Las comunidades de la montaña prefieren sembrar amapola que maíz. Pero también los ritos de la fertilidad cambiaron, el agua se utiliza para la siembra de enervantes. Los manantiales son una fuerza de vida y, ahora, de riqueza
Texto y fotos: Aitor Sáez
Plan de Ayala, Acatepec.-
Roberto Neri García subió al cerro la mañana del 3 de febrero del 2019 para celebrar un ritual de petición de lluvias junto a una decena de familiares. Se sentaron en círculo alrededor del único manantial de la comunidad y encendieron varias velas. Hacia el mediodía, en mitad del rezo, dos jóvenes con fusiles saltaron de entre los arbustos y los tirotearon. Sólo dos pudieron escapar malheridos.
El motivo de la agresión fue una disputa por «el dominio de una fuente de agua», señalaron las autoridades.
—No sé de dónde vino esta situación, el caso es que se murieron. Siempre vamos a rezar allí y tomamos agua de allí. No tenían problemas, pero hubo un momento que esto llegó y no sabemos de dónde vino —asegura Celia García, en me’phaa, lengua indígena del centro-sur de Guerrero.
Pocos saben hablar castellano en Plan de Ayala, una población de viviendas de adobe. El ayuntamiento solamente hizo acto de presencia para entregarles unos listones a modo de ataúdes. Tras la matanza, tuvieron que ampliar el cementerio.
En la losa donde enterraron a los siete hombres y una mujer dejaron unas varillas al descubierto con la esperanza de que algún día puedan ponerles una lápida. Pero, de momento, a Celia no le llega ni para alimentar a sus cuatro nietos que quedaron huérfanos.
—No puedo con todos los gastos. No se ha hecho justicia ni nos han apoyado. Aunque ya se nos va olvidando, vamos tomando la tranquilidad de olvidarnos de este asunto —lamenta la mujer, más preocupada por llevar comida a su mesa que por conocer el curso de una investigación inexistente.
Los asesinos siguen sueltos, viven en poblados vecinos, se burlan de las víctimas, tienen armas largas. Pocos meses después, mataron a otros tres miembros de la misma familia. Las mujeres que perdieron a sus hijos y maridos siempre se reúnen para ir juntas al sepulcro a velar a sus difuntos, presas del pánico de sufrir su mismo final.
Algunas se rehúsan a hablar, a otras se les quebranta la voz. Todas ellas dicen no saber nada de los verdugos o de los posibles móviles del crimen.
A Marcela García le mataron en la emboscada a su esposo, José Sánchez, de 59 años, con quien se casó cuando era niña. Sus canas contrastan con su tez morena y su lánguido cuerpo con su enérgico andar.
Un grupo de pobladores se ha acercado para acompañar a la viuda hasta el arroyito donde se produjo el múltiple homicidio y así garantizar su protección. Por el estrecho sendero de media hora hay que esquivar numerosos manojos de tubos que se nutren del raquítico chorro.
—Tenemos miedo de vivir aquí, porque no sabemos quiénes eran los malos, por qué los mataron. De repente llegaron los malos aquí mientras ellos estaban haciendo sus costumbres —señala la anciana entre la húmeda vegetación que tapiza la fuente.
Para utilizar esa agua se debe pedir permiso al propietario de los terrenos. Pero, también fue asesinado en el ataque. Desde entonces han proliferado las mangueras que reptan por el manantial.
Los elementos policiales y militares destinados para el peritaje de los cuerpos encontraron en la zona dos sembradíos de amapola de mediana extensión. Dos semanas antes, helicópteros del ejército habían fumigado varios otros cultivos de enervantes.
Desde algunos recodos se abre un hondo valle regado de maíz, mamey y algo de café, ensombrerados por cimas de pinos y encinos. Ni rastro de amapola, que se distingue a lo lejos por su flor roja, violeta o rosácea. Estamos en agosto, temporada pluviosa, el peor momento para plantarla, porque la goma de opio saldría muy aguada. Los productores esperan a sembrar en la época seca, cuando crece de mayor tamaño, aunque su cuidado requiere mayor cantidad de irrigación.
Las primeras y únicas averiguaciones apuntaron a que, días antes de la masacre, hubo una discusión por el recurso hídrico y que hay un conflicto de tierras entre Plan de Ayala y sus vecinos de Barranca Pobre. El informe omite mencionar la incursión en el municipio, Acatepec, de un grupo de la delincuencia organizada, Los Ardillos, a fin de controlar uno de los epicentros de la producción de la pasta base de la heroína en México.
