Por las tardes, Ciudad de México muestra su inmensidad entre los mares de gente que van de un lado a otro: trabajadores, políticos y amas de casa que coexisten por igual en el espacio público. Pero al caer el sol la ciudad la habitan otros, unos que mueren en los días para vivir de noche.
Texto y fotos: Alejandro Ruiz
CIUDAD DE MÉXICO. – “Ahora anochece más temprano”, dice mi vecina mientras destiende la ropa de la azotea. Le respondo que sí, pero que tal vez sea cosa de que nos volvamos a acostumbrar a este nuevo horario. Me despido de ella mientras bajo las escaleras del edificio que compartimos. “Váyase con cuidado joven, que de noche no se sabe”, me recomienda antes de cerrar la puerta. Me quedo pensando.
Apenas pasan las ocho de la noche. En las calles aún hay coches y ruido, y los bares que están por mi casa todavía tienen clientes disfrazados por la víspera de Halloween. Decido tomar el Metro, me dirijo hacia el centro de la ciudad. Ahí, quedé de verme con un amigo para que me acompañara a un recorrido por las catedrales góticas de la ciudad. Queremos recuperar imágenes y testimonios de la banda dark.
En el Metro, turistas disfrazados con máscaras de luchadores se suben al vagón en donde viajo. Van riendo, hablando en inglés. Nadie parece mirarlos, el resto de la gente es indiferente a lo que esas personas dicen. También hay niñas y niños con la cara pintada acompañados de sus padres, pienso que tal vez van a pedir calaverita en los negocios del centro. El resto de la gente en el vagón, sin embargo, no vamos disfrazados más que con nuestra ropa habitual. Hay quienes llevan trajes, otras personas visten casual, otros más con chalecos naranjas y cascos en sus manos, “vienen de chambear”, me digo a mí mismo. El Metro llega a Pino Suárez, la estación donde tengo que bajarme. Al salir, los comerciantes rompen el ruido de los trenes yendo y viniendo.
“Pásele, güerita, lleve el disfraz de Harley Quinn”. “Sangre falsa, para que espante a su vecino”. “Elotes, tacos, hamburguesas, ¿cuántos le pongo, güero?”. Aunque tentado, sigo mi camino. Sobre la avenida veo más gente disfrazada, el atuendo más común es el de la catrina o el catrín. Parece como una procesión de esqueletos, con los rostros cansados, que caminan entre las luces de negocios cerrados. Solo a lo lejos, y casi imperceptible por los gritos de vendedores o los motores de los camiones, se escucha música de bares y risas de grupos de amigos. En los rincones más oscuros, esos que están alejados del bullicio, personas que viven en la calle comienzan a extender cartones en el piso para pasar la noche. También se ríen, abren botellas de alcohol barato, ponen música en bocinas portátiles. De pronto escucho que uno de ellos me habla:
–Carnal, ¿traes un cigarro?–, me dice.
–No, apenas voy a comprar unos–, le digo.
–Bueno, con cuidado carnal.
¿De quién debía cuidarme?, pensé. Llego a donde mi amigo.
30 de octubre, 20:30 hrs. Calle de San Jerónimo, Centro Histórico
La primera parada es un bar en la calle de San Jerónimo, muy cerca del claustro de Sor Juana, que tenía anunciada una tocada de punk. Al llegar, sin embargo, las puertas de ese lugar estaban cerradas. Un grupo de punks estaba sentado sobre el jardín. Caguama en mano, escuchaban la música de los otros bares que están en la calle.
–¿Ya no se armó?– les pregunto.
–Nel, que según lo clausuraron ayer porque se hizo un desmadre– dice uno de ellos.
Mi amigo y yo nos quedamos viendo un par de segundos. Después, nos metimos al otro lugar en donde sonaba la música. Pedimos una cerveza, platicamos. Y un poco decepcionados estuvimos a punto de abandonar el plan de la noche. “Yo creo que no vamos a encontrar nada, todo va a estar cerrado”, decía él. Y tal vez tenía razón, pero yo estaba decidido en continuar con mi objetivo. Pasaron los minutos, y tras acabar nuestra cerveza mi compañero decidió abandonar la misión.
Llegando afuera de su departamento me invitó a pasar y comer algo. Yo le dije que no, “voy a ver qué encuentro, algo debe de haber”, le dije. Nos abrazamos para despedirnos, y después de un par de palabras me dice: “Cuídate, me avisas cualquier cosa”. Sus palabras resuenan en mi cabeza mientras camino. “¿De quién debo cuidarme?”, vuelvo a preguntarme.
30 de octubre, 22:00 hrs. Calle Donceles y alrededores del Centro Histórico
Decido caminar. Me dirijo hacia el siguiente destino planeado, un bar ubicado en la calle de Donceles. Tengo la esperanza de que esté abierto. En el trayecto me doy cuenta que cada vez hay menos gente en las calles. Las luces de los negocios ahora se han apagado, dejando solo el alumbrado público amarillento que nada más ilumina algunas esquinas. El resto es oscuridad.
En las fachadas de las tiendas, las cortinas cerradas se vuelven una suerte de almohadas para quienes ahí pasan la noche. Los vasos desechables, platos, colillas de cigarro y empaques de comida ahora son basura. Hay quienes los recogen, juntando lo que puedan vender en el reciclaje. Las imágenes de personas durmiendo –o inconscientes– en las aceras me hace reflexionar.
Durante el mes de septiembre, según la Fiscalía capitalina, ocurrieron 19 mil 329 delitos del fuero común en la ciudad. Un promedio de 625.5 delitos diarios. De estos, mil 120 fueron atentados contra la vida y la integridad corporal. Es decir: feminicidios, homicidios, lesiones y tentativas de homicidio y suicidio. El mayor número de hechos registrados, sin embargo, son delitos contra el patrimonio: robo a transeúntes, a casas, a automóviles, etcétera.
