Ya nos parecía difícil y dolorosa sostener la maternidad y experimentarla así, como nos habían dicho que debíamos vivirla. Pero no podíamos nombrarlo. Porque la maternidad no era un tema para hablarse, sino un mandato para asumir y resistir. Aunque fueran maternidades elegidas
@La__Mendivil
Leo Mucha Madre (Almadía), compilado por Andrea Fuentes. “La maternidad es una explosión, una dinamita, un volcán”, leo, resuena en mí, y suena un mensaje en el celular.
Es mi hija mayor que me envía fotos desde Sonora. Esas jóvenes con quienes comparte sus días, son las mismas con quienes hace más de veinte años convivía de portabebé a portabebé, mientras sus madres y yo hablábamos, escribíamos o trabajábamos juntas. Sus madres son esas mujeres con quienes compartí proyectos, talleres literarios, espacios de trabajo mientras estábamos embarazadas o maternábamos.
Fuimos madres al mismo tiempo y no hablábamos de nuestras maternidades. Hablábamos de marcas de pañales, nos compartíamos consejos para los pezones agrietados, nos recomendábamos la ginecóloga y pediatra que habíamos elegido (y que acabamos compartiendo). Pero no hablábamos de maternidades, de nuestras pérdidas al traer estas nuevas vidas, de nuestras depresiones posparto, de nuestras sobrecargas y soledades.
“Las maternidades son territorios profundamente patriarcalizados desde el comienzo de las distintas civilizaciones de las que parte cada contexto”, tengo una banderita en la página 52 de Mucha Madre. Mi primera maternidad sucedió en los años noventa. Eran los tiempos de la Conferencia de Beijing, cuando apenas se empezaba a hablar de transversalización de la perspectiva de género. Eran tiempos en que esa palabra me parecía impronunciable e imposible.
¿Cómo podremos atravesar la visión de género en cada una de las instituciones, de nuestros espacios cotidianos, nuestras conversaciones, nuestros haceres y sentires?, me preguntaba con angustia y a la vez urgencia.
Porque era urgente. Y ahora sé que no solo era así para mí, sino para esas amigas con quienes no hablaba de esa experiencia radical, volcánica, transformadora (para bien y para mal) que es la maternidad.
Porque ahora lo sospecho y puedo asegurar: ya nos parecía difícil y dolorosa sostener la maternidad y experimentarla así, como nos habían dicho que debíamos vivirla. Pero no podíamos nombrarlo. Porque la maternidad no era un tema para hablarse, sino un mandato para asumir y resistir. Aunque fueran maternidades elegidas.
No podíamos cuestionar la maternidad, solo debíamos gestionarla, y compartir esa gestión: ¿Cómo haces para que tu bebé duerma, para que deje de llorar, para que coma bien, para saber si es suficiente la lactancia materna? No podíamos hablar de qué has dejado de hacer por maternar. Qué sueños aparcaste mientras arrullas a una niña que no deja de llorar. No podíamos hablar de la propia vida que queríamos recuperar, esa que es irrenunciable; innegociable; irreductible; a pesar de ser madres. No podíamos hablar de que así como la maternidad era algo a elegir, también podríamos elegir algo para nosotras, al margen de nuestra maternidad.
No. Teníamos que guardar silencio. La maternidad era un mandato. Así quisiéramos ejercerla o no.
«…maternar también es resistencia, es ternura y es aprendizaje, es conexión, y también es tejer redes de solidaridad entre muchas mujeres…», dice Gabriela Jauregui en el mismo libro. Lo supe muchos años después, más de veinte años después. Porque hasta ese momento solo me había preguntado ¿dónde están esas madres que se están cuestionando, no el ser madres, sino ese mandato, esa patriarcalización de la maternidad, ese constructo impuesto?, ¿dónde están esas madres que se están rebelando ante la idea hegemónica de que la maternidad es un tema menor, del que no vale la pena hablar ni escribir, insulso, frívolo, burgués, cursi?
Pero maternar es conexión y es tejer redes, lo leo ahora, y lo descubrí al inicio de la pandemia, cuando me cuestionaba sobre los cuidados y cómo la maternidad había atravesado todo mi tiempo, mi ser, mi escritura, mi ritmo, mi cuerpo. Vi un aviso en twitter de un taller llamado “Pequeñas Labores / Escritura desde la maternidad”, impartido por Isabel Zapata. Me inscribí en la segunda convocatoria. Y encontré un espacio de cuidado, confianza, contención compartido con mujeres muy jóvenes que estaban maternando. Yo con una hija entonces de 24 años y otra de ocho, encontré por primera vez un espacio en el cual poder hablar sobre todo aquello que no pude cuando tuve a mi primera hija, a pesar de que coincidí en la maternidad con otras mujeres, mis mejores amigas.
Dos años después, esas mujeres que compartimos ese tiempo, que fuimos incapaces de despedirnos y entonces formamos una colectiva (A Muchas Voces) para seguir reflexionando, leyendo, escribiendo y conversando sobre maternidades e hijitudes, nos pudimos encontrar por primera vez. Le sumamos cuerpo, piel, estatura, volumen a lo que habíamos visto en pequeñas ventanas en una pantalla, en chats, mensajes de voz, llamadas.
Al abrazarlas, al abrazar a sus criaturas, y verlas jugar con la mía de 10 años ahora, me siento agradecida, plena. Y también me supe en deuda con esas amigas, que por estos días acogen a mi hija mayor en nuestro terruño. Y quisiera tener todo el tiempo del mundo para escucharlas, para abrazarlas, para abrir esas heridas por lo no dicho, lo no compartido, lo que no se nos ha permitido compartir.
Porque “La maternidad es una explosión, una dinamita, un volcán”, sí, y también es “ternura y es aprendizaje, es conexión, y también es tejer redes de solidaridad entre muchas mujeres…».
No tenemos ya el tiempo ni el espacio ni la circunstancia para encontrarnos. Pero nos quedan los libros, de los cuales siempre podremos hablar. Nos queda este tema inagotable, que ya podemos nombrar. Nos queda Mucha Madre.
Es poeta y narradora. Autora, entre otros libros, de Llama (Libros del Umbral), Duelo de noche (Almuzara) y A ras de vuelo (Tusquets editores).
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