Este es el relato de un viaje con integrantes de una cooperativa de silvicultores mayas para vender carbón en Playa del Carmen. Su historia refleja las dificultades y sorpresas que encuentran las comunidades campesinas de la Península de Yucatán al intentar insertarse en la economía de mercado
Texto y fotos: Noé Mendoza
QUINTANA ROO.- Protegidos por el dosel selvático, grillos y ranas emiten una lírica punzante que por momentos pareciera ser el sonido de las estrellas y abarcar toda la noche. Pero hay un momento en la madrugada cuando su canto frenético disminuye con gentileza y se puede disfrutar de la danza del follaje acariciado por el viento que no duerme. Fue durante ese par de horas previas al amanecer, cuando mis pasos de caminante desmañanado atravesaban las calles del poblado San Gabriel. A pesar de mi empeño por suavizar la fricción entre las suelas de mis zapatos y la gravilla suelta, tras un breve lapso, parecía que todos los perros del pueblo habían registrado mi presencia. Furiosos ladridos provenían de todas las direcciones, algunos se percibían crujientes, amenazantes y cercanos, otros eran distantes y místicos. Para los recelosos canes, un extraño que merodea en horario inusual cerca de sus dominios no puede ser interpretado sino como una amenaza. Es probable que pocas cosas disfruten más los perros de las zonas rurales del sureste de México que tergiversar en colectivo la sutil contemplación de un apacible paisaje nocturno.
Me dirigía a una cita, para iniciar a las cuatro de la madrugada una larga travesíacon el objetivo de trasladar carbón vegetal a la ciudad de Playa del Carmen, en el corazón del polo turístico conocido como Riviera Maya. Alrededor de las 4:15 horas, el motor de una camioneta Ford F350, con capacidad de carga de 3.5 toneladas, encendió su motor y sepultó lo que había iniciado como una sosegada y fresca madrugada en un pueblo inmerso en la selva Maya.
El conductor, Norberto -presidente del comisariado del ejido y directivo de la cooperativa Carboneros del Sureste (Casur)- me saludó alzando las cejas, pero con una parquedad inusual.
-¿Y Don Alberto no va a venir?- le pregunté.
-Dice que algo le ocupaba hoy. Pero viene Aureliano.
En breve, se acercó a la camioneta Aureliano -secretario de Casur- invadido por un talante similar al de Norberto: el del hombre desvelado y en ayunas. Los tres nos acomodamos dentro de la cabina frontal de la camioneta, ocupando yo el sitio de en medio. La abultada y monolítica butaca anunciaba un trayecto inmisericorde para mis piernas que deberían ladearse y amalgamárseme las rodillas para no interferir con las maniobras imperativas de la palanca de velocidades. Al marcar el reloj las 4:30 horas, comenzó a rodar la camioneta. Dejamos San Gabriel teniendo en la mira al ejido Chacteob, el sitio donde recogeríamos nuestra carga.
En San Gabriel se produce carbón vegetal todo el año, pero esa semana, la bodega de carbón se encontraba casi vacía. El ejido cuenta con un Programa de Manejo Forestal que le permite comercializar aproximadamente 200 toneladas de carbón al año y Casur forma parte de una plataforma campesina de comercialización a través de la cual los productores de San Gabriel pueden vender sus productos directamente a hoteles y restaurantes de la Riviera Maya. Este proyecto cuenta con una bodega en Playa del Carmen que se coadministra con otras organizaciones rurales y de la sociedad civil. Uno de los objetivos del proyecto es prescindir de intermediarios y con ello obtener márgenes de utilidad mayores que incentiven el manejo ordenado de la selva.
El proyecto de comercialización ha avanzado, desde su creación en 2017, en la consecución de sus objetivos, pero en los últimos meses, Casur se ha visto en dificultades para poder comercializar carbón vegetal. Al interior del pueblo surgieron otras iniciativas deseosas de acopiar y vender carbón a los antiguos compradores-intermediarios quienes adquieren el producto directamente en el pueblo. Para resolver las fricciones y desacuerdos entre sus miembros, la asamblea ejidal acordó permitir que cada ejidatario disponga de un volumen de carbón a nivel individual y lo venda con quien más le convenga: ahora los ejidatarios tienen la opción de vender el carbón a Casur, quien comercializa principalmente en Playa del Carmen, o con los grupos informales que venden a los viejos intermediarios.El canal de comercialización de la cooperativa tiene perspectivas prometedoras, pero también implica retos para los miembros de Casur. Sus clientes –hoteles y restaurantes– solicitan producto en pequeñas cantidades cada semana o cada mes, a diferencia de los viejos intermediarios que compran un tráiler entero cuando el ejido lo requiere. Para poder competir en el mercado de la Riviera Maya, la logística de Casur debe ser eficiente y precisa. La cooperativa se ha visto en la necesidad de administrar cuentas por cobrar, que pueden ser pagadas hasta 90 días después de realizada la venta y también han tenido que implementarse controles administrativos que son poco atractivos para la visión de mundo que tiene un campesino de subsistencia.