—(Los narcotraficantes) se presentan al comisario de la comunidad y le dicen: ‘Quiero trabajar aquí. Si no me dejas, te va a ir mal’ —resume el contacto que me guía por esos derroteros, obviamente de manera anónima—. A los que se niegan, los matan.
***
El altavoz de la escuelita, un chamizo de cuatro por cinco, llama a los vecinos de Plan de Ayala a congregarse en la sede comunal. El comisario, Marcelino Toribio, electo por la ley de usos y costumbres propia de los pueblos originarios, tarda en presentarse. Está incómodo en todo momento. El joven insiste en que sólo hablará frente a su gente para no despertar suspicacias. Bajo su sombrero negro de ala ancha mira constantemente hacia un grupo de hombres más apartado, posiblemente halcones de Los Ardillos, que se cercioran de que nadie se vaya de la lengua.
Mi contacto me advierte que no le preguntemos ni por el asesinato de las ocho personas ni por la amapola. Sólo me queda conversar acerca de la escasez hídrica y hasta con ese asunto el imberbe jefe local balbucea y traga saliva cada vez que pronuncia la palabra ‘agua’.
Después de la matanza, la comunidad dejó de quemar vela, su ceremonia para implorar buenas cosechas. Dejaron de celebrar cada primer domingo de febrero la ofrenda a Akuun iya, su dios de la fertilidad y la lluvia.
La parcela de Marcelino Santiago ni siquiera se ve desde la carretera. El fornido amapolero de 58 años desconoce cuándo y cómo llegó a esos cerros una semilla que siembra desde hace un par de décadas, cuando todavía se cambiaba la goma de opio por huevos. También tiene maíz, frijol y calabaza para consumo familiar.
—La amapola es para comprar la ropa, el jabón, material de la escuela… no para ganar mucha lana (dinero) o comprarse autos —asegura recostado en su descompuesto camión de estacas.
La planta para la elaboración de la droga más cara del mundo es la única posibilidad de aliviar un poco las duras condiciones del segundo estado más pobre de México, donde siete de cada diez familias viven en la pobreza. En temporada de lluvias le darán unos cinco pesos por gramo de goma, la mitad de lo que ganaría en época seca. Aun así, le conviene tres veces más sembrar la adormidera que maíz.
Además, a diferencia de otros productos, su derivado puede guardarse a la espera de que se revalorice.
—Cuando el precio estaba alto, quien supo aprovecharlo, se pudo poner su casita. Nadie sembraba maíz, todo era amapola —agrega.
En el homogéneo paraje de casuchas desportilladas empezaron a sobresalir algunos soportales y coloridas balaustradas. En los tiempos de bonanza los campesinos bajaban a comprar televisores, muebles y abultadas despensas a las tiendas de Chilpancingo, la capital del estado, que hacía su agosto en mayo tras la recolecta.
El negocio amapolero, sin embargo, perdió rentabilidad. Su precio se ha desplomado a la mitad desde 2017, cuando se alcanzó el pico de producción y se llegó a pagar el gramo a 26 pesos. Un agricultor podía embolsarse medio millón de pesos anuales en cuatro cosechas.
La sobreoferta precipitó el desplome del oro rojo. La sustitución del consumo de heroína por fentanilo en Estados Unidos, su principal mercado, agudizó la crisis. El tráfico del opiáceo sintético, proveniente de China a través de México, se multiplicó por siete en los últimos tres años. El anestésico, cincuenta veces más adictivo que la heroína y cien veces más potente que la morfina, causa la mayoría de las sobredosis en el vecino del norte: unas 200 muertes al día.
—Lo que el fentanilo hizo en un año (reducir cultivos de amapola), no lo hizo el ejército en medio siglo —se jacta Marcelino junto a otros compañeros de gremio. Aunque también se entiende la caída, estaban locos por allá arriba de quererse pinchar eso (heroína).
A los productores de Zontecomapa ni se les ocurre inyectarse por las venas el espeso escupitajo, capaz de dormirte la boca con una chupadita. Apenas tienen jeringas en el puesto de salud para vacunar a sus hijos, menos las van a malgastar para drogarse. Es dudoso el nivel de conciencia sobre el daño que ocasiona la heroína. Lo saben vagamente y se hacen los locos. Si se pudiese sembrar fentanilo, tampoco dudarían. Las únicas cifras que les generan algún dilema moral son las cuentas de sus hogares.
