Que se reanude legalmente la cacería de ballenas, cuando hay un consenso generalizado de que no se han recuperado sus poblaciones, es una señal de alerta para todos sobre lo frágiles que son los avances en materia ambiental a nivel global
En realidad, Japón no había dejado ni de cazar ballenas ni de vender su carne, aunque hasta ahora decía que sus expediciones y capturas tenían fines puramente científicos y con ello cumplía -aunque solamente en las formas- sus compromisos con la Comisión Ballenera Internacional, que implementa desde 1986 una moratoria a la cacería de varias especies de cetáceos. El hecho es también que Noruega e Islandia nunca dejaron de cazar ballenas, aunque lo hacían exclusivamente en sus aguas territoriales y en volúmenes relativamente pequeños. Lo que cambió es que en diciembre pasado Japón abandonó esa Comisión y este lunes zarpó de sus costas la primera expedición de caza comercial en tres décadas, y eso es una mala noticia para todos.
La cacería de ballenas ha sido por muchos años objeto de duros debates por todo el planeta. Hay quien afirma que arponearlas es el equivalente a un asesinato, y no a la mera cacería, porque a diferencia de un ave o de un conejo las ballenas tienen actitudes que las ponen tan cerca de nosotros que cazarlas sería abiertamente inmoral -por ejemplo, algunas especies guardan duelo por la muerte de sus crías; otras tienen variantes dialectales del canto de sus especies; otras más son solidarias con individuos de otras especies o inclusive géneros (como el humano) cuando piensan que están en peligro.
En cambio, hay quienes no ven en las ballenas más que animales que, sin importar sus diferencias con la demás fauna que puebla el mundo, comparten con ella una característica esencial: no son humanos, y por tanto pueden ser cazadas. Ahí es donde se ubican quienes defienden el derecho de Japón a cazar estos cetáceos y casi siempre limitan sus exigencias a pedir que la caza sea sustentable y no lleve al declive de sus poblaciones. En este sentido, equiparan esta actividad con las granjas de cocodrilos, la producción industrial de cerdo, res o pollo, la pesca o la caza del borrego cimarrón, que se hacen sin grandes debates más allá de la tasa que debería ser cazada legalmente.
Por otra parte, hay quien sostiene que, sin importar la respuesta que desde Occidente se dé a ese debate, la importancia cultural de la caza de ballenas para ciertos pueblos los exime de los límites que establezcan los demás para la misma actividad. Para muchos pueblos indígenas que viven en el Ártico o sus alrededores, la cacería de ballenas es condición fundamental para su supervivencia, y gran parte de sus rasgos culturales se han construido en torno a esta actividad y la caza de otros mamíferos marinos, como ocurre con los inuit, o varios pueblos de Siberia e Indonesia. Esos pueblos, dicen quienes defienden este punto de vista, no fueron los que llevaron a las ballenas al borde de la extinción: quienes lo hicieron fueron los mismos que hoy buscan imponer su visión a quien hacía las cosas bien desde antes de que los demás las hicieran mal.
Por desgracia, ahora ya no importa quién tenga la razón. El hecho es que la población de ballenas Minke -la especie que los barcos japoneses cazaron esta semana- ha disminuido sustancialmente desde que inició su cacería en los años setenta, según la Comisión Ballenera Internacional, y las poblaciones de otras especies siguen muy lejos de recuperar los niveles que tenían antes del siglo XIX, cuando se registró el pico de la caza de ballenas.
Que se reanude legalmente la cacería de una especie sobre la que hay un debate tan fuerte, y cuando hay un consenso generalizado de que no se han recuperado sus poblaciones, es una señal de alerta para todos sobre lo frágiles que son los avances en materia ambiental a nivel global, y ya no se diga nacional. Es una muestra de hasta qué grado el movimiento ambientalista vive como Sísifo empujando una piedra en una montaña.
Esta lección es especialmente importante en un momento en que la crisis climática azuela el mundo, pero a pesar de sus evidentes efectos la humanidad es incapaz de tomar cartas en el asunto con la seriedad necesaria. Debemos asumir abiertamente que no sólo nos queda mucho por llegar a la cima de la montaña, sino que algunos logros ya ruedan cuesta abajo, como ocurría al héroe griego con la enorme piedra que debía empujar hasta la cima de la colina, sólo para verla caer una y otra vez cuando estaba a punto de terminar su tarea.
Es cierto que, aún con esa perspectiva delante, debemos hacer como pedía Albert Camus e “imaginar a Sísifo feliz”, pero eso no basta. Debemos también plantear nuevas estrategias, a implementar con redoblada fuerza, para conseguir que las piedras que se nos vengan abajo no rueden tanto, y para subir otras piedras con más rapidez. Que Japón retome la caza de ballenas debería de ser un acicate para redoblar los esfuerzos y ser cada vez más exigentes y cada vez más claros en nuestras ambiciones. El futuro del mundo -y con él, de nuestras hijas- depende de ello.
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Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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