Labores de carga y descarga de carbón vegetal en la bodega de la cooperativa
Más allá de los retos del nuevo esquema de comercialización, el surgimiento de los grupos opositores dentro del pueblo le quitó a Casur el uso exclusivo del volumen autorizado con que cuenta el ejido para hacer carbón. Ahora la cooperativa tiene que compartir el volumen autorizado con los grupos opositores y esto ha limitado sucapacidad dede cumplir los compromisos de surtir grandes cantidades de carbón a sus clientes en la Riviera Maya. Junto con sus aliados externos, Casur determinó que podía asociarse con algún otro ejido que contase con carbón legal y así seguir surtiendo a sus clientes cuando no haya suficiente carbón en San Gabriel. Se tejió entonces una alianza con el ejido Chacteob, el cual proveería los volúmenes que CASUR no pudiera producir. Casur estaría a cargo de recoger el carbón en Chacteob y llevarlo al centro de distribución en Playa del Carmen.
Dentro de la camioneta, la perspectiva desalentadora del largo viaje se diluyó cuando Norberto insertó en el estéreo un USB con docenas de corridos de los Tigres del Norte. De pronto, la incómoda cabina se transformó en el epicentro de una épica emprendedora protagonizada por quien se sabe situado en los márgenes.
“Dicen que venían del sur / en un carro colorado. / Traían cien kilos de coca, / iban con rumbo a Chicago.”
A las 5:15 horas nos detuvimos en el mercado de la cabecera municipal de José María Morelos para “echar un taco”. Tras un par de tortillas rellenas de carne de puerco, Norberto y Aureliano recuperaron vitalidad e intercambiaron algunas frases en Maya mientras acompañaban el desayuno con su infalible botella de Coca Cola, bien fría. A contracorriente suyo, yo pedí un licuado de papaya.
Retomamos el camino y propuse desempeñarme como un copiloto ameno. Intenté plantearle una conversación a Norberto.
-Es una lástima que la madera que se tumba en las milpas no más se quede ahí y no se pueda hacer carbón legalmente con ella. ¿No cree?- le dije.
-Sí, pues es que en la milpa se queda mucha madera que, si no se hace carbón, se echa a perder. La gente busca montes altos para tumbar porque ahí pega mejor el maíz, pero cuando tumbas monte alto, no toda la madera se va a quemar.
Dentro de San Gabriel, Casur promueve el cumplimiento de la ley forestal persuadiendo a los productores de carbón para que restrinjan su producción a las áreas autorizadas por la Secretaría de Medio Ambiente (Semarnat), para manejo forestal. Sin embargo, muchos ejidatarios pugnan porque se les permita producir carbón con madera obtenida en las milpas, fuera del área de manejo forestal. Para hacer milpa –el tradicional cultivo cuyo eje es la triada maíz, frijol y calabaza– tradicionalmente se tumba y se quema un pedazo de bosque como una forma de preparar el terreno para la siembra.
En San Gabriel es una práctica común quemar una parte de la madera que queda en el suelo después de la tumba y reservar otra para hacer carbón. Sin embargo, esta práctica no concuerda con el marco legal, porque la legislación ambiental mexicana exige que la extracción de madera provenga de áreas autorizadas por la Semarnat. La milpa no se considera en la ley como una forma de manejar el bosque.
En 2019, tras múltiples presiones de familias en San Gabriel pugnando por hacer carbón en sus milpas, el ejido acordó que se permitiría producir y comercializar carbón que proviniera fuera de las áreas de manejo, pero, dándole prioridad al carbón del área autorizada. Norberto me explicaba las repercusiones sociales, económicas y legales de esta coyuntura ejidal con serenidad y asombroso dominio de los intricados tecnicismos normativos que caracterizan al barroco marco legal ambiental mexicano. Nada parecía distraerlo mientras conducíamos por las carreteras selváticas.