—Aquí manejan los sicarios, ellos ponen el precio como les da la gana. Han secuestrado familiares. La gente mala de los sicarios… —tartamudea el amapolero.
A finales de 2020, hallaron en una cuneta de Chilapa —municipio regentado por Los Ardillos— los cuerpos de cuatro comerciantes de Zontecomapa que habían desaparecido días antes. Por las noches los comuneros sueltan una cadena en su carretera para evitar el ingreso de intrusos, aunque la mejor protección sea salir lo menos posible y aceptar los precios que el cártel les impone.
El otro enemigo de los amapoleros son los helicópteros del ejército que fumigan indiscriminadamente no sólo la flor roja, sino también sus plantíos de subsistencia. Por eso Marcelino se apresura cada mañana en rayar las plantas más crecidas, arriba de un metro. Un par de jornaleros se empinan por la pendiente; uno efectúa un quirúrgico corte con una cuchilla de madera y el otro aprieta el bulbo y con un delicado giro de muñeca recoge la savia lechosa en una lata de refresco.
—El ejército no tumba los plantíos chicos, sino cuando ya están a punto para cosechar. Los helicópteros destruyen todo lo que se siembra cerca: la milpa, el frijol. Nos dejan sin nada ni para comer —se queja—. Nos afecta, porque en La Montaña no hay ni un empleo.
La erradicación de cultivos de adormidera alcanzó también su pico en 2017. La presión del gobierno, la caída de precios y el miedo al violento avance del crimen organizado suscitó en 2019 una reducción del 23% de la superficie de amapola respecto al curso anterior.
Muchos de los jóvenes de Zontecomapa tuvieron que irse a trabajar al corte de jitomate, hortalizas o amapola a Sinaloa, el principal productor de base de heroína en el país. La experiencia de los rayadores guerrerenses se cotiza bien en el Triángulo Dorado, la densa cordillera comprendida entre Chihuahua, Sinaloa y Durango, por donde se ocultan vastas extensiones de cultivos ilícitos, laboratorios y las guaridas de los narcotraficantes más buscados.
La migración de jornaleros al norte del país ha cristalizado en las costumbres de La Montaña. Las familias celebran el 12 de diciembre, el día de la Virgen de Guadalupe, y a la mañana siguiente parten con todo y niños para laborar en el campo. En los últimos años, sin embargo, cada vez regresan menos temporeros, que prefieren brincar a Estados Unidos con lo que pueden ahorrar en un par de estaciones.
“Antes de salir de tu tierra, a estudiar, a migrar, debes hacer tu labor comunitaria: saber rayar (los bulbos)”, me cuenta un periodista local, que como la mayoría de sus paisanos tiene las manos llenas de cortes. La amapola es casi una religión en estas latitudes, por mucho que los rocíen con Paraquat, el herbicida altamente tóxico que Estados Unidos impulsó a México a utilizar.
Con la llegada al poder de López Obrador, en 2018, los operativos disminuyeron la mitad a niveles de comienzos de los noventa. Este respiro en el combate al opioide y la desesperación tras dos años prácticamente sin ingresos, incitaron el repunte de la producción desde finales del 2020.
—Seguimos sembrando, porque no hay otra opción —sentencia Marcelino.
La historia cuenta que las primeras semillas de amapola las trajeron a finales del siglo XIX trabajadores chinos que huyeron de las minas de cobre de Baja California Sur hacia Sonora y Sinaloa. Cuando en la Segunda Guerra Mundial se disparó la demanda de morfina para las tropas, Estados Unidos acordó con México que su materia prima se sembrara en la serranía de Sinaloa, donde germinó la cultura de la droga.
Sus piernas son tan delgadas como la escopeta de salón que porta, pero su paso es tan firme como el pelotón de jóvenes con quienes patrulla. A sus 72 años, Escolástica Luna todavía tiene balas en la recámara y quiere morir de pie, por eso evita sentarse en todo el día.
El tempranero rocío de la Montaña Baja de Guerrero se clava en los huesos, pero La Señora, como la conocen por estas colinas, apenas usa huaraches y un vestido cubierto por un fino mandil. Ni siquiera se tapa con el fular rojo que cruza su traje tradicional de vivos rosados, verdes y bordados naranjas.
