Lo que ocurre, para desgracia del ejecutivo, es que la ley existe y está obligado a cumplirla, y por la Constitución tiene, además, que obedecer al poder judicial cuando le señala que está violándola. La es clara, aunque no sea sencilla: que se modifiquen, que se rehagan las leyes y el modelo de país según el cuál convivimos. La alternativa —por la que ha optado el gobierno— es desastrosa: la violación sistemática de la legalidad
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La Suprema Corte de Justicia de la Nación declaró la semana pasada que el acuerdo por el que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador pretendía postergar las obligaciones legales de varios proyectos es inconstitucional. Lo que señala la corte, y que ahora se dice sobre las obligaciones en materia de transparencia como podría decirse en lo tocante a la legislación ambiental, es que el acuerdazo “creaba un régimen de autorizaciones administrativas excepcional al ya previsto para la Administración Pública Federal” y hacía que las obligaciones legales —en este caso las relativas al acceso a la información pública— fueran papel mojado.
La Suprema Corte simplemente puso por escrito —aunque fuera para sancionarlo— lo que el presidente de la República ya había dicho que pretendía: el acuerdo del Ejecutivo buscaba “agilizar trámites y que por los trámites burocráticos no se detengan las obras”. Eso, en los hechos, supuso la aprobación de obras antes de que se presentaran los documentos y, en materia ambiental, cancelar la aplicación del principio precautorio, entre otro enorme montón de medidas de protección al entorno y la biodiversidad que quedaron suspendidas.
En las disputas entre el titular del ejecutivo y la máxima instancia del poder judicial se ha dicho mucho. Se ha señalado, por ejemplo, que en ocasiones anteriores los jueces sí han estado muy dispuestos a pactar con el presidente de la República, aún cuando se tratara de un uso muy político y probablemente ilegal del derecho —ahí está, por ejemplo, el apoyo del presidente del tribunal al proceso de desafuero de López Obrador en 2005—. También se ha resaltado que en principio no le responden a nadie —ciertamente no a los poderes elegidos por voto popular— y que más bien dependen de los tejemanejes internos y opacos del poder judicial.
También ha corrido mucha tinta sobre la legislación ambiental. Desde cada actividad regulada se ha protestado sobre lo oneroso que resulta en ocasiones y lo difícil que es cumplirla. Lo curioso es que, salvo cuando están involucrados actores francamente poderosos, al menos desde el gobierno se ha preferido suspender o violar la ley antes que cambiarla, y no se suele hacer una reflexión sobre para qué está ahí esa legislación e incorporar su espíritu en las políticas públicas.
Es lo que pasó en materia de importaciones agropecuarias, cuando prácticamente se eximió de las obligaciones de sanidad e inocuidad animal a los grandes importadores de alimentos. Es lo que pasó también con el Tren Maya y los megaproyectos en los que este gobierno ha sido tan prolijo.
Lo que ocurre, para desgracia del ejecutivo, es que la ley existe y está obligado a cumplirla, y por la Constitución tiene, además, que obedecer al poder judicial cuando le señala que está violándola. La salida tanto al problema de lo molestas que le resultan las leyes al presidente de la República como a lo incómodas, injustas o ilegítimas que le resultan las resoluciones de la corte, es claro, aunque no sea sencillo: que se modifiquen, que se rehagan las leyes y el modelo de país según el cuál convivimos. La alternativa —por la que ha optado el gobierno— es desastrosa: la violación sistemática de la legalidad.
El problema con ello es que da de bruces con tres problemas. El primero, en materia ambiental, es que aunque la legislación en estos temas es muy mejorable, la crisis de biodiversidad, la climática, la de contaminación, la de acceso al agua, son todas muy reales y no se les puede dar la vuelta. Las leyes que el presidente busca saltarse están ahí para lidiar con esos problemas. El segundo es que para cambiar el sistema hay que proponer una alternativa, y ni al presidente ni a nadie de su entorno se le ha ocurrido cómo, o al menos no lo han presentado en forma clara y articulada. El tercero es que para que eso vale la pena hace falta buscar una verdadera transformación, y no nada más hacer megaproyectos.
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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