Durante las primeras horas del trayecto nos movíamos en dirección sureste. Esta temporada de estiaje venía precedida por casi nulas precipitaciones pluviales durante el invierno. Para este momento, los escuálidos árboles de la selva baja ya se veían derrotados por la falta de agua y sus ramas -desprovistas de follaje- apuntaban al cielo implorando por las lluvias veraniegas. Conforme avanzábamos, con una gradualidad casi imperceptible, iban quedando atrás el paisaje de vegetación chaparra que caracteriza al norte y centro de la Península de Yucatán. Los árboles eran más verdes y elevados conforme nos adentrábamos en el bosque perennifolio que anuncia la proximidad de las playas caribeñas. Nuestra visión del camino se difuminaba momentáneamente a causa de las franjas de niebla que recorrían el parabrisas. A pesar del dificultoso campo visual, Norberto conducía con soltura y el tino suficiente como para sortear con éxito las grietas que se hacían más recurrentes y que en cada curva amenazaban con engullir nuestros valientes, pero veteranos, neumáticos. Mientras tanto, Aureliano tomaba una breve siesta.
Antes de llegar a Chacteob atravesamos dos poblados donde divisamos estudiantes que portaban con pulcritud sus uniformes de preparatoria. Mujeres jóvenes esperaban el transporte público y les columpiaban largos cabellos de un negro profundo y reluciente, con signos de escorrentía por la ducha mañanera. Los varones no aguardaban el transporte público, ellos se movilizaban por pares en pequeñas motocicletas motor 150. Pocos minutos después, las escenas compuestas por preparatorianos de uniformes blancos fueron remplazadas por pequeñas congregaciones motorizadas de jóvenes equipados con motosierras y mochilas deshilachadas.
-Acá la madera sí los trae al tiro- dijo Norberto
Eran jóvenes del ejido Chacteob, seguramente iniciando la jornada de trabajos forestales. Al entrar al poblado el sol nos lanzaba intermitentes filos de luz a través del abigarrado follaje.
Una portentosa extensión de más de 400 km2 coloca a Chacteob como uno de los ejidos más grandes de Quintana Roo. Aquí la forestería comunitaria es una actividad económica primordial que da sustento a una buena parte de sus aproximadamente 1,000 habitantes. Sus densas selvas perennifolias no solo resguardan un universo fulgurante de mamíferos y aves tropicales, también albergan una extensa variedad de especies arbóreas de alto valor comercial. El abigarrado dosel que protege a la fauna terrestre del sol inmisericorde se sostiene sobre cientos de especies maderables que, de manera ordenada, los jóvenes de Chacteob extraen selectivamente para su venta en el mercado. Otras actividades vinculadas con el paisaje forestal como proyectos ecoturísticos, apicultura y la producción de carbón vegetal, complementan los ingresos de las familias Chacteobeñas.
Deseosos de cargar el carbón con la mayor premura posible, Norberto estacionó la camioneta en el área circundante al parque principal. Su apuro se justificaba por la previsión de que nuestro periplo no lograría llevarnos de vuelta a San Gabriel antes del ocaso a menos que todas las maniobras se efectuaran con suma eficiencia.
-No me acuerdo dónde vive el encargado del carbón, pero creo que ahí veo a su señora. -dijo Norberto mientras se quitaba el cinturón de seguridad y Aureliano interrumpía su sueño.
El encargado en Chacteob de coordinar la entrega de carbón y dotarnos de los permisos necesarios para demostrar la legal procedencia del producto no se encontraba en su casa, nos dijeron. No tuvimos más remedio que esperar y por mi parte, escuchar la opinión de Aureliano sobre lo inconveniente de cargar carbón con el sol resquebrajando la espalda y los malestares de Norberto entorno a la forma en que se han desarrollado las negociaciones con Chacteob para surtir de carbón a los clientes de Casur en la Riviera Maya. Mientras aguardábamos a que algo sucediera, lo único que parecía moverse era el sol fulgurante en su recorrido hacia el cenit. Transcurridos 20 minutos, por fin, un Tsuru destartalado se estacionó junto a nosotros. Era conducido por Mariano, directivo del ejido y encargado del carbón, quien nos saludó con contagioso entusiasmo. Explicó que se encontraba supervisando labores “dentro del monte” y que no tenía listas las “remisiones”, por lo que debía encontrar las llaves de la oficina ejidal y llenar los documentos.