La primera vez que esta mujer nahua salió de su poblado fue en mayo de 2006 para llevar al hospital a un hijo herido de bala. La segunda vez que pisó la ciudad fue días después, para ir a la cárcel a pedir explicaciones por sus dos hijos mayores, David y Bernardino, detenidos junto a otros seis vecinos. El resto de hombres de Rincón de Chautla tuvieron que huir para eludir el mismo destino y entre el centenar de habitantes tan sólo quedaron mujeres. Nombraron a Escolástica para tomar las riendas.
—Nos decían que nos íbamos a morir de hambre. Pero, tenemos manos, pies, podemos trabajar. Las señoras empezamos a cultivar la mazorca y nunca nos faltó qué comer —cuenta, blandiendo su mano izquierda mientras que en la derecha empuña la culata de madera de su arma de caza.
Aquella mujer escuálida, alta, de venas y arrugas marcadas, no se limitó a arar y cuidar el ganado, sino también a exigir al ayuntamiento mejoras en la rampa de acceso, láminas para los tejados, un enfermero y un maestro. Cuando al alcalde de Chilapa le preguntaban por qué Rincón de Chautla tenía una cancha tan bonita con techado y gradas, respondía que la Señora le había seguido a todas partes para insistirle, a diferencia de otros comisarios que sólo entregaban los papeles y se desentendían.
Para ese entonces Escolástica ya había interiorizado que la justicia en Guerrero no se logra en los tribunales. Se llenó de valor y se presentó en varias asambleas para exponer el caso de sus hijos presos, de la mano del activista Ranferi Hernández, asesinado en 2017 cuando aspiraba a gobernar Chilapa, maniatado y quemado en su vehículo junto a su esposa, su suegra y su chófer.
“Ay, las mujeres, ¿quién las estará apoyando? Van de acá para allá y al final van a sacar a sus presos. Si supiera quién las está apoyando, le voy a dar su balazo”, parafrasea las amenazas de sus contrarios. Escolástica pasó de ser ama de casa a dar mítines y abanderar marchas en Chilpancingo, Acapulco y Ciudad de México.
Sus hijos salieron de la cárcel a finales de 2008, dos años y nueve meses después de ser acusados del asesinato de dos hombres, un homicidio que nunca se comprobó, pero cuyo proceso dilataron hasta desarticular su lucha social.
***
Bernardino Sánchez Luna acompaña a su madre a todas partes, pero su relación es más de camarada que de progenitora. Hacia el año 2000, él y su hermano David reunieron a varios vecinos para recorrer la carretera donde habían aumentado los asaltos. Rincón de Chautla, una minúscula aldea que ni siquiera aparece en los mapas, se opuso ferozmente a los planes del gobierno de expropiarles sus parcelas. Ya sumaban una cuarentena de comunidades en defensa del territorio cuando los aprehendieron.
Al salir de prisión, muchos de los poblados se habían unido a grupos delictivos y otros habían desistido por miedo a represalias. Desde 2010, se recrudeció el vetusto conflicto con los vecinos de Zelocotitlán, incorporados al grupo criminal de Los Ardillos, que presionaban para apropiarse de unos terrenos.
—Las localidades que ya estaban controladas por el crimen nos negaban el permiso para cortar un poco de leña de uso doméstico, pero ellos cargaban camionetas enteras de troncos. Se apoderan de todos los recursos naturales para sacarle más beneficio y dominar a la comunidad. Ya no podíamos agarrar agua sin más, teníamos que pedírselo a ellos (los narcotraficantes) —explica.
***
Ayahualtempa es el último reducto de la CRAC-PF, que a comienzos de siglo emergió con fuerza en las colinas de Chilapa. Sólo se puede llegar por una retorcida carretera, puesto que, según nos avisan, la otra entrada está custodiada por agentes municipales al servicio del crimen organizado. De un vistazo se cuenta el puñado de jacales donde su medio millar de habitantes son vigilados con facilidad por el cártel desde los picos.
