Cuidar nos conserva, nos sostiene y nos reúne, pero también nos arrasa y nos agota. En Fruto, las contradicciones del cuidado se abordan a partir de catorce voces que se van trenzando para construir un libro transgeneracional que explora una obviedad poco reconocida: las historias de crianza no se reducen a las madres, sino que nos involucran a todas. No todas somos madres, pero todas hemos cuidado y hemos sido cuidadas. Fruto es un conjuro de mujeres, el resultado de prestar oídos a nosotras mismas para encontrar lo que nos convoca. Ésta es una de las voces que habitan el libro.
Texto: Daniela Rea*
Ilustración: Especial
La necesidad de escribir sobre el cuidado, más que la maternidad, fue abriéndose espacio, como se abrieron espacio mis hijas entre mis piernas, entre lo que era y lo que soy. No todas somos madres, pero todas hemos sido hijas. Todas hemos cuidado y hemos sido cuidadas.
“Todos somos hijos, todos somos transcurrir y esporas”, como escribió la poeta Maricela Guerrero. De eso quería escuchar y escribir. Como si al escucharlas sus palabras me abrazaran; como si al escribirlas estas palabras las abrazaran.
A Jenny la conocí mientras reporteaba una historia sobre los call centers y las condiciones laborales. Jenny había cumplido 18 años y había abandonado la preparatoria porque necesitaba pagar la renta del cuarto donde vivía con su hermana pequeña. Así comenzamos a platicar de los cuidados y dejamos de lado las violencias laborales.
Entrevisté a Jenny y ésta es la historia que ella me contó.
Desde que tengo memoria mi vida ha sido algo así como un infierno, salvo por mi mamá. Ella me da buenos consejos, pero no sé por qué no los sigue también. Ella me ha dicho: no te busques a un hombre que te pegue, no te busques a un hombre que te maltrate, no te busques a un hombre que te haga menos, no te busques a un hombre que lastime a tus hijos. Pero ella vivió con un hombre que hizo todo eso. Yo no entendía por qué ella seguía ahí, si mi papá le pegaba, mi papá la maltrataba, mi papá la hacía menos, mi papá le quemaba su ropa.
Yo aprendí que si a ella le pegaban, a mí me pueden pegar.
Tengo dos hermanas mayores, una de veinticinco y otra de veintidós. La primera me contó que mi papá le pegaba muy feo porque no quería que tuviera amigos; la segunda, igual. La primera se casó a los 17 por miedo a seguir viviendo en casa, la segunda se fue después de la golpiza que le dio por quedar embarazada.
Mis hermanas me contaron que mi papá siempre fue así. Sonará feo, pero no me atrevo a decirle papá, porque un papá te quiere y te apoya, no hace ese tipo de cosas.
¿Cómo se le dice entonces? ¿Cómo se le dice al hombre que tiene la responsabilidad de cuidarte y en cambio te violenta? ¿Cómo se le llama a esa contradicción?
Mi papá… insisto, es muy machista.
Mi papá le ha pegado a mi mamá, quemaba la ropa de mi mamá, quemaba la ropa de nosotras. Una vez llegó a oler la ropa interior de mi mamá para vigilar que no lo engañara, que no oliera a otro hombre. Yo le dije a mi mamá que eso no estaba bien. Otra vez la violó… ¿cómo se podría decir?, ¿anal? Porque decía que por ahí era el único hoyo donde no era puta.
Con el tiempo he tenido que aprender a quererme a mí misma, porque yo no me quería. Yo por lo que vivía, no me quería. Yo quiero hacer algo mejor; si ellos pasaron esto, yo quiero pasar cosas diferentes, no ser lo mismo. Va a sonar raro y la verdad, la verdad, siento feo al ver cómo todos siguen el mismo patrón.
Las violencias del mundo, el machismo, el racismo, se filtran en nuestras casas, en nuestras vidas y, pese a ello, intentamos decir “no”, construir algo mejor para nosotras, para nuestro futuro. En su ensayo “Hombre niño: la respuesta de una feminista lesbiana negra” la escritora Audre Lorde planteó que “criar niños negros —mujeres y hombres— en la boca de un dragón racista y sexista, es peligroso y arriesgado. Si no logran amar y resistir al mismo tiempo, es muy probable que no logren sobrevivir. Y para poder sobrevivir, tienen que dejar ir. Esto es lo que las madres buscan —amor, supervivencia— esto es, la autodefinición y el dejar ir. Para cada una de estas cosas, la capacidad de sentir las cosas con intensidad y reconocer esas sensaciones es fundamental: cómo sentir amor, cómo no desestimar el miedo pero tampoco dejarse abrumar por él, cómo sentir profundamente”. Lorde construye la metáfora del dragón para visibilizar la violencia patriarcal y decirnos que el problema no es el otro, el hombre, sino la estructura patriarcal. Hijos, hijas que no sean destruidos por ese dragón, que sepan que esa opresión viene de un mundo que los prepara para odiar a las mujeres y a sí mismos. Que amen, que se amen y se resistan a ese dragón.