-Está bien, acá estamos- replicó Norberto con serenidad y en tono comprensivo.
Mariano desapareció de nuestra vista conduciendo con apremio su vehículo de suspensión ladeada y lámina carcomida. Treinta minutos más tarde, regresó acompañado de dos jóvenes y en esta ocasión, con fervor disminuido, nos explicó que se habían acabado las remisiones. A cambio, ofreció que era posible pedir ayuda al ejido vecino de Doroteo Arango. Norberto y yo nos subimos al Tsuru mientras Aureliano y los dos acompañantes de Mariano iniciaban la carga de costales de carbón vegetal en nuestra caja de redilas.
-¿Nos van a prestar una remisión los de Doroteo Arango?- pregunté con ingenuidad, con la intención de corroborar lo que para Norberto era obvio.
-Usted no se preocupe, no vamos a tardar mucho-, respondió Mariano.
El pueblo Doroteo Arango está a orilla de una transitada carretera federal, sin embargo, proyectaba un aire de quietud que contrastaba con la febril actividad mañanera que atestiguamos al amanecer en Chacteob. Tras una breve peregrinación, encontramos al directivo del ejido de Doroteo Arango encargado de las remisiones forestales. Mariano le explicó en breve nuestra misión y sin vacilar, el directivo ejidal asintió con la cabeza, se montó en una pequeña motocicleta y regresó media hora después con una carpeta repleta de papeletas verdes. Le entregó a Norberto el deseado documento y éste se dispuso a verter los datos necesarios con diligencia templada.
-¡Esto sí que requiere paciencia!- le dije a Norberto, conforme él terminaba de llenar la remisión.
–Así es esto y ni siquiera hemos arrancado- respondió tranquilo Norberto, mientras el reloj marcaba las 9:30 horas.
De vuelta en Chacteob, la refrescante humedad de la mañana había sido sustituida por el calor resplandeciente de un sol que no encontraba nubes que suavizaran su potencia primaveral. Aureliano se guarecía bajo la generosa sombra de un ramonal (Brosimum alicastrum) de aproximadamente 20 metros de altura. Su rostro y brazos estaban cubiertos por una fina capa de partículas negras, lo mismo que los dos cargadores que trajo Mariano. Su aspecto empanizado daba fe sobre el acomodo de los 160 costales de carbón que yacían bien estibados en la caja de carga de la camioneta.
Salimos de Chacteob en dirección noreste envueltos por la ansiedad de querer recuperar el tiempo perdido en inesperados lapsos de espera. Nos alejábamos del mundo arropado de vegetación y despreocupada parsimonia de las comunidades forestales de la Selva Maya, desplazándonos con lentitud por caminos solitarios, que parecen riachuelos de concreto invadidos por gravilla. Las recurrentes hondonadas de tierra blanca en el camino nos mantenían alertas.
Alrededor de las 10:30 horas arribamos a la confluencia del camino rural con la vertiginosa carretera federal 307 que sirve de interconexión entre los polos turísticos de la Riviera Maya. De súbito, me pareció que nuestra camioneta adquiría una notoriedad inusitada. Su mínima funcionalidad todo terreno contrastaba con el parque vehicular más moderno y veloz que atraviesa la vía federal. Los letreros de velocidad aquí parecen marcar no el límite máximo, sino el límite inferior de velocidad al que se debe conducir en estas prolongadas rectas. Debido a una falla en la suspensión, nuestra Ford se ladeaba un poco a la derecha ya sin el porte aventurero que le proveían las maniobras que Norberto desplegaba para no caer presa de las desigualdades del pavimento en los caminos rurales. En esta vía moderna y bien pavimentada, nos veíamos más vulnerables y rezagados.
Un cuarto de hora más tarde atravesamos Felipe Carillo Puerto, la ciudad que durante la segunda mitad del siglo XIX fungió como epicentro espiritual y organizativo de un cuasi estado teocrático conformado por Mayas rebeldes en guerra contra las élites yucatecas asentadas en Mérida. En la contemporaneidad de nuestro trayecto hacia Playa del Carmen, Carrillo Puerto marca el punto donde comienzan los verdaderos peligros. En dirección al norte, un tramo de 95 km separa a Carrillo Puerto de Tulum. En este fragmento vial han ocurrido con frecuencia, en los últimos años, accidentes automovilísticos y delitos como secuestros y asaltos.
