¿Cuándo empieza la cuenta en una pandemia? De repente me queda claro dónde empezar el conteo: primer día que sentí miedo. Esta pandemia puede ser una oportunidad para repensar cómo enfrentamos las crisis: ser más empáticos, vivir de manera más local, menos excesiva; ser conscientes de nuestra presencia; del espacio que ocupamos; del impacto que tenemos
Twitter: @luoach
Empiezo a escribir y dudo sobre una fecha inicial. Dudo incluso sobre el concepto mismo de empezar un conteo de días. ¿Cuándo empieza la cuenta en una pandemia? No es el primer día de cuarentena, porque no estamos oficialmente en cuarentena. ¿Primer día de distanciamiento social autoimpuesto? ¿Cuáles son las directrices a seguir cuando nadie te mandó a hacer home office porque ya trabajabas desde casa?
Días antes de que el COVID-19 pareciera un problema tangible en México me escribió una amiga desde California. Creían que su novio había estado expuesto al virus en Europa; viajó a conferencias por parte de la universidad en la que trabaja. En un correo le preguntaba a su jefa inmediata qué hacer, bajo sospecha de que podía estar contagiado de Coronavirus. “¿Me hago una prueba? ¿Me meto en cuarentena?”, preguntaba al final del correo. Era 6 de marzo.
Cinco días después, el 11 de marzo, me escribió Sandra. “Te van a cancelar tus eventos”, recibí vía WhatsApp desde Nueva York. Yo estaba en México, pero me habían invitado a dar una plática TED en CUNY, la universidad de la ciudad; a presentar el proyecto Defensores de la Democracia en un seminario de Columbia y a platicar sobre mi libro en Harvard.
Un día antes me habían cancelado el evento de Columbia “todo es caos y confusión por aquí”, leía el mensaje. Pensé que era exceso de precaución. No habían dicho que se pospondría ningún otro evento, pero las universidades ya habían avisado a sus estudiantes que todas las clases hasta al menos mediados de abril serían en línea.
Acá seguíamos hablando sobre los problemas cotidianos del país, como los recursos para atención a víctimas congelados en la CEAV. Acá hablábamos de los problemas de siempre: los estructurales, los de violencia, los de corrupción, cuando empecé a entender lo que pasaba en Nueva York.
“Hace dos días yo decía que era paranoia”, ahondó Sandra vía mensaje de texto, “luego vi los datos.” Escéptica, la pregunté si de veras era tan grave. A principios de enero vi imágenes de drones patrullando China asegurándose de que nadie saliera a la calle por el riesgo de contagiarse y contagiar a otros. Pero era muy lejos. Era China. Parecía exagerado. “El problema no es que vayamos a morir de coronavirus, sino que nuestros sistemas de salud se van a colapsar”, finalizó. Me mandó el link de esa entrada de Medium escrita por Tomas Pueyo que ha circulado por tantos lados que ya se tradujo a 28 idiomas. En el tercer párrafo, el autor asevera:
El coronavirus viene hacia ti.
Viene a una velocidad exponencial: gradualmente primero y después repentinamente.
Es una cuestión de días. Tal vez una semana o dos.
Cuando suceda, tu sistema de salud va a estar sobrepasado.
Tus conciudadanos van a ser atendidos en los pasillos.
Los trabajadores de salud, extenuados, colapsarán.
Algunos morirán.
De repente me queda claro dónde empezar el conteo.
Día uno, 11/03/2020: Hoy es el primer día que sentí miedo.
Día dos, 12/03/2020: Asumo que es muy probable que pospongan TEDxCUNY. Jorge y yo hablamos sobre la posibilidad de cancelar el viaje a Nueva York. Va a ser un problema conseguir reembolsos, pensamos. De todo nos van a cobrar. Mandamos un mail a las anfitrionas del AirBnb que habíamos reservado, explicando que nos preocupa la situación. Nos preparamos leyendo los términos de cancelación de la empresa para, argumentando, recuperar lo posible. La respuesta es casi inmediata y me sorprende, generándome tranquilidad y terror a la vez: “AirBnb va a entregar reembolsos completos si deciden cancelar. ¡La seguridad va primero!”