La mayor parte de los delitos registrados en septiembre (el 90.1 por ciento), detalla la Fiscalía, ocurrieron en la alcaldía Cuauhtémoc. O sea, en el Centro Histórico y sus colonias aledañas. Y aunque no existe una estadística oficial que detalle los horarios en los que más se delinque en la ciudad, la noche, sin duda, es la hora perfecta para eso. Por eso, tal vez, los esqueletos que hace unas horas se paseaban por estas calles ya se fueron. Por eso, tal vez, hay una sensación de ser constantemente observado mientras uno camina por aquí.
Busco la luz, y contrastante con el resto de las calles, llego a Madero. Ahí, los antros/terrazas siguen a tope con la música. Comerciantes siguen gritando para vender sus mercancías. Los turistas siguen caminando con sus máscaras y disfraces. Dos cuadras después, sin embargo, todo está vacío. El bar al que me dirigía está cerrado, y un señor con un carrito de supermercado me mira detenidamente. Después, sin hablarme, comienza a cantar una canción:
“Esto es un asalto chido/ Saquen las carteras ya / Bájense los pantalones / Que los vamos a vasculear”.
Yo sigo mi camino.
31 de octubre, 00:30 hrs. Avenida Insurgentes, Ciudad de México
Sigo caminando buscando aquellas catedrales góticas prometidas, pero todas están cerradas. Hago algunas llamadas, pero todas las respuestas son igual: me dicen que me dirija a tal o cuál lugar. Que hable con tal persona… Comienzo a pensar que esta misión será fallida.
Llego hasta Buenavista, y al ver otro lugar cerrado decido caminar hacia mi casa. Paso por la colonia Tabacalera, y veo un montón de gente formada esperando los autobuses económicos que van hacia Oaxaca. Jóvenes y adultos, niñas, niños, extranjeros y familias enteras esperan ahí. Tal vez, pienso, este sea el porqué hoy no hay nada: todos buscan escapar de la ciudad.
A un lado de la central improvisada en medio de la calle, trabajadoras sexuales y señores emborrachados deambulan.
–¿Todos los domingos es así? – le pregunto a una trabajadora sexual.
–No, no todos están así de muertos. Siempre hay alguien, o algo qué hacer. Es buscarle– me dice. Después, repone:
–Todo depende qué estés buscando ¿verdad? – y se empieza a reír.
Decido seguir con mi camino, y a unas calles del Caballito me encuentro a Alan con una caguama en la mano. Detrás de él una puerta negra está cerrada. A su lado, otros hombres vestidos de negro platican y sueltan carcajadas.
Alan es guitarrista de una banda de crust punk. En la escena nacional, algunos de sus proyectos musicales se han convertido de culto para este género. Ahora se presenta con su banda Profanator. Me acerco a hablarle.
–¿Qué hay acá? – le pregunto.
–Hicimos una tocada, viene una banda de Costa Rica, y otras locales. Yo también voy a tocar– dice.
Me invita a pasar. La puerta negra se abre y el ruido de los instrumentos da la bienvenida a otro mundo. Adentro hay menos de 20 personas, algunas de ellas ya bastante alcoholizadas. Pero no parece importarle a nadie.
En el escenario, el vocalista de la banda que está tocando toma el micrófono. Manda un par de saludos, y luego, como mirando a la poca gente que está aguantando, dice:
“Hoy ya es lunes, y ustedes están aquí cotorreando. ¿Por qué? Porque somos unos pinches aferrados. Gracias por no dejar que la escena muera, aunque en esta ciudad todos están muertos”.
El joven de la barra también asiente. Me acerco a preguntarle si no está cansado. Y con una sonrisa en el rostro dice: “Nel, amo mi trabajo. Aquí la gente no tiene disfraces, o bueno sí, pero no por el Halloween”.
Me quedo ahí hasta el final, pasadas las tres de la mañana. Al salir, voy a cenar algo, a esos cafés cerca del zócalo que nunca cierran. Son las cuatro de la mañana. En el camino encuentro a un señor sentado en la Alameda, mirando la noche pasar. A un lado de él, un muchacho con ropa de chef fuma un cigarrillo. Me siento a su lado. Le hablo al señor.
–¿Qué anda haciendo por acá tan tarde, don?
–Se me fue el Metro. Me quedé viendo el desfile de las motos, y ya cuando reaccioné ya era bien tarde. Entonces me estoy aguantando a que vuelva a abrir.
–Chale, qué mala suerte. ¿Hasta dónde va?
–Hasta Los Reyes…
Nos reímos un poco. Le pregunto si no le da miedo estar sentado ahí a esas horas. Sereno, me responde:
–Pues no, mucha gente a esta hora viene saliendo de chambear, o va a chambear. Cuando todos duermen, ellos despiertan. Parecen zombis, ahora que es Halloween, ¿verdad? Así es la vida. Me da más miedo que se me aparezca un nahual.
Nos volvemos a reír. Me despido del señor. “Cuando todos duermen, ellos despiertan”, repito en mi cabeza. “Cuando todos mueren –juego un poco con la frase– ellos despiertan”.
Son las 06:30 del 31 de octubre y llego a mi casa. Vuelvo a escuchar a mi vecina, desde la azotea, tendiendo su ropa. “Qué bonito día”, dice. Yo apago la luz.
Periodista independiente radicado en la ciudad de Querétaro. Creo en las historias que permiten abrir espacios de reflexión, discusión y construcción colectiva, con la convicción de que otros mundos son posibles si los construimos desde abajo.
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