La remoción de la estatua de Cristóbal Colón no debería ser escándalo para nadie. Pero la obra que la sustituya requiere pensar los pueblos originarios de manera muy distinta.
Por Eugenio Fernández Vázquez
El gobierno de la Ciudad de México tomó la decisión de sacar del paseo de la Reforma el monumento a Cristóbal Colón y remplazarlo con una escultura a cargo del artista Pedro Reyes, que se titulará Tlalli y que deberá representar a “la mujer indígena”. Según contó el propio Reyes, estará llena de simbolismos “prehispánicos”. Se trata de dos decisiones distintas, una muy aplaudible y la otra que tiene muchas menos virtudes, y ambas se deben revisar por separado.
Por una parte, la remoción de la estatua de Cristóbal Colón no debería ser escándalo para nadie. Las estatuas son monumentos y homenajes a gente que sirve de modelo a las sociedades que las erigen, o más bien a quienes detentan el poder en esas sociedades en un momento dado. Presentan una visión de la historia que no acepta matices y que queda enquistada en las calles y en la consciencia colectiva; que no puede someterse a debate porque queda, precisamente, petrificada.
Así las cosas, habría que preguntarse por qué querríamos mantener en pie un monumento que, como recuerda la historiadora Ana Díaz Serrano en su contribución al libro La Conquista en el presente, se propuso por primera vez en torno a 1850, junto con una estatua de Agustín de Iturbide, para “pagar una deuda de gratitud” con el descubridor de América que abrió la puerta a la cruz y a la civilización europea. ¿De verdad compartimos los valores de gente que admiraba a Iturbide? ¿De verdad seguimos teniendo los mismos héroes y modelos que los conservadores del siglo XIX? ¿De verdad tiene México una deuda de gratitud con “su descubridor”? Yo creo que no, y en ese sentido quitarle importancia al homenaje a Colón me parece un acierto.
Está, sin embargo, el otro lado de la decisión, que es mucho más problemático y que es el relativo a la escultura que sustituirá al monumento destronado. Según anunció la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, la escultura que deberá ocupar ese lugar quedó en manos de Pedro Reyes. Sheinbaum explicó también que se trata de un homenaje a “la mujer indígena”, y Pedro Reyes añadió días después que la escultura estará inspirada en las cabezas colosales olmecas y estará llena de referencias a lo “prehispánico”.
El primer problema con esta decisión de la jefa de gobierno es que encargó a un hombre occidental que nos diga cómo es “la mujer indígena”. Habiendo tantos artistas talentosísimos entre los pueblos originarios del país, ¿no podía escoger a alguno de ellos, puesto que se trata de rendir homenaje a esos mismos pueblos? Con su selección la jefa de gobierno manda el mensaje de que esos pueblos están allá, del otro lado, para ser vistos en museos y monumentos, pero no integrados en la vida pública.
El otro problema con la selección del artista es que es un hombre, otra vez y como desde siempre, quien va a decirle al país cómo es “la mujer”, como si hubiera una sola forma de ser mujer, un tipo ideal, un modelo que puede plasmarse en una escultura, y como si descubrirlo fuera posible por alguien que no es, justamente, mujer. Esto recuerda un tanto al Monumento a la Madre inaugurado en tiempos de Miguel Alemán en la capital del país, también pensado por hombres —José Vaconcelos y Rafael Alducín, el de Excélsior—, también lleno de referencias prehispánicas.
Un problema similar está en el hecho de hablar de “lo indígena” y luego equiparar indígena con prehispánico. En México hay docenas de pueblos originarios, y pensar que existe una especie de esencia común que puede reflejarse en una escultura es caer en la lógica colonialista que el Estado mexicano sigue perpetuando y reproduciendo y por la cuál todos los que no son mestizos son iguales entre sí y entran en la misma categoría.
Esa lógica es también la que asume que rendir homenaje a los indígenas del presente se puede hacer recuperando elementos culturales de antes de la llegada de los españoles, como si entre el tiempo de las cabezas olmecas de hace tres mil años, el de los códices de hace apenas cinco o seis siglos y el de los pueblos originarios de hoy no hubiera cambiado nada. Reyes y Sheinbaum pasan por alto que el elemento fundamental de los pueblos originarios de México y el mundo es que son muy posthispánicos y sus vidas están en el presente que viven y el futuro que sueñan y construyen, no en un pasado idealizado.
Todo esto no quiere decir que haya que cancelar todo el esfuerzo en torno al espacio que ocupaba Cristóbal Colón, sino solamente que lo mejor sería cancelar el encargo a Pedro Reyes y repensarlo todo desde el principio. Hay muchas cosas que se podrían hacer, y no es tarde para enmendar el camino.
Una posibilidad sería seguir las mejores prácticas internacionales y convocar un concurso cuyo fallo esté en manos de personajes de trayectoria notable, vinculados a la Ciudad de México, y tanto del mundo de las artes como de otros entornos. Huelga decir que habría que idear alguna forma de que en ese jurado estén representados los pueblos originarios del país, pero sobre todo los pueblos y barrios originarios de la Ciudad de México y las poblaciones migrantes que se identifican a sí mismas como parte de algún pueblo originario.
Otra más sería trabajar con las poblaciones que se autoadscriben como parte de una etnia o pueblo indígena en la Ciudad de México —casi nueve por ciento de la población capitalina— y emprender con ellas un proceso de consulta para construir propuestas desde abajo, no para imponerlas desde arriba. De entre esas propuestas un jurado como el propuesto antes podría elegir una para adornar Reforma. Esto permitiría visibilizar a esas poblaciones, reconocerlas e incorporarlas a la vida pública capitalina, haciéndolas parte de la identidad chilanga.
Una tercera posibilidad sería seguir el ejemplo del Cuarto Pedestal de la plaza de Trafalgar, en Londres. Aunque debía ubicarse sobre él una estatua ecuestre de Guillermo IV, por falta de fondos quedó vacante durante un siglo y medio, mientras los otros pedestales sí fueron ocupados. Hace un cuarto de siglo se decidió aprovecharlo por fin, usándolo para ubicar una serie de esculturas temporales comisionadas por la Alcaldía de Londres, elegidas por un jurado plural de gente del mundo artístico, pero también activistas de renombre y otras personalidades.
Opciones hay muchas y mejores que la alternativa actual. No es tarde para dar marcha atrás y enmendar el camino.
Eugenio Fernández Vázquez escribe la columna semanal Razones verdes en Pie de Página y es coordinador y coautor del libro La Conquista en el presente.
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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