Esta colonia estigmatizada por el crimen organizado y los feminicidios seriales tomó relevancia con la aparición del llamado ‘Monstruo’. Pero este sitio no siempre fue así y la aprehensión de Juan Carlos N tampoco terminó con los riesgos para las mujeres en la zona
Texto: Lydiette Carrión
Fotografías: Ximena Natera
Jardines de Morelos, Ecatepec.-
–Por ahí fueron a tirar a la muerta. La que traía todas las manos llenas anillos y pulseras, bisutería que vendía el desgraciado aquél.
El hombre señala un terreno baldío con poca basura, que se extiende siguiendo las vías del tren. De un lado, el poniente, está la colonia Lázaro Cárdenas. Del otro lado, la Ampliación y la Jardines de Morelos. El lugar donde hallaron a la muerta se encuentra a unos 30 metros de unas cortinas de hierro, accesorias del lado de Lázaro Cárdenas. Cortinas que antes albergaban negocios, pero que con el tiempo y la inseguridad fueron abandonadas y ahora son dormitorios improvisados. Pero nadie sabe o dice quiénes viven ahí. Sólo saben que entran y salen.
“La muertita… Sólo encontraron de aquí para arriba”, dice el hombre, señalando sus caderas. Él debe tener unos 50 años, chimuelo, correoso, trabaja ahí en el paso automovilístico improvisado que cruza las vías del tren. “Las manos las traía llenas de anillitos y bisutería, que el desgraciado aquél usaba para llevárselas”, repite.
Araceli, la mujer que va a mi lado, asiente. Le da el avión. No revela que ella es la madre de la muertita, y que su hija no fue encontrada con anillos o pulseras. No fue encontrada con nada. Ni ropa, pertenencias o joya alguna; ni la medalla que siempre llevaba al cuello, la que ella, Araceli, le regaló con el nombre de la única hija grabado: Luz del Carmen. Eso sí, efectivamente, los restos no tenían piernas. Las piernas fue un tema de larga discusión con los peritos en aquel entonces, antes de que detuvieran al mal llamado Monstruo de Ecatepec en octubre de 2018, y éste declarara que “se las comió”.
Luz del Carmen, la hija de Araceli, tenía 13 años en abril de 2012, cuando desapareció. Dejó la puerta del cuartito que ocupaba con sus padres abierta; la televisión, prendida; el suéter sobre la cama. En julio de 2013, vecinos reportaron los restos. En ese entonces, los peritos le calcularon una edad de más de 20 años, y consignaron una cirugía de muelas del juicio que jamás ocurrió; establecieron el momento de la muerte entre mayo y junio de 2013.
Lo del momento de muerte también fue otro tema de discusión.
Tras años y años de análisis periciales independientes, se encuentra «establecido» entre abril de 2012 y mayo de 2013. En otras palabras: no se sabe.
«Las manos llenas de anillos…».
Araceli asiente, y camina. No se inmuta frente a la leyenda urbana que permea la Jardines de Morelos. Por casualidad o destino, un auto cruza en esos momentos el paso de las vías. Ella y el piloto se saludan. En el coche va el padre de una de las 10 o 20 chicas desaparecidas que ahora se atribuyen al Monstruo de Ecatepec. A diferencia de Araceli, este hombre no ha hallado a su hija, ni viva ni muerta.
Los familiares, las amigas, las parejas, los hijos de las desaparecidas en la zona siguen viviendo aquí, en Jardines de Morelos.
Del lado oriente de las vías, unas jóvenes pasan la tarde atendiendo un pequeño puesto callejero: productos de papelería, baratijas y regalitos. Se les pregunta sobre el terreno frente a ellas y los restos hallados.
–¿Cuál? Es que han venido a tirar tantos…–, responde una.
–Una de las víctimas del Monstruo…
Las jóvenes miran el terreno. Sí. Se acuerdan, vagamente. Pero es que han pasado tantos. Mujeres y hombres. La última vez incendiaron un auto entero con cuerpos adentro. Ahí, en el mismo lugar. Lo dejaron ardiendo. La policía tardó en llegar. Esto ocurrió hace dos años, recuerdan.
–Y ustedes como mujeres, ¿no les da miedo?
Los rostros de las jóvenes permanecen impávidos, no muestran emoción.
–Te acostumbras–, responde una.
–Eso no va cambiar; así que te acostumbras–, dice otra.
Una de ellas narra cómo va a la universidad; repite varias veces que va a la universidad, un logro lleno de voluntad individual en un espacio construido para disuadir cualquier aspiración. Y luego explica cómo es que, a pesar de que ya tiene 19 años, todas las noches sus padres la esperan en la cuadra donde la deja el transporte público. Narra todas las odiseas que las mujeres de Ecatepec han implementado para vivir en un municipio famoso por los feminicidios y desapariciones de mujeres, especialmente jóvenes; chicas como ella.