Mi cuñado le pega a mi hermana, no la deja usar celular, no la deja pintarse, dice que si se pinta parece payaso, que si usa falda parece puta, que si usa esto parece no sé qué. Mi otra hermana estaba embarazada y mi papá le dio una golpiza y se tuvo que ir de la casa y su novio le dio otra golpiza y perdió al bebé.
Yo aprendí que si a ellas les pegaban, a mí me pueden pegar.
No me podía poner una playerita sin mangas porque mi papá me decía, estás enseñando el brazo, estás diciendo que eres fácil, estás queriendo decir que vayan y que te hagan algo ahí en la esquina. Y yo le decía que no, que él estaba mal. Incluso, con lo que yo quiero estudiar, mi papá se opone. Yo quiero estudiar ingeniería mecánica y él no quiere, que porque ese trabajo es sólo para hombres. Él dice que yo tengo que trabajar de enfermera, de cultura de belleza, secretaria, licenciada, cosas que a mí no me gustan. Mi papá yo creo que necesita ayuda, pero pues ya está viejito, ya…
Cuando veía que mi papá le iba a pegar a mi mamá, me metía en medio y yo le decía que primero me pegara a mí. No sé de dónde aprendí eso, a defender a mi mamá. A lo mejor no sabía qué estaba haciendo, pero tenía miedo de que la pudiera matar.
¿De dónde lo aprendió? ¿Dónde aprendimos a defendernos? Tengo un sueño recurrente, o más bien una sensación recurrente en los sueños: me atacan o atacan a alguien a quien amo, y mi respuesta es rendirme. No opongo fuerza al violador, no busco a mi mamá y hermana cuando las desaparecen, no intento escapar del soldado que está por dispararme en la nuca, no corro hacia la montaña cuando una ola de 30 metros emerge frente a mí. Me gustaría tener el coraje de defenderme.
Mi papá, cuando yo nací, él no estaba aquí. Estaba en Estados Unidos y cuando volvió, me dijo que yo no era su hija. Tú no eres mi hija, siempre me lo decía, me lo hacía saber de muchas formas. Un día estábamos cenando en la mesa toda la familia, mi papá agarró mi plato y lo puso en el suelo, me dejó mi plato como si fuera un perro: tú comes acá porque no eres mi hija. Entonces mi mamá a escondidas me pasaba unos pedacitos de comida, ten, mira, come esto. Yo entendí que mi papá le hacía daño a mi mamá por mi culpa y yo tenía que defenderla porque ella sí era mi mamá. Yo creo que por eso me metía entre los dos.
Varias veces fui a la policía, a decirles, mi papá le pega a mi mamá y no me hacían caso. Le dije a mis tíos, no me hacían caso; decían que yo era una niña, que no sabía cosas de adultos, que dejara a los adultos resolver sus problemas, que yo no tenía por qué meterme porque no era nadie; simplemente, no era nadie. Mi papá me decía que el día que yo tuviera a mi pareja o mi novio yo lo iba a entender, iba a entender por qué lo hacía.
Tú no entiendes las cosas de los adultos, le dicen en la casa, en la calle, en la policía. Infancia viene del latín infans que significa “el que no habla”. En la práctica, en la vida cotidiana, pareciera que el infante no es tanto el que no habla, sino el que no es escuchado. No es que las niñas no entiendan las cosas de los adultos, es que los adultos no queremos escuchar ese entendimiento, esa confrontación del daño. Los adultos como padres (y madres) y los adultos como un Estado que se erige autoritario, utilitario, asistencialista en su relación con las infancias, una relación de propietario y propiedad. Hablar de violencias es desmontar el patrón tutelar, la mirada adulta en la que se basa nuestra cultura y la relación con las infancias, históricamente, y junto con las mujeres, personas de segunda clase.
