Una cobija, tantos terremotos y por fin un duelo

20 febrero, 2023

¿Cuál es el viaje que implica un duelo? ¿Cuál es el viaje que hace una cobija desde ser materia prima, hasta ser abrigo para hogares pulverizados?

Texto: María Antonieta Mendívil

Mi hermano mayor murió a los 21 años, un 28 de febrero de 1995, a las 10:15 de la mañana. Lo sé porque ese día me crucé con la directora de la secundaria mientras caminaba por los pasillos de la escuela, en un tiempo libre entre la clase de educación física y el recreo. Ella me preguntó qué hacía fuera de clase y, para cerciorarse de que era algo fuera de norma, me pidió la hora. “Son las 10:15”, quise responder, pero la voz no me salió completa: sentí como si alguien hubiera sacado el aire que tenía en los pulmones. Ella pensó que iba a sufrir un desmayo y me tomó del brazo, pero al instante  recobré el aliento. Días después revisé a escondidas el acta de defunción; marcaba como hora de muerte las 10:15 horas.

Crecí creyendo que mi hermano me avisó de su partida intempestiva en un accidente de avión. Pasé por la adolescencia sintiéndome un poco huérfana. Transité por la vida pensando en la muerte, en mi propia muerte, como una posibilidad que sorprende de un segundo a otro, como esa vez que yo caminaba feliz por la escuela mientras mi hermano perdía el control de su avión monoplaza y se estrellaba en un sembradío de trigo.

A partir de su partida, mis padres se sumieron en un dolor que yo no podía ni rozar. Mi madre pasaba los días sumida en un sueño del que solo se sacudía para llorar. Mi padre se volvió todo silencio, duda y culpa. Yo busqué entre las cosas de mi hermano algo que me diera la ilusión de su presencia. Me recuerdo tocando su ropa en el closet, durmiendo en su cama, leyendo su cuaderno donde escribía poemas.

No sé cómo llegó a mí su cobija de lana, que él había comprado en el Estado de México en sus tiempos de estudiante de aviación y que le era muy útil cuando dormía en el campo, como estaba sucediendo esos días que fueron especialmente fríos en Sonora. Me quedé con ella. Recuerdo el olor a hierba seca, a tierra, a sol, un aroma a él que también tenía. La guardé, así, sin lavarla, por muchos años.

En pandemia tomé un taller con Mariela Sancari llamado Álbum de Familia, en el que explorábamos las imágenes familiares en la construcción de la memoria e identidad. En la última clase nos pidió llevar una foto. Yo presenté una de mi primer cumpleaños. Estoy sentada junto a un pastel, rodeada por mi madre, mi abuela materna y mis cuatro hermanos. Hasta ese momento reparé en mi hermano mayor: de pie a un lado de mi madre, con una seriedad no propia de un niño de ocho años; viste un traje oscuro, con corbata de moño. El resto de mis hermanos aparecen con gestos y apariencias infantiles. Ese día descubrí que la orfandad que sentí no solo era por el abandono emocional de un padre y una madre que hasta el momento del accidente habían sido amorosos, cuidadosos y atentos. Por alguna razón, mi hermano mayor tuvo el papel de segundo padre, el padre sustituto, un padre fáctico cuando el real se ausentaba por trabajo.

Hace algunos años, una de mis mejores amigas, que alineaba chakras, ofreció su ayuda cuando le dije que me sentía estancada emocionalmente, incapaz de llorar y de conmoverme. ¿Qué son los chakras? ¿Es como el aura?, pregunté y me respondió: no precisamente. Entendí a la mala cuando me habló sin rodeos de los duelos no superados por mi madre, cuya tristeza le hizo sobrevivir a duras penas seis años más desde la muerte de su hijo, y por mi hermano. Claro que había trabajado mis duelos, me defendí. En especial el de mi madre; el de mi hermano había pasado tanto tiempo, que ni siquiera lo extrañaba. Ella insistió.

Esa misma noche no podía dormir. Mi inquietud y ansiedad eran tales que busqué a mi amiga: ¿Esto que siento es consecuencia de este rollo de los chakras? Me hizo varias preguntas: ¿Dónde estás? / En mi cama, quiero dormir y no puedo. ¿Qué hay debajo de ti? / Nada, colchón, base de la cama, nada. ¿Guardas fotos debajo del colchón? Lo negué todo, hasta que recordé: la cobija de mi hermano estaba doblada en un baúl que mandé hacer a la base de la cama, justo debajo de mi almohada. Era lo único que guardaba ahí. Ella me ordenó: sácala de ahí, deshazte de esa cobija, suelta a tu hermano. No hice caso. No pude. Pero me quedó claro que el duelo no estaba completado. Solo moví la cobija de lugar.

Todas las veces que me mudé desde mis 14 años, llevé siempre esa cobija conmigo, con figuras de grecas en un entramado marrón, negro y blanco. A veces la usé como cabecero de mi cama, otras veces como frazada encima del sillón, otra vez en lugar de cobertor.

Ya en mi última mudanza de Sonora a la Ciudad de México, cuando mi pareja supo la historia de esa manta tan pesada, me sugirió “No puedes seguir cargando con ella”. La cobija, que por fin envié a lavar a una tintorería, fue guardada en una caja de plástico que cierra de manera hermética.

Hace días, ante los terremotos en Turquía y Siria, la escuela de mi hija más pequeña pidió recolectar cobijas y mantas para enviar en una misión a la zona de la tragedia. Podíamos donar mantas nuevas y también usadas en buen estado y limpias. Compré mantas nuevas, pero me parecían insuficientes.

En ese momento vino a la memoria el rostro de mi hermano, que pocas veces visualizo porque lo he conservado detrás de una niebla espesa, quizá como protección. Ahí estaba él con su rostro moreno, sus cejas gruesas, su mirada profunda, oscura y sus pestañas tupidas y rizadas. Sus facciones tan mediorientales, como las que veo entre escombros en las noticias. Vinieron a mi mente las grecas negras, marrón y blanco. “Regala mi cobija”. Y esta vez no pude decir que no, ni posponer ese acto de despedida.

Esa manta que ha cruzado conmigo el país, ahora ha cruzado continentes y espero que dé cobijo a alguien en este duro invierno de un hogar que se ha pulverizado, de una vida que se ha pulverizado. Creo que él no podría sentirse más feliz. Ni yo. Ahora sí, adiós, hermano querido. Que el mundo nos sea leve.

Es poeta y narradora. Autora, entre otros libros, de Llama (Libros del Umbral), Duelo de noche (Almuzara) y A ras de vuelo (Tusquets editores).