Compartir esta columna es una forma de contar quién soy ante esta realidad que veo, de caminar acompañada en estos tiempos oscuros y convulsos, en estas intemperies en las que la historia nos ha abandonado
Twitter: @La__Mendivil
El filósofo Daniel Dennett sostiene en La conciencia explicada que “Nuestra táctica fundamental de autoprotección, autocontrol y autodefinición no consiste en tejer telarañas o en construir presas (como un castor), sino en contar cuentos, muy en especial el cuento que relata quiénes somos”.
Hay un momento de quiebre en el que una se entrega a la lectura y escritura. En mi caso, la muerte de mi hermano mayor, cuando él tenía 21 años y yo, 14. Aunque durante mi niñez tuve libros a la mano y en especial mi madre me había alentado el gusto por la lectura, ante la tragedia los libros me abrieron un pasadizo de escape a otra realidad.
En esas horas absorbida por la lectura podía evadirme del dolor, del silencio, de la incertidumbre, de las dudas que me generaba una muerte temprana e inesperada. Y a la vez, a través de la lectura podía explicarme a mí misma y lo que me sucedía.
Pienso en eso ahora que, intrigada, observo a mi hija de 10 años pasar gran parte de su tiempo libre escribiendo una historia, o poner el despertador media hora antes de lo necesario para poder leer un momento antes de marcharse a la escuela.
Es la pandemia, me explico. Ha necesitado un pasadizo para escapar a otro mundo. Y quizá el destino al otro lado de ese túnel tiene que ver con aquello que nos hace huir. A mí, huir de mi dolor me ha llevado a buscar historias que hablan de la muerte, de los estados límite que puede vivir una persona. Otras. No yo. Y en cierta medida, lo sé, también soy yo con lo que he vivido y atestiguado.
A mi hija, que ha pasado parte importante de su niñez en una pandemia que nos mantuvo confinadas, ese escape ha sido la autopista a un mundo inexistente: lo fantástico, la magia, la ciencia ficción, lo apocalíptico que entraña el cambio climático. Si este mundo te ha traicionado, invéntate otro, parece decir.
En su caso, como en el mío, la lectura no ha llegado sola. El libro se desenfunda, pero en su marsupio atesora un impulso inevitable por escribir. Por narrarse. Por narrarnos.
Antonio Damasio, en su libro La sensación de lo que ocurre: cuerpo y emoción en la construcción de la conciencia, dice “Creo que la obsesión del cerebro por el entorno, que todo lo impregna, tiene sus raíces en la actitud del cerebro, tan propenso a contar historias”.
Hay un yo narrativo, un yo autobiográfico. Hay un yo que intenta contar y compartir lo que experimenta. Hay un yo que necesita de los linderos que colocan las palabras para no nadar en el caos de la realidad. Hay un yo que coloca las palabras como boyas limítrofes.
Yo soy, a mí me sucedió, yo pienso, yo deseo, yo busco, yo construyo a partir de todo esto, yo resuelvo como una forma de disolver la neblina que nos rodea (la neblina de lo desconocido, del misterio en el que avanzamos sin certezas) para poder transitar en la vida. Las palabras son linternas en la noche del desconocimiento.
¿Es soberbio intentar relatarnos quiénes somos, así, en primera persona del plural? Cuando veo a mi pequeña absorta escribiendo en ese mundo paralelo, me atemoriza esa zona que queda sombreada mientras escribes: el retiro respecto de la realidad, la separación del entorno, la mirada lejana del vigía.
La escritora Mónica Ojeda enfatiza mucho que su escritura aspira a generar empatía. Esa es la navaja de doble rasero de quienes escribimos: aislarnos para observar y escribir, pero al mismo tiempo hacerlo desde una mirada compasiva y empática hacia la condición humana y la naturaleza. El aislamiento necesario para escribir es demandante y a menudo nos puede absorber de tal manera que nos haga indolentes hacia lo que está frente a nuestros ojos.
“La vida está aquí, la vida no es la literatura”, le repito a mi pequeña. Porque la vida se trata de esto que está enfrente, este espacio que compartimos, este presente en el que coincidimos como seres vivos, este mundo que requiere de nuestro compromiso e imaginación, ese es el territorio a transformar.
Compartir esta columna es una forma de contar quién soy ante esta realidad que veo, de caminar acompañada en estos tiempos oscuros y convulsos, en estas intemperies en las que la historia nos ha abandonado.
Los momentos en la vida en que me he sentido extraviada han sido cuando la realidad me ha hecho enmudecer. Yo necesito la contención de las palabras. Necesito hilar con el lenguaje el caos de un collar que ha reventado en mi cabeza, en mi ser. Necesito un espacio donde contener esas cuentas que se esparcen, se derraman y saltan sin sentido.
Escribo para poder pensar. No lo siento como un ejercicio inverso. Escribo para imaginar, no escribo lo que imagino. Escribo para poder transitar en la realidad, para nombrarla, para involucrarme con ella. Y esta es una opción compartida.
“¿Qué escribes?”, pregunta mi pequeña. “Una columna”, le respondo, sin contarle que es la primera vez que escribo para este medio que tanto admiro y con el que tanto he conectado. “¿Columna? ¿Como esas que detienen el techo?”. Y pienso que eso somos. Una columna es incapaz de sostener el techo en solitario. Se requieren muchas columnas; y no solo eso, sino cimientos, vigas, suelos, escaleras, ventanas, puertas. Y en colectivo tenemos un papel para sostener este techo que parece que nos cae encima. Es la historia que nos tocó contar.
*María Antonieta Mendívil es poeta y narradora. Autora, entre otros libros, de Llama (Libros del Umbral), Duelo de noche (Almuzara) y A ras de vuelo (Tusquets editores).
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