Día cinco, 15/03/2020: Oficialmente se canceló el viaje a Nueva York. Dani me escribe desde Brooklyn diciendo que qué bueno que no fui. “Tenemos coronavirus”, explica junto con una foto de ella y de su novio con fiebre, “no sabemos cuánto nos dure”.
Día seis, 16/03/2020: Entro a un grupo de WhatsApp para periodistas donde compartimos información verificada sobre el coronavirus. Rápidamente me doy cuenta que es una vorágine de exceso de información valiosa –tan adictiva y horrorosa, como necesaria. ¿De qué hablábamos antes del COVID-19?
Mientras tanto, desde una cuenta de Instagram especial para la pandemia, estudiantes de fotografía en Nueva York postean imágenes desoladoras de parajes inimaginables para una ciudad cuyo bullicio habitual abruma: estanterías vacías en las tiendas, parques desiertos, carritos de súper abotagados de compras de pánico, luz de sol detenida como parece que sienten el tiempo –inmóvil, también detenido. ¿Eso nos depara el futuro?
Día siete, 17/03/2020: Hay menos de un centenar de casos de infección en México. Escucho a la gente teorizar sobre la poca capacidad del virus para propagarse en clima cálido. Discuto con Sandra al respecto: ¿es el clima o es nuestra economía, que impide que muchos viajen al extranjero a zonas de contagio? Veremos con el tiempo. Una imagen circula en redes sociales: explica cuántas horas vive el virus en diferentes superficies. En papel sobrevive cinco días. Suelto el recibo que tengo en la mano. La gente se siente inmune. Leo tuits de personas que presumen haber ido al Vive Latino. Con un coctel de bilis en el estómago, cierro Twitter.
Me escribe Fer. Escucha The Daily, me dice, el podcast de The New York Times, cuyo episodio de hoy cuenta la historia de un doctor italiano que dirige el ala de enfermedades respiratorias de un hospital en el pueblo de Bérgamo, Italia. El episodio se llama “It’s Like a War” (Es como una guerra, en inglés). Le doy play mientras lavo los platos. El doctor habla sobre cómo deciden a qué pacientes tratar, no todos se pueden salvar. Los familiares no pueden entrar a un hospital sobrepasado sin suficientes guantes y máscaras para todos. Sus pacientes se mueren solos. En algunas ocasiones hasta se les olvida avisar los decesos a los familiares. El doctor italiano solloza. Lloro con él.
Día ocho, 18/03/2020: Se enciende la luz de la pantalla de mi celular con una notificación de WhatsApp. “Esto es mucho más grande de lo que estamos dimensionando”, me escribe Jorge. Son las 11:50 de la mañana en miércoles. “No serán dos semanas”, puntualiza, “y va a tener consecuencias colaterales muy cabronas en la economía”. Se me quitan todas las ganas de hacer cualquier cosa.
Hay momentos en las vidas de las personas en las que, a veces, resulta necesario hacer una actualización a una nueva realidad. Los pacientes que padecen de cáncer pasan por esto, también la gente que migra a países con culturas diferentes. Es un proceso que tiene varias etapas. La negación es una de las iniciales. La adaptación es quizá la última. En todas hay un espectro de emociones con las que la gente lidia para entender que la vida no va a volver a ser como era. Si eso está sucediéndole al mundo ahora, yo estoy en etapa de negación.
Día nueve, 19/03/2020: Anoche me fui a dormir con la noticia del primer caso de defunción por contagio de COVID-19 en México. Tenía diabetes y 44 años, complicaciones respiratorias. Más de la mitad de mi familia inmediata en esta ciudad es mayor de 60 años y tiene diabetes. Me costó trabajo conciliar el sueño. No ayudó empezar a ver “The Lockdown”, el documental de la provincia China de Wuhan durante su mes de cuarentena total.
A las 9 de la mañana empieza a fallar mi internet. No puedo trabajar. Escucho a la gente afuera de mi ventana hacer su vida normal en la Ciudad de México. No sé si salir. No sé cuándo salir. ¿Qué significa distanciamiento social? ¿Qué tan drástico es? ¿Sirve si lo hago yo, aunque la mayoría de la gente no lo haga? Salgo a caminar.