–Esto no cambiará–, repite la joven.
***
Bessel Van Der Kolk es un médico psiquiatra que ha dedicado décadas enteras al estudio del trauma en la infancia y el síndrome de estrés postraumático.
Una de sus primeras aproximaciones, en los años setenta, fue con un grupo de veteranos de Vietnam en Estados Unidos, quienes no lograban regresar a la “normalidad” después de la guerra. Tenían estallidos de ira a la menor provocación, pensamientos o imágenes intrusivas. Pero las características más incapacitantes eran que vivían la vida en un estado de permanente insensibilidad. Por más que lo intentaban, ya no lograban sentir amor por sus esposas e hijos. Ello a pesar de que antes de la guerra eran afectuosos. Ahora eran incapaces de amar.
El psiquiatra enlista una serie de síntomas más, como la sensación de no estar realmente en el presente, de percibir la vida propia como insignificante o poco valiosa, de sólo sentirse vivo al recordar las “hazañas” de la guerra. Pero un síntoma en específico hace muy difícil salir del estado permanente de trauma: el trauma destruye la capacidad de imaginar.
Van Der Kolk aplicó en los veteranos el test de Rorschach, en el que se muestra al paciente unas tarjetas con manchas de tinta. El estudio suele revelar los anhelos, los sueños compensatorios, los temores, la fabricación de soluciones. Los seres humanos, explica Van Der Kolk, somos creaturas que por naturaleza construimos significados. De ahí que, al tendernos en un prado a ver las nubes, les inventamos parecidos con botas o pájaros; y les construimos historias.
En el caso de los veteranos, ocurrían dos desenlaces. La primera era ver en las manchas de tinta únicamente las escenas de más sangrientas o más dolorosas de las que habían sido testigos: las vísceras de un compañero en batalla, piernas y brazos. Es decir, toda imagen, toda imaginación, llevaba de nuevo al origen del trauma. Vivían permanentemente en el pasado. Pero la segunda posibilidad era peor e implicaba más daño: algunos veteranos, cuando veían las tarjetas con manchas de tinta, no veían nada. Ni escenas de la guerra ni flores o miedos, o deseos. Sólo veían manchas de tinta. En otras palabras, se había extinguido en ellos la capacidad de imaginar, de crear; y con ello, la posibilidad de construir una salida a su propio dolor.
Esto no va a cambiar.
¿Cómo regresar la imaginación robada?
Según sus propias declaraciones, Juan Carlos N, alias El monstruo de Ecatepec, mató a Luz del Carmen, una niña de 13 años, hija de sus vecinos: Araceli y Jorge. Fue su segunda víctima. La mató en la misma vecindad donde ambas familias vivían, dice. Ella habitaba el cuartito con sus papás, y él rentaba una accesoria que usaba como vivienda, junto a su esposa e hijito de dos años. Para mayores datos, él asegura que la mató y desmembró mientras cuidaba al hijito, quien ese día estaba enfermo y se quedó bajo su cuidado. Juan Carlos asegura que tres hombres le pagaron 5 mil pesos para les llevara a Luz de Carmen y cuando terminaran con ella, la matara. Dice que así lo hizo, la secuestró. Después de que la agredieron, la regresaron a Juan Carlos, y éste la mató, ahí mismo en la accesoria. Eso dice él.
Según sus declaraciones, ahí también mató a otra joven en enero de 2012: Fabiola, una joven que tenía 26 años y salió un día a buscar trabajo para poder hacerle un cumpleaños a su pequeño de cuatro.
[Este país de madres solteras; de padres ausentes.]
La accesoria en la que se supone Juan Carlos cometió dos feminicidios es ahora una vulcanizadora. Después de 2018 peritos fueron a rociar luminol, para ver si en el lugar alguna vez se derramó sangre humana. Dio positivo en la puerta del baño. Pero nadie sabe de quién es. Ha pasado demasiado tiempo: Luz del Carmen desapareció en 2012, sus restos fueron hallados en 2013 en las vías del tren, pero se fueron a una fosa común, por negligencia. Araceli tuvo que pedir hasta tres pruebas genéticas a esos restos; solo a la tercera, las autoridades admitieron que eran los de su hija. Esto ocurrió hasta 2017. A Juan Carlos lo detuvieron en octubre 2018. No había nada qué hacer. Restos de sangre muy viejos, dicen.