En el estado de Quintana Roo la violencia asociada al narcotráfico pulsa su onda expansiva desde la punta noreste hacia el resto de la Península, teniendo como epicentro la ciudad de Cancún. En recientes meses, la zona entre Carrillo Puerto y Tulum se ubica como una de sus más recientes fronteras. Sin embargo, estos riesgos no eran los que acongojaban a Norberto y a Aureliano. Su preocupación radicaba en el encuentro con la Policía Federal -recientemente transformada en Guardia Nacional– cuyo avistamiento tiene lugar siempre en algún punto del trayecto Carrillo Puerto-Playa del Carmen. Semanas antes, Norberto me habían contado sobre estos incidentes.
-Casi siempre nos dicen que el carbón debería estar facturado. Yo les digo “No jefe, porque este carbón va para una bodega de la misma empresa.”
Los agentes de la Policía Federal suelen retener (indebidamente) la valiosa documentación forestal que ampara la legal procedencia del carbón. En muchas ocasiones –me ha contado Norberto- los policías se llevan el documento consigo y les dicen “sígame, lo veo en el siguiente puente”, forzando a los carboneros a mover su vehículo con un carbón que queda desamparado legalmente. Norberto relata:
-Una vez nos detuvo un federal en Carrillo y luego otro antecito de llegar a Playa. Les dije “oiga jefe, ya le dimos su parte al policía de Carillo”. Y me dice “no le hace, esos eran estatales, acá somos otra cosa”. Es parte del teje y maneje. ¿Qué le vamos a hacer?
Aureliano, quien acompaña a Norberto con frecuencia en estos viajes, también tiene una colección de anécdotas sobre estos encuentros donde se revela la vocación de coach empresarial de los agentes federales. Relata Aureliano:-Nos dicen: “En vez de andar moviendo carbón a una bodega suya, ustedes deberían vender y facturar el carbón en su ejido. ¿Para qué se andan complicando la vida?”.
Los agentes de tránsito también han demostrado tener dotes de guionistas tragicómicos, representantes de una corrupción que se niega a desaparecer. Cuenta Aureliano:
-No hay forma de ganarles, te dicen: “si vienes recto, te torcemos y si vienes torcido te podemos enderezar”. Nos han dicho que hablemos con el general de la región para llegar a acuerdo. Dicen que todos los transportistas pasan por ahí para no tener problemas. Yo no sé. Ha de salir muy caro.
Para cada viaje a Playa del Carmen, Casur contempla alrededor de $500 pesos mexicanos para la tajada de la Policía Federal. Recuerda Aureliano:
-La primera vez ofrecimos un billete de $200, no traíamos más. “No me mientes la madre” me dijo el poli.
Norberto relata:
-Siempre le buscan algo. Que si el seguro, la factura, que las llantas están muy viejas. Sabemos que es puro cuento. Así vengamos todo bien, lo que quieren es su cuota.
Un cuarto de hora después de pasar Carillo Puerto, comencé a sentir pesadumbre somnolienta sobre mis párpados. Era casi medio día. Pero mi deseo de dormir desapareció cuando sentí que la camioneta disminuía su velocidad. Norberto nos estacionó en un camellón delante de una patrulla de la Policía Federal.
-¿Ya nos detuvieron?- pregunté.
-Ei. Ahorita vengo, respondió Norberto, mientras agarraba una carpeta y colocaba unos billetes en su bolsillo.
Atrás de la camioneta, junto al vehículo de la Policía Federal, Norberto conversaba con dos agentes uniformados. Su intercambio proyectaba un aire de cordialidad, al menos desde la perspectiva que me daba el retrovisor del copiloto. Aureliano se bajó de la camioneta para realizar una llamada telefónica y yo aproveché la ocasión para también bajarme del vehículo y acercarme un poco a los agentes de la Guardia Nacional. Me coloqué a unos metros de Norberto, con una sonrisa grande y mis lentes de sol puestos.
-¡Ya hacía falta estirar las piernas!- dije.
Los policías me observaron un par de segundos sin reaccionar a mi comentario. Volvieron su atención a Norberto.-Bueno, espéreme en el vehículo, vamos a checar esto- le dijo a Norberto uno de los agentes federales.