En la cancha nos esperan una decena de policías comunitarios, convocados para proteger a Escolástica y Bernardino. Todos portan escopeta, la mayoría de calibre 12 y 16, y algunas de posta cuyo cartucho florea la metralla al impactar. Tres chozas de teja prueban la superposición de autoridades, identificadas con sendas pintadas: la casa de justicia, oficina de la CRAC-PF; la casa de seguridad, el cuartel en desuso de la policía municipal, y la casa de seguridad comunitaria, el calabozo de puerta enrejada donde se consuman los procesos de reeducación, el eufemismo para un encarcelamiento que suele ir acompañado de palizas.
La policía comunitaria resguarda varios de los caminos circundantes y recorre permanentemente la localidad en parejas que concilian las labores policiales con las del campo. Desde las seis de la mañana, los hombres parten en burro con sus hijos y escopetas a sus parcelas de maíz o frijol. Las gredosas calles se vacían hasta que algunas mujeres salen a comprar algo a la única tienda de abarrotes. Las ventanas de adobe exhalan el humo de las cocinas de leña, que hacia el mediodía empiezan a guisar la inquietud cotidiana de pensar si esa tarde regresarán o no sus maridos.
Inés Viarra hace tres años que ya no espera al suyo. El 9 de julio del 2018, partió a una protesta en Chilapa para pedir fertilizantes y lo encontraron a los cinco días tendido en una cuneta con un agujero de bala en la cabeza. David Domingo Alonso era policía de la CRAC-PF. La joven tenía 21 años cuando lo asesinaron y estaba embarazada de su segunda hija, que llora sin parar hasta que su madre la alza en brazos.
—Aquí dentro no tenemos tanto miedo, porque (los policías comunitarios) cuidan allí arriba. Si no estuviesen, alomejor nos diría el comisario que nos integráramos a Los Ardillos —apunta Inés—. Tiene un año que no hemos salido, por el miedo a que nos ataquen.
Como cada día, la viuda prepara en el comal unas tortillas de maíz para llenar el estómago de sus hijas. El gobierno estatal le requirió abrirse una cuenta bancaria en Coppel, una cadena de grandes almacenes, donde supuestamente le iban a depositar una compensación que jamás recibió. Durante meses trabajó con su padre para emparejar el solar donde le habían prometido construir una casa de la que ni enviaron los materiales. Tampoco detuvieron a los autores del crimen, algo que al menos le ayudaría a dormir tranquila. La joven se ha resignado a pelear por alimentar a su familia que, como siete de cada diez en el municipio, viven en la extrema pobreza.
—Cuando los sicarios entran a una comunidad terminan con todos los hombres. ¿Si ya mataron a los maridos, quién nos va a defender? Nosotras mismas nos vamos a defender —alienta Escolástica a Inés, que asiente incrédula—. El gobierno dice que no es bueno que las mujeres y los niños se organicen, pero el grupo delictivo no viene nada más por los hombres, viene por todos. También se acaba a las mujeres y niños. No hay que tener miedo a agarrar un arma. No es para matar a un inocente, es para cuando nos vengan a atacar.
Ayahualtempa tiene 14 huérfanos y 34 familias desplazadas. Es también el último refugio para las localidades de la región fustigadas por el narco. Por eso Los Ardillos supervisan todos los vehículos que se dirigen hacia esa trinchera, de la que solo se puede salir antes de las dos de la tarde, antes de que el cártel redoble sus rondines. Los comuneros sólo pueden movilizarse a pie por el denso bosque de pinos y encinos por donde los delincuentes extrañamente se adentran.
—Es nuestra única forma de salir de la comunidad. Los Ardillos no caminan por ahí. Los jóvenes se meten a sicarios y ya se olvidan del monte. Sólo utilizan carreteras principales, para levantar (secuestrar) a gente, dejar cadáveres… —cuenta Escolástica sobre una dinámica criminal que precisa de un alto nivel de impunidad y siembra un terror extremado entre la población.
La Señora decidió tomar las armas tras el ataque a Rincón de Chautla a comienzos de 2019 y participó en un entrenamiento militar junto a otras mujeres de avanzada edad. En sus seis años de lucha, la CRAC-PF apenas acaba de lograr un programa para que el gobierno federal les compre el excedente de maíz que les resulta imposible de vender ante el impedimento para sacar sus mercancías. Pero, a Escolástica no se le borra la desdentada sonrisa ni al asimilar una posible muerte por decapitación:
—El gobierno nunca ha venido a defendernos. Ya no necesitaré su apoyo, si van a venir sólo para recoger mi cabecita.
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