A unos pasos de la vulcanizadora, hay un parque diminuto con juegos infantiles de los años ochenta, de esos de fierro que se vuelven sartenes bajo el sol. Una madre joven camina con su nena. ¿Es la imaginación o todos caminan en estas calles un poco encorvados? A unas cuadras, sobre un camellón de pastos crecidos, colectivas feministas montaron un memorial por las víctimas de Juan Carlos: una lona ya está raída; unas cruces rosas, que lucen maltratadas; excremento de perro a pocos centímetros…
–Me imaginé la Jardines de Morelos mucho más fea. ¡En realidad se parece a mi colonia!–, exclama una joven fotógrafa. Así es. Jardines de Morelos no es fea.
Hace 25 años, Jardines de Morelos no era una colonia estigmatizada por el crimen organizado y el feminicidio serial. Era un fraccionamiento para familias de clase media que buscaban casa propia. Inició por ahí de los años ochenta, y en aquel entonces, era la única urbanización en el área. Muchos obreros especializados con empleos regulares y seguridad social, otros de una clase media emergente provenientes de San Cristóbal Ecatepec, compraron así su casa. Todo alrededor eran ejidos y campo, la laguna de Chiconautla, ahora una colonia irregular, sin agua y peligrosa, era una verdadera laguna a la que llegaban patos y otras aves.
Las calles de Jardines están trazadas con cuidado, las banquetas son amplias, los camellones también. Las calles principales son básicamente agradables, todo a una o dos cuadras de donde vivía Juan Carlos N.
En los ochenta, por televisión ofertaban las casas. Estos comerciales hablaban de seguridad y acceso a agua. Agua suficiente para el consumo, para regar los jardines y lavar los autos. Seguridad total.
El agua siempre fue un problema, y se ha ido acentuando, a grado tal que ahora es tema de supervivencia de los vecinos. Pero lo de la seguridad era verdad. En los ochenta, la gente solía dejar la puerta de su casa abierta; los jóvenes iban a tardeadas y fiestas a distintas secciones, y regresaban caminando, a la una, a las dos de la mañana, sin miedo. Lo saben, lo recuerdan ahí jóvenes de aquel entonces, que ahora rebasan los cuarenta años.
Los niños trasgredían los límites de la colonia e iban a las orillas de la Laguna. Ahí exploraban: veían víboras y otros bichos, los patos… todo eso se fue acabando conforme la mancha urbana –“la mancha voraz”– se extendió. El área de la laguna era terreno ejidal… con las reformas de finales de los años noventa, llegaron fraccionadores y revendedores, y sobre la laguna se fueron asentando nuevas colonias…
Para los vecinos que han pasado toda su vida en Jardines de Morelos, éste es el momento en el que la inseguridad se vuelve un problema.
“Empiezan a llegar gentes con muchas necesidades. Y muchas carencias. Nos empiezan a rodear. Ellos no tenían las herramientas para el derecho a una vida digna, el gobierno tampoco les da las herramientas para poder salir adelante, y si son jóvenes, lo único que pudieron hacer fue dedicarse a la delincuencia. Alrededor de unos 20 años atrás empieza a destaparse el fenómeno”, explica uno de los vecinos de quien omitimos el nombre para resguardar su integridad.
Para cuando Felipe Calderón declara la guerra contra el narcotráfico, en todo el país lo exploto un boom de narcocultura. Y los jóvenes fueron seducidos por ello. Jardines de Morelos no fue la excepción. Para el 2009, “empiezan los secuestros, los robos. Ahí notamos que se disparó. Nosotros no tomamos medidas en un principio porque estábamos acostumbrados a ver por nosotros mismos… pero nos tuvimos que agrupar”.
Para 2009, 2010, había robos con violencia 3 o 4 veces al mes en las secciones de Jardines de Morelos. Los vecinos pactaron: si había una emergencia, todos saldrían, con palos y lo que tuvieran a la mano. El problema es que después de detener a un delincuente, cuando llamaban a la patrulla, ésta nunca llegaba o se tardaba horas. Los delincuentes perdieron el miedo a los vecinos organizados.
Mucha gente, si pudo, vendió su patrimonio y se fue. Otros envejecían, y no podían mantenerse de forma digna. Así que fraccionaron sus casas y terrenos, para rentarlos y de esta forma solventar sus gastos. Así fue como empezaron las vecindades en Jardines de Morelos. Antes casi no había; eran puros dueños. Pero para el 2005, 2006, la renta de cuartitos y espacios cambió mucho la apariencia del lugar.
A esto se sumó que Jardines de Morelos, como todo Ecatepec –y todo el oriente del área metropolitana– se convirtió en botín de cárteles. Específicamente en la colonia, la pugna fue entre los Zetas y la Familia Michoacana.