Regresamos a la camioneta y Norberto me contó que en esta ocasión, la razón por la que nos detuvieron los policías fue que la camioneta estaba “ladeada” y porque veníamos a exceso de velocidad. Al cabo de 10 o 15 minutos, uno de los policías le hizo señas a Norberto por el retrovisor y él, con prontitud, se volvió a bajar de la camioneta. Regresó a la cabina en menos de un minuto.
-Ya estuvo. Fueron 800. Que según por la suspensión, que veníamos a 100 kilómetros cuando el límite para los de carga es de 80 y porque llevamos más de 3 y media toneladas. Siempre le encuentran algo. Según que la multa nos hubiera salido como en 6,000.
En efecto, la camioneta tiene una capacidad de carga de 3 y media toneladas y en Chacteob cargamos casi 4. Sobre la velocidad, el velocímetro de la Ford no funcionaba, pero dudo que llegáramos a los 100 km/hr con los 160 costales a cuestas. Conociendo los frágiles márgenes de ganancia y los enormes retos de escalabilidad que tiene el negocio de Casur, me pregunto si sería viable económicamente mantener en perfecto estado todos los componentes legales y técnicos necesarios para no estar expuestos a multas y/o extorsiones. Por suerte, no nos topamos otro policía en el trayecto.
Más adelante, en Tulum nos detuvimos a comer. En esta ocasión no en un mercado popular –sitios casi inexistentes en las jóvenes ciudades de la Rivera Maya– sino en un pequeño restaurante a orilla de carretera. Nuestra vestimenta de pantalones de mezclilla y playeras manchadas de carbón vegetal contrastaba con los colores brillantes y ligereza de los shorts y camisetas de playa que portaban otros comensales en las mesas contiguas. Norberto y Aureliano se notaban incómodos e indecisos al revisar el menú que ofrecía mucha mayor variedad que las opciones de tacos de guisado del mercado de José María Morelos. Les sugerí algunas opciones, pero cuando el mesero se acercó a tomarnos la orden, yo pedí primero y ellos indicaron:
-Lo mismo que él y una coca.
Más tardamos en ordenar y aguardar los alimentos que en comer. Al retomar nuestro camino, fue notable cómo el flujo vehicular se hacía más denso y trepidante conforme nos aproximábamos a Playa del Carmen. Después de Tulum, la carretera aumenta a dos carriles en cada sentido y el tránsito se compone lo mismo de vehículos que transportan mercancías, camionetas repletas de turistas y vehículos con uno o dos pasajeros. Después de Tulum, en dirección al norte, el corredor vehicular está flanqueado por hoteles todo incluido cuyas entradas majestuosas despliegan nombres (en su mayoría anglosajones) que evocan escenas paradisíacas de sol y playa. Los vastos jardines y monumentales letreros de las corporaciones hoteleras contrastan con la fragilidad de los trabajadores a quienes es común verlos atravesando con apuro temerario los cuatro carriles de la carretera, o esperando el transporte público en camellones que casi nunca cuentan con un techo que les ofrezca protección mínima ante las inclemencias climáticas caribeñas.
Llegamos a la bodega a las 14:00 horas. El equipo que opera en Playa del Carmen nos contó que recientemente se cambiaron de domicilio. La bodega anterior les quedaba chica y en el barrio donde estaba ubicada habían incrementado el número de asaltos. Ahora se encontraban más cerca de la avenida principal de la ciudad y aun costado de una tienda de autoservicio.
-Lo malo es que aquí también está dura la cosa. La semana pasada ejecutaron a un tipo en esta misma calle- me contó un operador de la bodega y me relató que acaban de instalar un sistema de cámaras de seguridad porque al local de al lado se habían metido a robar recientemente.
No en balde los pobladores se refieren a esta ciudad como “Playa del Crimen”.
-¿Siguen vendiendo como antes? ¿No ha llegado aquí el covid?- pregunté al equipo de la bodega.
-Parece que sí están disminuyendo los pedidos, pero seguimos moviendo mucho carbón- respondió un miembro del equipo operativo.
En menos de una hora, Norberto, Aureliano y los operativos de la bodega descargaron el carbón y llenaron formatos administrativos. Antes de emprender el viaje de regreso, Aureliano y yo aprovechamos para comprar algunas cosas en la tienda de autoservicio que teníamos al lado. Antes de las 15:00 horas estábamos de vuelta en la carretera, pero ahora con un vehículo ligero que no se ladeaba.