Hubo una ocasión, yo tenía como diez años, mis papás estaban peleando, discutieron porque mi mamá salió en falda, pero salió en falda al tobillo. Mi mamá salió así por nosotras a la escuela y él llegó y la jaló de los pelos en la calle y le pegó. Entonces, no lo niego y sé que está mal, yo me metí a la casa tras ellos y había un sartén en la estufa y agarré el sartén y, yo sé que estuvo mal porque es mi papá, se lo aventé en la espalda y le dije que ya no quería que tocara a mi mamá. Aún tiene las marcas del aceite hirviendo en su espalda.
Nuestras historias tratan de la vida o la muerte, tratan de las frustraciones, del miedo. Jenny intenta salvar a su mamá de la violencia. La vida de la infancia es muchas cosas menos un espacio de inocencia. Desde niñas aprendemos que afuera —o muy dentro— hay algo que nos amenaza y que si no gritamos, con una cazuela de aceite hirviendo o con una súplica, vamos a perder. Pese a la barbarie, nos decía la escritora Agota Kristof en la historia de Claus y Lucas, los niños van encontrando y construyendo sus códigos morales.
¿Qué es lo que quieren de una mujer? ¿Qué es lo que los hombres quieren de una mujer? Mi familia toda, en general, es machista: mi papá, mi abuelo, el hermano mayor de mi mamá, mis tíos, mis primos, por lo que he visto, siguen los mismos pasos. Creen que la mujer nomás tiene que quedarse en casa y el hombre a trabajar y hacer lo que él quiera.
¿Qué es lo que quieren de una mujer? Me hago esas preguntas diario. Me metí mucho al tema y estuve preguntándole a mis amigos en la escuela, ¿tú qué piensas? Y ellos decían, pues es que una mujer cuando se viste así, algo quiere, y yo les decía, ¡es que no es eso! Y todos me decían que sí.
Mi mamá me dice que yo trato de pelear con todo el mundo y no se puede; que yo trato de arreglar a todo el mundo y no se puede. Yo le digo que no sé, pero si cambia uno, a lo mejor ese uno cambia a otro y así.
Yo sé que no voy a arreglar a toda mi familia, pero lo único que trato ahorita es ayudar a mi hermana la más pequeña, tiene ocho años. A veces la encargábamos con la vecina a que la cuidaran y el hijo de la señora tocaba a mi hermanita, la tocaba… Falté mucho a la escuela para llevar a mi hermana al psicólogo.
Mi papá ahorita no vive con nosotros y tiene una orden de alejamiento hacia mi mamá. Yo misma fui y lo demandé; ya no puede acercarse a mi mamá. Estaba en la casa bien borracho y amenazó con matarnos a todas, nos dijo que iba a explotar un tanque de gas, nos dio mucho miedo y había vecinos de testigos y me animé a la denuncia. Le pedí a mi hermana las fotos de cómo mi papá había golpeado a mi mamá y ahora sí me hicieron caso.
No fue fácil hacerlo, denunciar a mi papá. A pesar del maltrato y de que él decía que yo no era su hija, pues yo sí lo quiero, yo sentí feo al denunciar a mi papá, pero a la vez dije que estaba bien, porque ya no quería que le hiciera daño a mi mamá ni que mi hermanita viera ese tipo de cosas, porque, de hecho, ¡para mí, mi hermana es como mi hija! Prácticamente yo la baño, yo la llevo a la escuela, yo voy a sus juntas, yo soy su tutora, ¡todo soy para ella!
No todas somos madres, pero todas hemos cuidado y hemos sido cuidadas.
Le dije a mi mamá que me llevaría a mi hermanita si ella no dejaba a mi papá y aceptaba una ayuda. Mi mamá me dijo que estaba loca ¿cómo le iba a quitar a su hija?, que yo apenas era una niña. Entonces dejé de estudiar porque no quería dejarlas solas ni un momento. Pero luego me tuve que meter a trabajar y renté un cuartito y ahí me las llevé. Primero a mi hermana, luego mi mamá me creyó y decidió irse con nosotros.
Jenny se rebela al sometimiento de su mamá, opta por no aprenderle, no heredarlo. La poeta y teórica feminista Adrienne Rich escribió en Nacemos de mujer, que “muchas hijas guardan rencor hacia sus madres por haber aceptado con demasiada pasividad lo que sea. La conversión de la madre en víctima no sólo la humilla a ella, sino que mutila a la hija que la observa en busca de claves para saber qué significa ser mujer”. ¿Es así? ¿Es rencor lo que sentimos las hijas hacia nuestras madres por no haber dicho “no”, por no haberse defendido, por haber permitido los golpes, el abuso? Puede haber también otras cosas, ¿verdad, Jenny? Puede haber compasión y reciprocidad.