Fue en ese momento que empezó lo de las desaparecidas.
Las desapariciones de niñas, “nosotros lo atribuíamos a la ‘trata de blancas’”, dice el vecino. “Y como estaba el fenómeno de los muertos, pues había muchos descuartizados, pero casi puro varón”.
En toda la colonia se enteraban de las desapariciones porque pasaba un “chismoso” en un carrito gritando con altavoz… y de los descuartizados igual. Descabezados, desmembrados en huacales, “ejecuciones”.
A Juan Carlos N, el Monstruo, este vecino lo conoció desde muy joven, ya que los dos crecieron ahí. “Al principio éramos muy pocos, por eso nos conocemos bien. Su mamá vivió aquí toda la vida”. Y procede a describirlo: Juan Carlos fue un adolescente muy aislado, retraído, poco hablador. Sacó la secundaria, y llegó hasta ahí. Como todos los que tenían pocas oportunidades, Juan Carlos se quedó sin proyecto de vida ni cómo ganarse la vida. Los vecinos supieron que se enroló un par de años en el Ejército y luego se salió. Regresó a Jardines y de nuevo no hallaba trabajo. Se fue de nuevo, a Ciudad de México. Llegó a Tepito, un barrio viejo, pero muy bravo en la ciudad. Dicen que fue por haber sido militar se metió de “sicario” en Tepito. Las habladurías aseguran que desaparecía a chicas allá, a prostitutas que «no se alineaban». Él mismo habló de que ya había matado chicas, sobre todo prostitutas, o eso dijo en esos interrogatorios que la policía mexiquense filtró a la prensa ilegalmente, horas después de detenerlo; cuando la policía hizo de Juan Carlos un monstruo mítico, un espectáculo.
Después de Tepito, Juan Carlos regresó a Jardines de Morelos, pero esta vez con su mujer y un niño pequeño. Vivió un tiempo en la vecindad de Monte Altai (ahí donde sus declaraciones mató a Luz del Carmen y a Fabiola, que hasta la fecha no ha sido localizada). Juan Carlos y su esposa Patricia se dedicaban a recorrer los terrenos baldíos, recuperando cartón, latas, basura. Una vez detenido, él diría que el oficio de recolector le permitía “tapar” su verdadero trabajo: el de sicario.
Pero de Monte Altai lo corrieron por robo. Se fue un tiempo a Laguna de Chiconautla, la colonia irregular; y regresó, ya con más hijos. La familia, que no paraba de crecer, rentó una vivienda en la sección Islas, de nuevo una vecindad: un edificio pintado de azul. Frente a esta vecindad, en agosto de 2013, desapareció Luz María: 13 años, una niña huérfana, delgada y querida por sus vecinos. Juan Carlos dice que él no fue.
Todos creen que él se la llevó.
En 2015 fueron localizados los cuerpos desmembrados de mujeres en una casa en la sección Flores. La policía no investigó. En esos años, también, hallarían otros restos de mujer cerca del canal de desagüe de la termoeléctrica… de nuevo un caso sin resolver…
Para octubre de 2018, cuando en los medios nacionales e internacionales se difundió la detención de Juan Carlos y su esposa, todos los ojos se posaron en Jardines. Hubo marchas, por primera vez en la existencia de la colonia, los vecinos se unían por una causa: la indignación por feminicidios tan dolorosos y brutales. Se habló de al menos 12 desapariciones de mujeres en la colonia, pero luego las familias de las víctimas se retrajeron. Comenzaron a desconfiar: ¿qué vecinos eran cómplices y quiénes no? En general todas las familias sufrieron lo mismo: ¿en qué vecinos se puede confiar?
La vecindad en la que fue detenido el Monstruo en octubre de 2018 ya no está pintada de azul, sino de otro color. Un esfuerzo por parte de los vecinos de dejar de ser estigmatizados. De que dejen de venir fotógrafos desde la capital, la metrópolis. La fotógrafa se detiene a tomar imágenes, y desde la accesoria, una mujer cierra la puerta de su negocio con gesto de hastío y dolor. ¿Hasta cuándo dejarán de venir reporteros a saciarse en la historia? Ésta es una colonia deprimida, una colonia en la que no se respira alegría.
En este tiempo, los esfuerzos organizativos de los vecinos se centran en tandeos para comprar pipas de agua. El servicio desde el municipio es por tandeo. De los 22 pozos del municipio, sólo funcionan ocho. Estos deben abastecer no sólo Jardines, sino todas las colonias colindantes; muchas de ellas irregulares, y que se encuentran aún más limitadas de servicios… la precariedad sigue creciendo. Y el monstruo de Ecatepec es una herida que no cierra.
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