El trayecto de vuelta transcurrió sin sobresalto. No hubo encuentros con la policía – nunca los hay en el viaje de regreso. Solo nos detuvimos en una ocasión a comprar bebidas, lo cual es sinónimo de Coca Colas frías dado que en muchas tiendas de los pueblitos rara vez venden agua embotellada. Entre lo más destacable fue que la ambientación de los Tigres del Norte fue sustituida por una ecléctica mezcla de Vicente Fernández y reggaetón compilada por Aureliano. El recorrido también fue más corto porque no nos desviamos a Chacteob.
Después de Tulum nos adentrarnos en los caminos rurales justamente cuando el sol dejaba de irradiar su calor y la ventisca de la tarde iniciaba su ronda. En el primer pueblo que atravesamos, divisamos un moderno camión de pasajeros con logotipos de un hotel todo incluido, del cual que descendían trabajadores que portaban pulcros uniformes blancos, membretes dorados y maletines. Me imaginaba que, al llegar a su casa, estos trabajadores se quitan el uniforme, se ponen unos shorts, una camisa ligera y prenden la televisión mientras se menean en su hamaca. Quizá al día siguiente acompañen a un familiar a la milpa y con ello se reintegran al paisaje mayense que, estando tan cerca del corredor turístico, parece un universo tan distante. Dentro del pueblo, el gran camión del hotel me parecía fuera de contexto. En cambio, nuestra camioneta con caja de redilas pasaba desapercibida, bien integrada dentro de este escenario rural. Era la sensación de estar nuevamente en casa.
Alrededor de las 5pm yo ya me encontraba exhausto y con los glúteos notablemente entumidos. Norberto, en cambio, se veía vital y con prisa por llegar al pueblo de Tihosuco. En este pueblo, él quería comprar material de construcción y hacer esto antes de que se ocultara el sol.Don Alberto encargó un poco de polvo. Así aprovechamos el viaje para no regresar con la caja vacía.
Me explicó Norberto. Me sorprendió la enérgica premura con que Aureliano y Norberto cargaron el polvo en la camioneta. A estas horas yo estaba mental y físicamente rendido y sin mucho ánimo de sumarme al esfuerzo. Afortunadamente no había más que dos palas.
Una hora después, estábamos de vuelta en San Gabriel ya sin el sol en el horizonte, pero aún con un poco de luz en el momento preciso en que los mosquitos salen a saciar sus necesidades hematófagas.
-¡14 horas nos aventamos!
Exclamé cuando vi mi reloj al entrar a San Gabriel.
-Así es esto. Es un jornal larguito.
Replicó Norberto, ahora sí con signos de cansancio en la mirada. Me despedí de mis compañeros de viaje en la plaza del pueblo donde la gente siempre se congrega, ya sea bajo la protección de un viejo techo cónico de hoja de palma o en la cancha de fútbol. Esta tarde-noche el pueblo vecino de San Jorge disputaba un partido amistoso con la escuadra de San Gabriel. Un par de focos dispuestos sobre postes de 4 metros de altura insinuaban la ubicación de los jugadores y el balón. Sentados dispersamente sobre la banda lateral de la cancha, una docena de jóvenes y algunos niños seguían el encuentro deportivo con atención y algarabía intermitente. Aureliano se sumó a los espectadores y Norberto se fue a su casa.
A la mayoría de estos jóvenes, jugadores del equipo de San Gabriel y su atento público, los he visto participar activamente en la producción de carbón vegetal, en las milpas y en las asambleas del ejido. Muchos me han compartido sus experiencias de trabajo en Playa del Carmen, Mérida y Cancún. La mayoría han regresado al pueblo porque los ingresos del carbón – aunque comparativamente menores a los salarios percibidos en las ciudades – les resultan suficientes para vivir bien en un entorno que, en apariencia, les satisface más que la vida urbana. Ellas y ellos se visten y hablan de forma diferente en comparación con sus mayores, escuchan otra música, y proyectan otros valores, sin embargo, comparten con la generación anterior la cualidad de ser un Otro, un grupo ajeno y a la vez vinculado a las fuerzas políticas y financieras que pulsan expansivamente desde las ciudades turísticas de la Riviera Maya. Mientras platico con ellos y me invitan una Coca Cola para disfrutar el partido, me pregunto cuál será su destino en los siguientes años.
*Los nombres de algunas localidades, todas las personas y organizaciones que aparecen en esta crónica han sido modificados para mantener anónima la identidad de los protagonistas. Con ese mismo fin, se han difuminado los rostros humanos en las fotografías que acompañan al texto.
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