Centroamérica y el mundo según Google

4 noviembre, 2019

En Halloween se hizo pública la historia de que en una fiesta de la Casa Blanca los niños construyeron su propio muro con pedazos de papel (los ladrillos) en los que los chicos anotaban algo y lo pegaban en una pared, como simulación de una barrera física que impida el paso de quienes buscan migrar a Estados Unidos

@luoach

Desde que asumió la presidencia de los Estados Unidos en 2017, Donald Trump se ha ensañado en fortalecer una política de odio contra los migrantes indocumentados, que en los últimos años provienen mayoritariamente de Centroamérica.

La retórica oficial es de rechazo absoluto y las políticas que ha presentado y se han implementado para apoyar esa retórica han sido deshumanizantes. Llamar a los migrantes bad hombres, a los mexicanos violadores, aplicar la carga pública (una nueva política donde ni los migrantes ni las familias con migrantes pueden acceder a programas gubernamentales, entre otras cosas), encerrar a niños en jaulas, son solo algunas de las muestras de su política de odio.

Esta retórica y acciones permean más allá del daño inmediato que reciben los afectados. Tienen un efecto nocivo en el inconsciente colectivo y la idiosincrasia de una sociedad bombardeada todo el tiempo con discursos denigrantes. En Halloween, por ejemplo, se hizo pública la historia de que en una fiesta de la Casa Blanca los niños construyeron su propio muro con pedazos de papel (los tabiques) en los que los chicos anotaban algo y lo pegaban en una pared, como simulación de una barrera física que impida el paso de quienes buscan migrar a Estados Unidos.

Ha sido tal la fuerza de este discurso y la cantidad de veces que se ha repetido, y ha sido tal el grado de deshumanización de sus políticas de migración, que resulta difícil imaginar cómo o cuándo se va a reparar esa idea en el inconsciente colectivo. Sobre todo, pensando en la manera en que Centroamérica se percibe desde Estados Unidos. Nueva York es un botón de muestra de cómo piensan mundos tan diferentes y tan poco conectados entre sí.

A veces vivir en Manhattan pareciera existir en mil universos diferentes al mismo tiempo. La ciudad existe a través de sus comunidades de gente de todo el mundo, todos unidos entre ellos, pero todos separados de los demás. Son como burbujas flotantes en el mismo espacio que casi nunca se mezclan.

El viernes pasado estaba en una cena con amigos estadounidenses. Platicamos un poco sobre las cosas que uno habla en cenas grupales: nuestros trabajos, viajes que habíamos hecho, la ciudad… hasta que empezamos a hablar, no recuerdo por qué, sobre los continentes.

“América del Norte y América del Sur…”, dijo alguien.

“¿Te refieres al continente americano?”, interrumpí.

Empezó un debate. ¿Cuántos continentes hay y cuáles son? Todos los demás comensales, salvo uno, hijo de padres rusos, coincidían entre ellos: hay siete continentes. Yo insistía que son cinco, pero sobre todo que América es un único continente. Empezaron las apuestas. Ambos bandos, aferrándonos a nuestras irreconciliables versiones de la realidad, recurrimos a Google.

How many continents are there?”, escribí en el buscador.

“Hay siete continentes: África, Antártica, Asia, Australia, Europa, América del Norte y América del Sur”, arrojó Google, en inglés. (No es irrelevante que la lista leía Australia en vez de Oceanía).

“Google está mal”, concluí. Para mis amigos parecía un intento desesperado por tener la razón. ¿Google? ¿Mal?

A diferencia de otras ciudades que conozco, estadounidenses y mexicanas, ésta es particularmente árida en términos sociales y especialmente aislante para los que no somos oriundos de aquí. Entonces la gente se reúne en grupos de personas con la que tienen poco o mucho en común. Uno de esos grupos es el de jóvenes latinoamericanos, que el jueves 31 de octubre –mientras el resto de Manhattan se vestía de brujas, payasos y súper héroes por Halloween—se reunieron para discutir los temas de su región. Había mucho que discutir, desde los videos de protestas en Bolivia pasando por el millón de manifestantes en Chile a los estudiantes inconformes en Panamá. Pero en esa particular noche hablaron de Nicaragua.

