comunidades ante el proyecto de la CFE, luego de que en 2016 en asamblea decidieran clausurar simbólicamente las obras de la subestación eléctrica, acciones por las que él y otros compañeros serían criminalizados y encarcelados. Los hechos vividos y las reflexiones colectivas llevaron a la Asamblea a tomar otra decisión: ir por la autonomía energética, con un mandato de generar la electricidad para abastecer a las comunidades de la organización. Es así como iniciaron, con el apoyo de otras organizaciones y colectivos, su camino hacia la generación eléctrica mediante paneles solares e infraestructura de interconexión, donde los procesos formativos y de inclusión de las y los jóvenes han sido centrales.
Pero más allá de la danza de los conceptos de soberanía o autonomía energética, el documental, a través de los actores de estos esfuerzos, brinda luz sobre una serie de preguntas que resultan clave para pensar y discutir la transición energética de una manera más profunda y útil que simplemente gritar que dejemos los combustibles fósiles en la tierra: energía para qué, energía para quién, y energía cómo.
Volveré a los primeros dos planteamientos, ahora me detengo en el cómo, que tiene que ver no solo con la manera de producir y distribuir la energía, sino con cómo consumirla. Y es que ahí, en el consumo, radica un desafío escasamente discutido. De acuerdo con la investigación «Alumbrar las contradicciones del Sistema Eléctrico Mexicano y de la transición energética» realizada por el colectivo GeoComunes, con apoyo de la fundación Rosa Luxemburg, las energías renovables en México no están reemplazando la generación eléctrica basada en fósiles, sino que se están sumando al aumento de continuo de energía eléctrica, por lo que la transición energética «oficial» hasta ahora no redujo la emisión de CO2 en la generación eléctrica. Por el contrario, las emisiones de la generación eléctrica aumentaron de 133 a 162 mil Gg de CO2 entre 2005 y 2017. La investigación revela lo inviable, social y ambientalmente, de este modelo de transición que solo sustituye la tecnología de generación, ya que tan solo para cumplir con la meta de 35% de generación total para 2024, se requeriría instalar cientos de nuevas centrales renovables usando alrededor de ocho mil Km2 de territorio. Imaginen, esto representa casi la superficie de los estados de Morelos y Tlaxcala o más de cinco veces la superficie de la Ciudad de México. Y qué creen, no existen en el país tales extensiones de tierra sin ser habitada, cultivada o protegida. Así que en el nombre de una transición energética sin adjetivos podrán venir más despojos y atropellos. Estamos, pues, ante retos enormes, que nos deben interpelar a todos.
Resulta evidente que en estos casi tres años de gobierno no hemos visto un replanteamiento del modelo de transición energética ni acciones decisivas en la materia, pero hay algunas luces. Resaltaría primeramente el esfuerzo que realiza el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) a través de sus Programas Nacionales Estratégicos (Pronaces). Como respuesta al Pronace Energía y Cambio Climático se conformó al menos un Proyecto Nacional de Investigación e Incidencia (Pronaii) que busca avanzar en la justicia y democracia energéticas. Titulado «Participación indígena plena en la transición energética», dicho proyecto busca la realización de proyectos energéticos comunitarios específicos que responden a necesidades identificadas por comunidades indígenas de Yucatán, Oaxaca y Puebla. En este proyecto (del cual tengo la dicha de formar parte), aquellas preguntas de energía para qué, energía para quién, y energía cómo, están al centro de los planteamientos y la forma en que se concibe la transición energética. Por mencionar algunos ejemplos, en este Pronaii se impulsan proyectos fotovoltaicos para unidades de riego en ejidos con alta marginación, de energía para refrigeración para cooperativas de mujeres marisqueras, y de sistemas de generación para una antena 4G que fortalecería la comunicación comunitaria en la Sierra de Puebla, dando acceso efectivo a información, educación a distancia y mejores condiciones de vida, además de la posibilidad de defensa más efectiva del territorio. Porque en un país tan desigual como el nuestro no es lo mismo energía renovable para hacer más lucrativa la explotación minera o para abaratar los costos de Wal-Mart que generarla para atender necesidades reales de comunidades en condición de desventaja. Vale resaltar que todos estos proyectos piloto son de lo que se denomina «generación distribuida», lo que permitiría a estas comunidades indígenas generar excedentes que alimenten la red eléctrica, obteniendo otra fuente de ingresos, algo por cierto impedido hasta ahora por el marco normativo. Justo en estos momentos, miembros de este Pronaii están recorriendo las comunidades para avanzar con los proyectos específicos, pero también para favorecer el intercambio de experiencias entre las comunidades. El proyecto en su conjunto busca incidir tanto en el marco legislativo como en las políticas públicas a nivel nacional, y cuenta con aliados tanto en la CFE como en el Senado mexicano.
Encuentro otra luz en el proyecto solar recientemente anunciado por el gobernador electo de Sonora, Alfonso Durazo, que, si bien apunta a ser un megaproyecto por su escala (se dice que será el más grande de Latinoamérica), estará en manos de una empresa pública y responderá no al lucro corporativo sino a necesidades de las familias de menores ingresos del estado. Seguramente vendrán más proyectos, ya sea emanados de las expectativas ciudadanas o porque en realidad no existe tal «obsesión con las energías del pasado» sino una firme convicción de poner fin a los abusos y a la transa.
Todo esto me refuerza la idea de que avanzar hacia una transición energética justa y democrática implica tanto a lo comunitario como a lo público, acotando siempre el poder corporativo que representa únicamente los intereses propios de las empresas. Por otro lado, es algo que, insisto, nos debe interpelar a todos. Sigamos, por favor, hablando y reflexionando, que los desafíos son descomunales y no hay salidas fáciles.
*Agradezco a Sergio Oceransky, de la Fundación Yansa y miembro del Pronaii Participación Indígena Plena en la Transición Energética, por las clarificadoras conversaciones sostenidas. Cualquier error de interpretación, así como las opiniones vertidas, son mías.
Profesor de ecología política en University College London. Estudia la producción de la (in)justicia ambiental en América Latina. Cofundador y director de Albora: Geografía de la Esperanza en México.
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