La gente va por la banqueta sin preocupación aparente. Los puestos de garnachas operan sin reparo. De mano en mano se pasa el plato de plástico con los tacos sobre el papel desechable (papel, cinco días). La cuchara de la salsa se intercambia entre los comensales momentáneos, parados sobre la acera. “Me da miedo el coronavirus, pero me da más miedo morirme de hambre si no trabajo”, leía el encabezado de una nota de Animal Político esta mañana, citando a un vendedor ambulante. La vida sigue. Entiendo. Porque si parara por distanciamiento social, para muchos, la vida se detendría independientemente del virus. Recordatorios diarios de nuestros problemas de siempre, entendidos bajo otra luz ante el COVID-19. ¿Cuáles son los alcances de la violencia, entendida como desigualdad?
Ante una inspección más minuciosa me doy cuenta que no todo avanza igual que siempre. Repartidores en bici se detienen a ponerse gel antibacterial en las manos. Quienes atienden en establecimientos formales usan guantes desechables de látex azul. En el 7-Eleven el chico de la caja se ríe cuando le pregunto si todavía tienen desinfectante. En el Superama se acabó el papel de baño. Regreso a mi casa.
El grupo de WhatsApp de periodistas cubriendo el virus se satura. No tiene capacidad para más participantes, anuncian. Desde la ventana escucho a un músico callejero tocar en su trompeta una melodía conocida. En mi mente, acompaño el sonido de la trompeta, tarareo: “béeesame, béeesame mucho… como si fuera esta noche la últimaaaa vez…”
Día diez, 20/03/2020: Decidí que hoy no voy a pensar en el coronavirus. Pero en la entrada del edificio donde vivo han pegado una notificación de la Secretaría de Salud de la Ciudad de México. “Recomendaciones Sanitarias a Edificios y Condominios contra el Coronavirus COVID-19”, lee el encabezado. Parece un texto extraído de una novela distópica. Indica no tener reuniones sociales, designar a un habitante por departamento para que salga a hacer compras, avisar a la administración si algún habitante está contagiado.
Afuera de mi edificio con el anuncio, que después reportarían en medios es falso, la realidad también parece producto de una película de ciencia ficción. Las calles están vacías. Camino con Jorge por un café a la cafetería de la esquina. “Todas las compras son para llevar”, nos dice la barista reguardada tras dos botes enormes de gel antibacterial. El cielo, gris, se nubla repentinamente. Empieza a caer una lluvia torrencial.
Día once, 21/03/2020: Despierto con una recomendación en WhatsAppp para leer una columna de una periodista de El País. Habla de seguir el paso del coronavirus desde su computadora “Hasta que hace una semana me estalló en la cara y todo se volvió real: mi padre dio positivo”, relata, “Murió ayer. No pude despedirme de él.”
Apenas el viernes hablábamos Sandra, Luis, Jorge y yo de las economías de guerra. De las maneras de adaptarnos a la vida bajo el COVID-19. De la necesidad de gastar menos, de ahorrar más. De prever para la incertidumbre futura de escasez casi certera. De salir solo para lo indispensable. De acostumbrarnos a no vernos, a vernos menos; a no ver a quienes queremos. “De guerra no sabíamos nada”, lee la columna de El País. Y no, no sabíamos nada. Pero aun así me rehúso a referirme a esta pandemia como una guerra.
En una guerra te enfrentas a un enemigo, a un ente con agencia e intencionalidad que busca hacerte daño. ¿Un virus puede ser eso? Creo que esta pandemia puede ser una oportunidad para repensar cómo enfrentamos las crisis: ser más empáticos, vivir de manera más local, menos excesiva; ser conscientes de nuestra presencia; del espacio que ocupamos; del impacto que tenemos. Creo que puede ser una oportunidad para replantearnos. ¿De veras lo queremos enfrentar desde una lógica bélica?
Me siento con más ánimos, con más esperanzas, tratando de ser creativa. Pero el fin de semana está por terminar.
Es lunes, y el COVID-19 –como otrora nos referíamos al dinosaurio de Monterroso al despertar– va a seguir aquí.
Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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