La Nicaragua explicada desde la visión de un activista que, en 2018, ayudó a los estudiantes universitarios de la UNAN a salir del plantel que, sitiado por policías, recibía fuego de grupos de paramilitares enviados por el gobierno autocrático de Daniel Ortega. La Nicaragua que en los años 80 libró una guerra civil donde Estados Unidos apoyó a la oposición armada, los contras, para atacar a su propio gobierno. Esa Nicaragua a la que Donald Trump alude apenas tangencialmente cuando se refiere a los migrantes centroamericanos que busca mantener afuera de su país a toda costa. La misma Nicaragua donde, décadas después, Estados Unidos sigue teniendo un rol tan central, que el gobierno de Ortega deslegitima a la oposición al etiquetarla de espías estadounidenses, enviados para desestabilizar a su gobierno mal llamado democrático.

Un día después, todavía con Nicaragua en la mente, fue la cena donde surgió la polémica de los continentes.

  • “América es un solo continente”, insistí, segura de mis conceptos de geografía.
  • “No” –me decían—“son dos: América del Norte y América del Sur”.
  • “Si fuera así”, reviré, “¿dónde queda Centro América?”

Silencio.

Resulta que la cosa es así: existe una polémica, no solo en la cena donde yo estaba, sino mundial, sobre cuántos y cuáles son los continentes. Para organizaciones multinacionales con representación reconocida, como el Comité Olímpico Internacional o las Naciones Unidas, los continentes son cinco. Por eso el emblema olímpico tiene cinco aros, por ejemplo. Pero resulta que la educación de geografía cambia dependiendo del país. Para América Latina, España, Portugal, Francia, Italia, Alemania, Grecia y Hungría, los continentes son, efectivamente, cinco (ahora se consideran seis con Antártida). Para el resto son siete donde, efectivamente, América se divide en dos. Me parece una locura. Es el ejemplo más ilustrativo y mundano de cómo, dependiendo de qué país seas, entiendes y ves al mundo de manera literalmente distinta a otros.

Nombrar las cosas implica reconocer su existencia. Ubicar los lugares en los mapas y ver su posición en el mundo implica entender su papel en la geografía política. Combinar los nombres con las localizaciones y su historia, permite conectar el pasado con los lugares y darles contexto a los sucesos actuales.  Si en la visión de Estados Unidos, Centro América no solo no es parte de su continente, sino que no es parte de ninguno porque flota en un limbo, ¿por qué esperaríamos que fuera relevante entender su historia, las acciones de los estadounidenses en las guerras de la región, que siguen teniendo consecuencias actuales y, por lo tanto, la responsabilidad que tienen en la actual crisis migratoria?

Por otro lado, la autoridad que ha amasado Google como fuente de información confiable es casi incuestionable. ¿Cuántas veces no has recurrido a este buscador por una respuesta? ¿Y cuántas otras alternativas reales tenemos a la mano?

En los últimos tres años, la Comisión Europea ha sentenciado a la compañía a multas por más de 8 mil millones de euros por sus prácticas anticompetitivas en el mercado publicitario, por poner restricciones a los fabricantes de Android y por aprovechar su posición dominante en las búsquedas en internet. Este año, en Estados Unidos, el Departamento de Justicia se planteó la posibilidad de también abrir un caso contra Google por sus prácticas anticompetitivas en las búsquedas en internet.

¿Cuánto poder tiene esta compañía en moldear la manera en la que vemos el mundo? ¿Qué implica esto? ¿Y quiénes están detrás de las respuestas del buscador, tomando las decisiones de qué ve cada quien según su ubicación, su idioma?

Si haces la misma búsqueda en Google que hice sobre los continentes, pero la haces en español, “¿Cuántos continentes hay?”, la respuesta es otra: “El modelo es de seis continentes (los cinco anteriores más la Antártida): América, Europa, África, Asia, Oceanía y la Antártida.”

Columnas anteriores:

Joker, oportunidad desperdiciada

Vivir; dejar de triunfar

Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.