Mi mamá como que todavía no supera que ya no esté con él. Se acostumbró a él, a los golpes, al maltrato y a veces le cuesta entender por qué me salí y las saqué de ahí. En el fondo yo siento que ella pensaba que todo eso estaba bien porque mi abuelito hacía lo mismo con mi abuelita. Me ha costado trabajo explicarle a mi mamá que eso no está bien. Para mí lo más difícil de todo lo que viví es que ella haya aprendido a vivir con tanto maltrato, con tanto dolor, que se le haga normal, que piense que las personas pueden hacerle daño y está bien. Como que eso me hace sentir que ella no se ha querido. Eso es para mí lo más difícil, que ella no se haya querido.
¿De dónde viene la mirada con que nos vemos a nosotras mismas? ¿Para querernos necesitamos que antes alguien nos haya querido? “Acabé amándome a mí misma tercamente, como fruto de la desesperación porque no había nada más. Un amor así puede servir, pero sólo servir, no es precisamente lo ideal; tiene el sabor de algo que se ha dejado en la alacena que se vuelve rancio y al comerlo te revuelve el estómago. Puede servir, puede servir, pero sólo porque no hay nada más que ocupe su lugar”, escribió la novelista Jamaica Kincaid en Autobiografía de mi madre. Y aunque Jenny intenta ocupar ese lugar, convencer a su madre de que se mire como una mujer valiosa, parece no ser suficiente, parece que sus palabras no alcanzan para que su madre se quiera. ¿Está eso al alcance de nuestras manos?
Ahora me gusta estar en casa, antes no. No era nada agradable llegar de la escuela con miedo de qué voy a ver, qué va a pasar ahora, mi papá le va a pegar a mi mamá, mi papá va a hacer esto, va a hacer el otro… yo vivía como que con un miedo a llegar a mi casa. Ahora me gusta estar en casa, me gusta meterme a mi cuarto y escuchar música a todo volumen y cantar fuerte, siento que me llena. No lo sé pronunciar, pero me gustan los Bitles. Hay una canción que me gusta mucho, es ésta:
When the night has come
And the land is dark
And the moon is the only light we’ll see
No I won’t be afraid
Oh, I won’t be afraid
Just as long as you stand, stand by me
So darling, darling stand by me
Oh, now, now, stand by me
Stand by me, stand by me
Esa canción dice que siempre va a estar esa persona, que, a pesar de lluvias y tormentas, siempre va a estar. Se la canté a mi mamá, le dije que es una canción que la representa, siempre voy a estar para ella. Y todo lo que tenga o pase, yo voy a estar ahí, con ella. Se la he puesto a todo volumen, pero luego me dice es que no le entiendo, y luego le pongo la canción subtitulada y se pone a llorar porque dice que no le gusta que le enseñe ese tipo de cosas, que se siente feo porque ella no nos defendió lo suficiente ni estuvo para nosotras lo suficiente, que si aguantó tanto tiempo fue por nosotras, porque no quería dejarnos sin un papá, porque no quería que nos hicieran burla en la escuela porque no teníamos papá, pero que se equivocó.
Recuerdo a las mujeres de las que escribe la novelista Miriam Toews en Ellas Hablan, madres de jóvenes que fueron violadas por hombres en su comunidad. A lo largo del libro estas mujeres tratan de resolver qué hacer en respuesta a esos abusos. “Cuando nos hayamos liberado, tendremos que preguntarnos quiénes somos. Ahora pregunta: ¿Digo bien si digo que en este momento las mujeres estamos preguntándonos cuál era nuestra prioridad y qué está bien, si proteger a nuestras hijas o entrar en el Reino de los cielos?”, dice una de las protagonistas. Imagino a la madre de Jenny como a ellas, pensando de qué se trata cuidar a una hija y cuál de todas las posibilidades es la correcta. ¿Cuidar a las hijas es cuidar a la familia o a la comunidad? ¿Cuidarlas de sus padres y sus hermanos? ¿Cuidarlas de la violencia o la vergüenza?
A mí me pone triste eso, que se castigue tanto después de todo lo que le hicieron. Yo creo que mi mamá lo dice porque permitió tanto maltrato, ha de pensar que nos falló, pero para mí, a mí no me ha fallado porque el único que me falló fue él, no mi mamá.
*Este texto es un fragmento del libro Fruto de Daniela Rea Gómez, publicado por Ediciones Antílope en 2023.
Reportera. Autora del libro “Nadie les pidió perdón”; y coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado”. Dirigió el documental “No sucumbió la eternidad”. Escribe sobre el impacto social de la violencia y los cuidados. Quería ser marinera.
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